Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿En las iglesias?

– Sí, hijo, sí. Está en el cielo y en algunas iglesias, y le puedes hablar a través de los pájaros o en esas iglesias. Ella te contestará a través de los pájaros o por las noches, cuando duermas, y te querrá y te mimará más que cualquier madre de las que ves.

– ¿Más que Habiba?

– Mucho más.

– ¿Y esta noche? -preguntó el niño-. Hoy no he hablado con ella.

– No te preocupes, yo lo he hecho por ti. Duérmete y lo verás.

8

Dos nuevos amigos se encontraban todos los días, y juntos corrían hasta la playa para ver los barcos, o vagaban y jugaban por las calles de Barcelona. Cada vez que lo hacían tras la tapia, cada vez que las voces de Josep, Genis o Margarida resonaban más allá del jardín de los Puig, Joanet veía cómo su amigo levantaba la vista al cielo como si buscara algo que flotara sobre las nubes.

– ¿Qué miras? -le preguntó un día.

– Nada -contestó Arnau.

Las risas aumentaron y Arnau volvió a mirar al cielo.

– ¿Subimos al árbol? -preguntó Joanet, creyendo que eran sus ramas lo que atraía la atención de su amigo.

– No -contestó Arnau, mientras localizaba con la vista un pájaro al que darle un mensaje para su madre.

– ¿Por qué no quieres subir al árbol? Así podremos ver…

¿Qué podía decirle a la Virgen María? ¿Qué se le decía a una madre? Joanet no le decía nada a la suya; sólo la escuchaba y asentía… o negaba, pero claro, él podía oír su voz y sentir sus caricias, pensó Arnau.

– ¿Subimos?

– No -gritó Arnau, logrando que la sonrisa de Joanet se borrara de sus labios-. Tú ya tienes una madre que te quiere, no necesitas espiar a las de los demás.

– Pero tú no tienes -le contestó Joanet-; si subimos…

¡Que la quería! Eso es lo que le decían a Guiamona sus hijos. «Dile eso, pajarillo. -Arnau lo vio volar hacia el cielo-. Dile que la quiero.»

– ¿Qué? ¿Subimos? -insistió Joanet ya con una mano en las ramas bajas.

– No. Yo tampoco lo necesito…-Joanet se soltó del árbol e interrogó a su amigo con la mirada-.Yo también tengo una madre.

– ¿Nueva? Arnau dudó.

– No lo sé. Se llama Virgen María.

– ¿Virgen María? ¿Y quién es ésa?

– Está en algunas iglesias. Yo sé que ellos -continuó, señalando hacia la tapia- iban a las iglesias, pero a mí no me llevaban. -Yo sé dónde están. -Arnau abrió los ojos de par en par-. Si quieres, te llevo. ¡A la más grande de Barcelona!

Como siempre, Joanet salió corriendo sin esperar la respuesta de su amigo, pero Arnau ya le tenía tomada la medida y lo alcanzó en un momento.

Corrieron hasta la calle de la Boquería y rodearon la judería por la calle del Bisbe hasta dar con la catedral.

– ¿Tú crees que ahí dentro estará la Virgen María? -le preguntó Arnau a su amigo señalando el enjambre de andamios que se levantaba sobre las paredes inacabadas. Siguió con la vista una gran piedra que se izaba gracias al esfuerzo de varios hombres que jalaban de una polea.

– Claro que sí -le contestó convencido Joanet-. Esto es una iglesia.

– ¡Esto no es una iglesia! -oyeron ambos que les decían a sus espaldas. Se volvieron y se toparon con un hombre rudo que llevaba un martillo y una escarpa en la mano-. Esto es la catedral -espetó, orgulloso de su trabajo como ayudante del maestro escultor-; nunca la confundáis con una iglesia.

Arnau miró con rabia a Joanet.

– ¿Dónde hay una iglesia? -le preguntó Joanet al hombre cuando éste ya se marchaba.

– Ahí mismo -les contestó para su sorpresa, señalando con la escarpa la misma calle por la que habían venido-, en la plaza de Sant Jaume.

