Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Está ahí?

– Sí, madre.

– Hola, Arnau.

Arnau miró hacia la ventana. Joanet se giró hacia él.

– Hola…, señora -musitó, inseguro de qué debía decir a una voz que salía de una ventana.

– ¿Qué edad tienes? -lo interrogó la mujer.

– Ocho años…, señora.

– Eres dos años mayor que mi Joanet, pero espero que os llevéis bien y conservéis siempre vuestra amistad. No hay nada mejor en este mundo que un buen amigo; tenedlo siempre en cuenta.

La voz no volvió a decir nada más. La mano de la madre de Joanet siguió acariciándole el cabello mientras Arnau observaba cómo el pequeño, sentado sobre el cajón de madera apoyado en la pared, con las piernas colgando, se quedaba inmóvil bajo aquellas caricias.

– Id a jugar -dijo de repente la mujer mientras la mano se retiraba-. Adiós, Arnau. Cuida bien de mi niño, ya que tú eres mayor que él. -Arnau esbozó un adiós que no llegó a salir de su garganta-. Hasta luego, hijo -añadió la voz-. ¿Vendrás a verme?

– Claro que sí, madre.

– Marchaos ya.

Los dos chicos volvieron al bullicio de las calles de Barcelona y deambularon sin rumbo. Arnau esperó a que Joanet se explicase, pero como no lo hacía, por fin se atrevió a preguntar:

– ¿Por qué no sale tu madre al huerto?

– Está encerrada -le contestó Joanet.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Sólo sé que lo está.

– ¿Y por qué no entras tú por la ventana?

– Ponç me lo tiene prohibido.

– ¿Quién es Ponç?

– Ponçes mi padre.

– ¿Y por qué te lo tiene prohibido?

– No sé por qué.

– ¿Por qué le llamas Ponç y no padre?

– También me lo tiene prohibido.

Arnau se paró en seco y tiró de Joanet hasta que lo tuvo cara a cara.

– Y tampoco sé por qué -se le adelantó el muchacho.

Siguieron paseando; Arnau intentaba entender aquel galimatías y Joanet esperaba la siguiente pregunta de su nuevo compañero.

– ¿Cómo es tu madre? -se decidió Arnau al fin.

– Siempre ha estado ahí encerrada -contestó Joanet, haciendo esfuerzos por esbozar una sonrisa-. Una vez que Ponç estaba fuera de la ciudad intenté colarme por la ventana pero ella no me lo permitió. Dijo que no quería que la viera.

– ¿Por qué sonríes?

Joanet siguió caminando algunos metros antes de contestar:

– Ella siempre me dice que debo sonreír.

Durante el resto de la mañana, Arnau recorrió cabizbajo las calles de Barcelona tras aquel niño sucio que nunca había visto el rostro de su madre.

– Su madre le acaricia la cabeza a través de una ventanita que hay en la habitación -le susurró Arnau a su padre esa misma noche, tumbados ambos en el jergón-. No la ha visto nunca. Su padre no le deja, y ella tampoco.

Bernat acariciaba la cabeza de su hijo como Arnau le había contado que hacía la madre de su nuevo amigo. Los ronquidos de los esclavos y aprendices que compartían el espacio con ellos rompieron el silencio que se hizo entre ambos. Bernat se preguntó qué delito habría cometido aquella mujer para merecer tal castigo.

Ponç, el calderero, no habría dudado en contestarle: «¡Adulterio!». Lo había contado decenas de veces a todo aquel que había querido escucharle.

– La sorprendí fornicando con su amante, un jovenzuelo como ella; aprovechaban mis horas de trabajo en la forja. Acudí al veguer, por supuesto, para reclamar la justa reparación que dictan nuestras leyes. -El fuerte calderero, a renglón seguido, se deleitaba hablando de la ley que había permitido que se hiciera justicia-. Nuestros príncipes son hombres sabios, conocedores de la maldad de la mujer. Sólo las mujeres nobles pueden librarse de la acusación de adulterio mediante juramento; las demás, como mi Joana, deben hacerlo mediante una lucha y sometidas al juicio de Dios.

