Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Joanet continuó caminando pensativo.

– Conozco un sitio… -dijo al fin-.Todo son mujeres. Está en el extremo de la muralla, junto al mar. Lo llaman… -Joanet trató de recordar-. Lo llaman Santa Clara.

– Tampoco es la Virgen.

– Pero es una mujer. Seguro que tu madre está con ella. ¿Acaso estaría con un hombre que no fuera tu padre?

Bajaron por la calle de la Ciutat hasta el portal de la Mar, que se abría en la antigua muralla romana, junto al castillo Regomir, y desde donde partía el camino hacia el convento de Santa Clara, que cerraba las nuevas murallas por su extremo oriental, lindando con el mar. Tras dejar atrás el castillo Regomir doblaron a la izquierda y continuaron hasta dar con la calle de la Mar, que iba desde la plaza del Blat hasta la iglesia de Santa María de la Mar, donde se desgajaba en pequeñas callejuelas, todas ellas paralelas, que desembocaban en la playa. Desde allí, cruzando la plaza del Born y el Pla d'en Llull, se llegaba por la calle de Santa Clara hasta el convento del mismo nombre.

Pese a la ansiedad por encontrar la iglesia que buscaban, ninguno de los dos niños pudo vencer el impulso de detenerse junto a las mesas de los plateros situadas a ambos lados de la calle de la Mar. Barcelona era una ciudad próspera y rica y buena muestra de ello eran los numerosos objetos valiosos expuestos en aquellas mesas: vajillas de plata, jarras y vasos de metales preciosos con incrustaciones de piedras, collares, pulseras y anillos, cinturones, un sinfín de obras de arte que refulgían bajo el sol del verano y que Arnau y Joanet intentaban mirar antes de que el artesano los obligase a continuar su camino, a veces a gritos o a coscorrones.

De esa forma, corriendo delante del aprendiz de uno de los plateros, llegaron a la plaza de Santa María; a su derecha un pequeño cementerio, el fossar Mayor, y a su izquierda, la iglesia.

– Santa Clara está por… -empezó a decir Joanet, pero calló de repente. Aquello…, ¡aquello era impresionante!

– ¿Cómo lo habrán hecho? -se preguntó Arnau antes de quedarse con la boca abierta.

Delante de ellos se alzaba una iglesia, fuerte y resistente, seria, adusta, chata, sin ventanales y con unos muros de un grosor excepcional. Alrededor del templo habían limpiado y allanado el terreno. Un sinfín de estacas clavadas en el suelo y unidas por cuerdas, formando figuras geométricas, la rodeaba.

Circundando el ábside de la iglesia pequeña, se alzaban diez esbeltas columnas de dieciséis metros de altura, cuya piedra blanca resaltaba a través del andamiaje que las envolvía.

Los andamios, de madera, apoyados en la parte posterior de la iglesia subían y subían como inmensos escalones. Aun a la distancia a la que se encontraba, Arnau tuvo que levantar la vista para divisar el final de los andamios, muy por encima del de las columnas.

– Vamos -lo instó Joanet cuando se cansó de mirar el peligroso trajinar de los obreros por los andamios-; seguro que es otra catedral.

– Esto no es una catedral -oyeron a sus espaldas. Arnau y Joanet se miraron y sonrieron. Se volvieron e interrogaron con la mirada a un hombre fuerte y sudoroso cargado con una enorme piedra a sus espaldas. ¿Y qué es?, parecía decirle Joanet sonriendo-. La catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo esta iglesia, que será más importante y más bella que la catedral, la paga y la construye el pueblo.

El hombre ni siquiera se había detenido. El peso de la piedra parecía empujarlo hacia delante; con todo, les había sonreído.

Los dos niños lo siguieron hasta el costado de la iglesia, situado junto a otro cementerio, el fossar Menor.

– ¿Quiere que lo ayudemos? -preguntó Arnau.

El hombre resopló antes de volverse y sonreír de nuevo.

– Gracias, muchacho, pero será mejor que no.

Al final, se agachó y dejó la piedra en el suelo. Los niños la miraron y Joanet se acercó a ella para intentar moverla, pero no pudo. El hombre soltó una carcajada y Joanet le contestó con una sonrisa.

– Si no es una catedral -intervino Arnau señalando las altas columnas ochavadas-, ¿qué es?

– Esta es la nueva iglesia que está levantando el barrio de la Ribera en agradecimiento y devoción a Nuestra Señora, la Virgen…

Arnau dio un respingo.

– ¿LaVirgen María? -lo interrumpió con los ojos abiertos de par en par.

– Por supuesto, muchacho -le contestó el hombre revolviéndole el cabello-. La Virgen María, Nuestra Señora de la Mar.

– Y…, ¿y dónde está la Virgen María? -preguntó de nuevo Arnau, con la mirada puesta en la iglesia.

– Allí dentro, en esa pequeña iglesia, pero cuando terminemos ésta, tendrá el mejor templo que ninguna Virgen haya podido tener jamás.

¡Allí dentro! Arnau ni siquiera escuchó el resto. Allí dentro estaba su Virgen. De repente, un rumor los obligó a todos a levantar la vista: una bandada de pájaros había emprendido el vuelo desde lo más alto de los andamios.

9

El barrio de la Ribera de Mar de Barcelona, donde se estaba construyendo la iglesia en honor de la Virgen María, había crecido como un suburbio de la Barcelona carolíngia, cercada y fortificada por las antiguas murallas romanas. En sus inicios fue un simple barrio de pescadores, descargadores de barcos y todo tipo de gente humilde. Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, llamada Santa María de las Arenas, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada santa Eulàlia en el año 303. La pequeña iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona, pero la misma sedimentación que había hecho impracticables los puertos de los que había gozado la ciudad, alejaron la iglesia de los arenales que configuraban la línea costera hasta hacerle perder su denominación original. Pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar.

El transcurso del tiempo, que ya había logrado despejar de arenales la pequeña iglesia, obligó también a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía de Barcelona que ya no podía establecerse en el recinto romano. Y de los tres lindes de Barcelona, la burguesía optó por el oriental, aquel por el que transcurría el tráfico del puerto hasta la ciudad. Allí, en la misma calle de la Mar, se instalaron los plateros; las demás calles recibieron su nombre de los cambistas, algodoneros, carniceros y panaderos, vinateros y queseros, sombrereros, espaderos y multitud de otros artesanos. También se levantó allí una alhóndiga donde se alojaban los mercaderes extranjeros de visita en la ciudad, y se construyó la plaza del Born, a espaldas de Santa María, donde se celebraban justas y torneos. Pero no sólo los ricos artesanos se sintieron atraídos por el nuevo barrio de la Ribera; también muchos nobles se trasladaron allí, de la mano del senescal Guillem Ramon de Monteada, a quien el conde de Barcelona, Ramon Berenguer IV, cedió los terrenos que dieron lugar a la calle que llevaba su nombre, que desembocaba en la plaza del Born, junto a Santa María de la Mar, y en la que se alzaron grandes y lujosos palacios.

Después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores y demás gente de la mar a venerar a su patrona se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos. Sin embargo, los esfuerzos económicos de la iglesia barcelonesa y de la realeza se dirigían exclusivamente a la reconstrucción de la catedral de la ciudad.

Los parroquianos de Santa María de la Mar, ricos y pobres, unidos por la devoción a la Virgen, no desfallecieron ante la falta de apoyo y, de la mano del recién nombrado archidiácono de la Mar, Bernat Llull, solicitaron a las autoridades eclesiásticas el permiso para alzar lo que querían que fuera el mayor monumento a la Virgen María. Y lo obtuvieron.

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