A todo correr desanduvieron la calle del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume, donde vieron una pequeña construcción diferente de las demás, con infinidad de imágenes en relieve esculpidas en el tímpano de la puerta, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Ninguno de los dos lo pensó dos veces. Entraron a toda prisa. El interior era oscuro y fresco, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la penumbra, unas fuertes manos los agarraron por los hombros y tal como habían entrado fueron arrojados escaleras abajo.

– Estoy harto de deciros que no quiero correrías en la iglesia de Sant Jaume.

Arnau y Joanet se miraron haciendo caso omiso del sacerdote. ¡La iglesia de Sant Jaume! Tampoco aquélla era la iglesia de la Virgen María, se dijeron el uno al otro en silencio.

Cuando el cura desapareció, se levantaron; estaban rodeados por un grupo de seis muchachos, descalzos, harapientos y sucios como Joanet.

– Tiene muy mala uva -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cara hacia las puertas de la iglesia.

– Si queréis podemos deciros por dónde entrar sin que se dé cuenta -les dijo otro-, pero luego tendréis que arreglároslas solos. Si os pilla…

– No, nos da igual -contestó Arnau-. ¿Sabéis dónde hay otra iglesia?

– No os dejarán entrar en ninguna -afirmó un tercero.

– Eso es cosa nuestra -contestó Joanet.

– ¡Mira el pequeñín! -rió el mayor de todos adelantándose hacia Joanet. Le sacaba más de medio cuerpo de altura y Arnau temió por su amigo-. Todo lo que sucede en esta plaza es cosa nuestra, ¿entiendes? -le dijo, empujándolo.

Cuando Joanet reaccionó e iba a lanzarse sobre el chico mayor, algo captó la atención de todos desde el otro lado de la plaza.

– ¡Un judío! -gritó otro de los muchachos.

Todo el grupo salió corriendo en dirección a un niño en cuyo pecho destacaba el redondel rojo y amarillo y que puso pies en polvorosa en cuanto se percató de lo que se le venía encima. El pequeño judío logró alcanzar la puerta de la judería antes de que el grupo le diese alcance. Los muchachos se detuvieron en seco ante la entrada. Junto a Arnau y Joanet seguía, sin embargo, un niño más pequeño aún que Joanet, con los ojos abiertos de asombro ante el intento de éste de rebelarse contra el mayor.

– Ahí tenéis otra iglesia, detrás de la de Sant Jaume -les indicó-. Aprovechad para escapar, porque Pau -añadió señalando con la cabeza hacia el grupo, que ya se dirigía otra vez hacia ellos- volverá muy enfadado y la pagará con vosotros. Siempre se enfada cuando se le escapa un judío.

Arnau tiró de Joanet, que, desafiante, esperaba al tal Pau. Al final, cuando vio que los muchachos empezaban a correr hacia ellos, Joanet cedió a los tirones de su amigo.

Corrieron calle abajo, en dirección al mar, pero cuando se dieron cuenta de que Pau y los suyos -probablemente más preocupados por los judíos que transitaban su plaza- no los seguían, recuperaron el ritmo normal. Apenas habían recorrido una calle desde la plaza de Sant Jaume cuando se toparon con otra iglesia. Se pararon al pie de la escalera y se miraron. Joanet hizo un gesto con los ojos y la cabeza en dirección a las puertas. -Esperaremos -dijo Arnau.

En ese momento una anciana salió de la iglesia y descendió lentamente la escalera. Arnau no lo pensó dos veces.

– Buena mujer -le dijo cuando alcanzó la calzada-, ¿qué iglesia es ésta?

– La de Sant Miquel -contestó la mujer sin detenerse.

Arnau suspiró. Ahora Sant Miquel.

– ¿Dónde hay otra iglesia? -intervino Joanet al ver la expresión de su amigo.

– Justo al final de esta calle.

– ¿Y cuál es ésa? -insistió, y logró captar por primera vez la atención de la mujer.

– Ésa es la iglesia de Sant Just i Pastor. ¿Por qué tenéis tanto interés?

Los niños no contestaron y se separaron de la anciana, que los miró mientras se alejaban cabizbajos.

– ¡Todas las iglesias son de hombres! -espetó Arnau-.Tenemos que encontrar una iglesia de mujeres; seguro que allí estará la Virgen María.

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