Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Todos miraron hacia el cielo.

– Sí -continuó Berenguer de Montagut-, hasta allí llegará la nueva iglesia de la Virgen de la Mar. -Después empezó a andar hacia Santa María, acompañado de su comitiva; dejaron a los niños y al padre Albert observando sus espaldas.

– Padre -preguntó Arnau cuando ya no los podían oír-, ¿qué será de la Virgen cuando derriben la iglesia pequeña, pero aún no esté acabada la grande?

– ¿Ves aquellos contrafuertes? -le contestó el sacerdote señalando dos de los que se estaban construyendo para cerrar el deambulatorio, tras el altar mayor-. Pues allí, entre ellos, se construirá la primera capilla, la del Santísimo, en la que provisionalmente y junto al cuerpo de Cristo y al sepulcro que contiene los restos de santa Eulàlia, se guardará a la Virgen para que no sufra ningún desperfecto.

– ¿Y quién la vigilará?

– No te preocupes -le contestó el clérigo, esta vez sonriendo-, la Virgen estará bien vigilada. La capilla del Santísimo pertenece a la cofradía de los bastaixos ; ellos tendrán la llave de sus rejas y se ocuparán de vigilar a tu Virgen.

Arnau y Joanet conocían ya a los bastaixos . Àngel les había recitado sus nombres cuando aparecían en fila, cargados con sus enormes piedras: Ramon, el primero que habían conocido; Guillem, duro como las rocas que cargaba sobre sus espaldas, tostado por el sol y con el rostro horriblemente desfigurado por un accidente, pero dulce y cariñoso en el trato; otro Ramon, llamado «el Chico», más bajo que el primer Ramon y achaparrado; Miquel, un hombre fibroso que parecía incapaz de soportar el peso de su carga pero que lo lograba a fuerza de tensar todos los nervios y tendones de su cuerpo, hasta el punto de que parecía que en cualquier momento podían estallar; Sebastià, el más antipático y taciturno, y su hijo Bastianet; Pere, Jaume y un sinfín de nombres más, correspondientes a aquellos trabajadores de la Ribera que habían asumido como tarea propia transportar desde la cantera real de La Roca hasta Santa María de la Mar los miles de piedras necesarios para la construcción de la iglesia.

Arnau pensó en los bastaixos : en cómo miraban hacia la iglesia cuando, encorvados, llegaban hasta Santa María; en cómo sonreían tras descargar las piedras; en la fuerza que demostraban sus espaldas. Estaba seguro de que ellos cuidarían bien de su Virgen.

Lo que les había avanzado Berenguer de Montagut no tardó ni siete días en cumplirse.

– Mañana venid al amanecer -les aconsejó Àngel-; izaremos la clave.

Y allí estaban los niños, corriendo por detrás de todos los operarios reunidos al pie de los andamios. Había más de un centenar de personas, entre trabajadores, bastaixos y hasta sacerdotes; el padre Albert se había despojado de sus hábitos y aparecía vestido como uno más, con una gruesa pieza de tela roja enrollada en la cintura a guisa de faja.

Arnau y Joanet se metieron entre ellos, saludando a unos y sonriendo a otros.

– Niños -oyeron que les decía uno de los maestros albañiles-, cuando empecemos a izar la clave no quiero veros por en medio.

Los dos asintieron.

– ¿Y la clave? -preguntó Joanet, levantando la mirada hacia el maestro.

Corrieron hacia donde el hombre les indicó, al pie del primer andamio, el más bajo de todos.

– ¡Virgen! -exclamaron al unísono cuando estuvieron junto a la gran piedra circular.

Muchos hombres la miraban como ellos, pero en silencio; sabían que aquél era un día importante.

– Pesa más de seis mil kilos -les dijo alguien.

Joanet, con los ojos como platos, miró a Ramon, el bastaix al que había visto junto a la piedra.

– No -le dijo éste adivinando sus pensamientos-, ésta no la hemos traído nosotros.

El comentario suscitó algunas risas nerviosas que, sin embargo, cesaron enseguida. Arnau y Joanet vieron cómo los hombres desfilaban, miraban la piedra y levantaban la vista hacia lo alto de los andamios; ¡tenían que izar más de seis mil kilos a una altura de treinta metros tirando de maromas!