Quienes habían presenciado la lucha recordaban cómo Ponç había hecho pedazos al joven amante de Joana; poco había podido mediar Dios entre el calderero, curtido por el trabajo en la forja, y el delicado jovenzuelo entregado al amor.

La sentencia real se dictó conforme a los Usatges : «Si ganare la mujer la retendrá su marido con honor y enmendará todos los gastos que hubieren hecho ella y sus amigos en este pleito y en esta batalla y el daño del lidiador. Pero si fuere ésta vencida pasará a manos de su marido con todas las cosas que tuviere». Ponç no sabía leer pero cantaba de memoria el contenido de la sentencia a la vez que enseñaba el documento a quien quisiera verlo:

Disponemos que dicho Ponç, si quiere que se le entregue la Joana, debe dar buena caución idónea y seguridad de tenerla en su propia casa en lugar de doce palmos de longitud, seis de latitud y dos canas de altura. Que le deba dar un saco de paja bastante para dormir y una manta con la cual pueda cubrirse, debiendo hacer en dicho lugar un agujero para que pueda satisfacer sus necesidades corporales y dejar una ventana por la cual se den las vituallas a la misma Joana: que le deba dar dicho Ponç en cada día dieciocho onzas de pan completamente cocido, y tanta agua como quisiere y que no le dará ni hará dar cosa alguna para precipitarla a la muerte ni hará cosa alguna para que muera dicha Joana. Sobre todas las cuales cosas dé Ponç buena e idónea caución y seguridad antes de que se le entregue la referida Joana.

Ponç presentó la caución que le solicitó el veguer y éste le entregó a Joana. Construyó en su huerto una habitación de dos metros y medio por metro veinte, hizo un agujero para que la mujer pudiera hacer sus necesidades, abrió aquella ventana por la que Joanet, alumbrado a los nueve meses del juicio y nunca reconocido por Ponç, se dejaba acariciar la cabeza y emparedó de por vida a su joven esposa.

– Padre -le susurró Arnau a Bernat-, ¿cómo era mi madre?, ¿por qué nunca me habláis de ella?

«¿Qué quieres que te diga? ¿Que perdió su virginidad bajo el empuje de un noble borracho? ¿Que se convirtió en la mujer pública del castillo del señor de Bellera?», pensó Bernat.

– Tu madre… -le contestó- no tuvo suerte. Fue una persona desgraciada.

Bernat escuchó cómo Arnau sorbía por la nariz antes de volver a hablar:

– ¿Me quería? -insistió el niño con la voz tomada.

– No tuvo oportunidad. Falleció al dar a luz.

– Habiba me quería.

– Yo también te quiero.

– Pero vos no sois mi madre. Hasta Joanet tiene una madre que le acaricia la cabeza.

– No todos los niños tienen…-empezó a corregirlo.

¡La madre de todos los cristianos…! Las palabras de los clérigos resonaron en su memoria.

– ¿Qué decíais, padre?

– Sí que tienes madre. Por supuesto que la tienes. -Bernat notó la quietud de su hijo-.A todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María.

– ¿Dónde está esa María?

– La Virgen María -lo corrigió-, y está en el cielo.

Arnau permaneció unos instantes en silencio antes de intervenir de nuevo:

– Y ¿para qué sirve una madre que está en el cielo? No me acariciará, ni jugará conmigo, ni me besará, ni…

– Sí que lo hará. -Bernat recordó con claridad las explicaciones que le había dado su padre cuando él hacía esas mismas preguntas-: Envía a los pájaros para que te acaricien. Cuando veas un pájaro, mándale un mensaje a tu madre y verás que vuela hacia el cielo para entregárselo a la Virgen María; después se lo contaran unos a otros y alguno de ellos vendrá a piar y a revolotear alegremente a tu alrededor.

– Pero yo no entiendo a los pájaros.

– Aprenderás a hacerlo.

– Pero nunca podré verla…

– Sí…, sí que puedes verla. La puedes ver en algunas iglesias, y hasta puedes hablarle.

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