– Si algo falla… -oyeron que decía uno de ellos mientras se santiguaba.

– Nos pillará debajo -continuó otro haciendo una mueca con los labios.

Nadie estaba parado; hasta el padre Albert, con su extraña indumentaria, se movía inquieto entre ellos, animándolos, golpeándolos en la espalda y charlando atropelladamente. La iglesia vieja se alzaba entre la gente y los andamios. Muchos miraban hacia ella. Ciudadanos de Barcelona empezaron a arremolinarse a cierta distancia de las obras.

Al fin apareció Berenguer de Montagut y, sin dar tiempo a que la gente lo parase o saludase, se encaramó al andamio más bajo y empezó a dirigirse a los congregados. Mientras él hablaba, varios albañiles que lo acompañaban ataron una gran trócola a la piedra. -Como veréis -gritó-, en lo alto del andamio se han montado varios polipastos que nos servirán para izar la clave. Las trócolas, tanto las de arriba como las que están atando a la clave, están compuestas por tres órdenes de poleas compuestos a su vez por tres poleas cada uno. Como ya sabéis, no utilizaremos tornos ni ruedas puesto que en todo momento deberemos dirigir la clave lateralmente. Hay tres maromas que pasan por las poleas, suben hasta arriba y vuelven a bajar hasta el suelo. -El maestro, seguido por un centenar de cabezas, señaló el recorrido de las maromas-. Quiero que os dividáis en tres grupos a mi alrededor.

Los maestros albañiles empezaron a dividir a la gente. Arnau y Joanet se escabulleron hasta la fachada posterior de la iglesia y allí, con la espalda pegada al muro, siguieron los preparativos. Cuando Berenguer comprobó que se habían formado los tres grupos en su derredor, continuó hablando:

– Cada uno de los tres grupos halará de una de las maromas. Vosotros -añadió dirigiéndose a uno de los grupos- seréis Santa María. Repetid conmigo: ¡Santa María! -Los hombres gritaron Santa María-.Vosotros, Santa Clara. -El segundo grupo coreó el nombre de Santa Clara-.Y vosotros, Santa Eulàlia. Me dirigiré a vosotros por esos nombres. Cuando diga ¡todos!, me estaré refiriendo a los tres grupos. Debéis tirar en línea recta, según se os coloque, sin perder la espalda de vuestro compañero y atendiendo las órdenes del maestro que dirigirá cada fila. Recordad: ¡siempre tenéis que estar rectos! Colocaos en fila.

Cada grupo contaba con un maestro albañil que los organizó en fila. Las maromas ya estaban preparadas y los hombres las agarraron. Berenguer de Montagut no les permitió pensar.

– ¡Todos! Empezad a tirar a la orden de ya, suave primero, hasta que notéis la tensión en las cuerdas. ¡Ya!

Arnau y Joanet vieron moverse las filas hasta que las maromas empezaron a tensarse.

– ¡Todos! ¡Con fuerza!

Los niños contuvieron la respiración. Los hombres clavaron los talones en la tierra, empezaron a tirar, y sus brazos, sus espaldas y sus rostros se tensaron. Arnau y Joanet fijaron la mirada en la gran piedra. No se movía.

– ¡Todos! ¡Más fuerte!

La orden resonó en la explanada. Los rostros de los hombres empezaron a congestionarse. La madera de los andamios crujió y la clave se levantó un palmo del suelo. ¡Seis mil kilos!

– ¡Más! -aulló Berenguer sin desviar la atención de la clave.

Otro palmo. Los niños se habían olvidado hasta de respirar.

– ¡Santa María! ¡Más fuerte! ¡Más!

Arnau y Joanet dirigieron la mirada hacia la fila de Santa María. Allí estaba el padre Albert, que cerró los ojos y tiró de la cuerda.

– Así, ¡Santa María!, así. ¡Todos! ¡Más fuerza!

La madera siguió crujiendo. Arnau y Joanet miraron hacia los andamios y después a Berenguer de Montagut, que sólo prestaba atención a la piedra, que ya ascendía, lentamente, muy lentamente.

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