Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Todos juntos! ¡Con fuerza!

Cuando la clave alcanzó la altura del primer andamio, Berenguer ordenó que las filas dejasen de tirar y aguantasen la piedra en el aire.

– ¡Santa María y Santa Eulàlia, aguantad! -ordenó después-, ¡Santa Clara, halad! -La clave se desplazó lateralmente hasta el mismo andamio desde el que Berenguer daba las órdenes-. ¡Todos ahora! Soltad poco a poco.

Todos, incluidos quienes tiraban de las maromas, contuvieron la respiración cuando la clave se posó sobre el andamio, a los pies de Berenguer.

– ¡Despacio! -gritó el maestro de obras.

La plataforma se combó por el peso de la clave.

– ¿Y si cede? -le susurró Arnau a Joanet.

Si cediese, Berenguer…

Aguantó. Sin embargo, aquel andamio no estaba preparado para soportar durante mucho tiempo el peso de la clave. Había que llegar hasta arriba, donde, según los cálculos de Berenguer, los andamios aguantarían. Los albañiles cambiaron las maromas hasta el siguiente polipasto y los hombres volvieron a tirar de las cuerdas. El siguiente andamio y el siguiente; los seis mil kilos de piedra se alzaban hasta el lugar en el que confluirían las nervaduras de los arcos, por encima de la gente, en el cielo.

Los hombres sudaban y tenían los músculos agarrotados. De vez en cuando, alguno caía y el maestro de la fila corría para sacarlo de debajo de los pies de los que lo precedían. Algunos ciudadanos fuertes se habían acercado y cuando alguien no podía más, el maestro elegía a alguno de ellos para que ocupase su puesto.

Desde arriba, Berenguer daba las órdenes, que transmitía a los hombres otro maestro situado en un andamio más bajo. Cuando la clave llegó hasta el último andamio, algunas sonrisas aparecieron entre los labios fuertemente apretados, pero aquél era el momento más difícil. Berenguer de Montagut había calculado el lugar exacto en que debía colocarse la clave para que las nervaduras de los arcos se acoplasen a ella perfectamente. Durante días trianguló con cuerdas y estacas entre las diez columnas, echó plomadas desde el andamio y tensó cuerdas y más cuerdas desde las estacas del suelo hasta arriba del andamio. Durante días garabateó sobre los pergaminos, los raspó y volvió a escribir sobre ellos. Si la clave no ocupaba el lugar exacto, no aguantaría los esfuerzos de los arcos y el ábside podía venirse abajo.

Al final, después de miles de cálculos e infinidad de trazas, dibujó el lugar exacto sobre la plataforma del último andamio. Allí debía colocarse la clave, ni un palmo más allá ni un palmo más acá. Los hombres se desesperaron cuando, a diferencia de lo que había sucedido en las demás plataformas, Berenguer de Montagut no les permitió dejar la clave sobre el andamio y continuó dando órdenes:

– Un poco más, Santa María. No. Santa Clara, tirad, ahora aguantad. ¡Santa Eulàlia!, ¡Santa Clara!, ¡Santa María…! ¡Abajo…!, ¡arriba…! ¡Ahora! -gritó de repente-. ¡Aguantad todos! ¡Abajo! Poco a poco, poco a poco. ¡Despacio!

De repente las maromas dejaron de pesar. En silencio, todos los hombres miraron al cielo, donde Berenguer de Montagut se había acuclillado para comprobar la situación de la clave. Rodeó la piedra, de dos metros de diámetro, se irguió y saludó a los de abajo alzando los brazos.

Arnau y Joanet creyeron notar en sus espaldas, pegadas al muro de la vieja iglesia, el rugido que salió de las gargantas de los hombres que durante horas habían estado tirando de las cuerdas. Muchos se dejaron caer a tierra. Otros, los menos, se abrazaron y saltaron de alegría. Los cientos de espectadores que habían estado siguiendo la operación gritaban y aplaudían, y Arnau sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le erizaba todo el vello del cuerpo.

– Me gustaría ser mayor -le susurró esa noche Arnau a su padre, los dos tumbados en el jergón de paja, rodeados por las toses y ronquidos de esclavos y aprendices.

Bernat intentó adivinar a qué venía aquel deseo. Aquel día, Arnau había llegado exultante y contó mil y una veces cómo se había izado la clave del ábside de Santa María. Hasta Jaume lo escuchó con atención.

– ¿Por qué, hijo?

– Todos hacen algo. En Santa María hay muchos niños que ayudan a sus padres o sus maestros, pero Joanet y yo…

Bernat pasó el brazo por los hombros del niño y lo atrajo hacia sí. Lo cierto era que, salvo cuando se le encomendaba alguna tarea esporádica, Arnau se pasaba el día por ahí. ¿Qué podía hacer que fuera de provecho?

– Te gustan los bastaixos , ¿verdad?

Bernat había sentido el entusiasmo con el que contaba cómo aquellos hombres transportaban las piedras hasta la iglesia. Los niños los seguían hasta las puertas de la ciudad, los esperaban allí y los acompañaban de vuelta, a lo largo de la playa, desde Framenors hasta Santa María.

– Sí -contestó Arnau mientras su padre rebuscaba con el otro brazo por debajo del jergón.

– Toma -le dijo entregándole el viejo pellejo de agua que los había acompañado durante su huida. Arnau lo cogió en la oscuridad-. Ofréceles agua fresca; ya verás como no la rechazan y te lo agradecen.

Al día siguiente, al amanecer, como siempre, Joanet ya lo esperaba a las puertas del taller de Grau. Arnau le enseñó el pellejo, se lo colgó del cuello y corrieron a la playa, a la fuente del Àngel, junto a los Encantes, la única que había en el camino de los bastaixos . La siguiente fuente estaba ya en Santa María.

Cuando los niños vieron que se acercaba la fila de bastaixos , andando lentamente, encorvados por el peso de las piedras, subieron a una de las barcas varadas en la playa. El primer bastaix llegó hasta ellos y Arnau le enseñó el pellejo. El hombre sonrió y se detuvo junto a la barca para que Arnau dejase caer el agua directamente en su boca. Los demás esperaron a que el primero dejara de beber; entonces lo hizo el siguiente. De vuelta a la cantera real, libres de peso, los bastaixos se detenían junto a la barca para agradecerles el agua fresca.

Desde aquel día, Arnau y Joanet se convirtieron en los aguadores de los bastaixos . Los esperaban junto a la fuente del Àngel y cuando había que descargar algún navio y los bastaixos no trabajaban para Santa María, los seguían por la ciudad para continuar dándoles agua sin que tuvieran que soltar los pesados fardos que cargaban a sus espaldas.

No dejaron de acercarse a Santa María para observarla, hablar con el padre Albert o sentarse en el suelo y ver cómo Àngel daba cuenta de su almuerzo. Quienquiera que los observase podía ver en sus ojos un brillo diferente cuando miraban hacia la iglesia. ¡Ellos también ayudaban a construirla! Así se lo habían dicho los bastaixos y hasta el padre Albert.

Con la clave en el cielo, los niños pudieron comprobar cómo de cada una de las diez columnas que la rodeaban empezaban a nacer los nervios de los arcos; los albañiles construyeron unas cerchas sobre las que engarzaban una piedra tras otra y que se alzaban en curva, hacia la clave. Por detrás de las columnas, rodeando las ocho primeras, ya se habían erigido los muros del deambulatorio, con los contrafuertes hacia dentro, metidos en el interior de la iglesia. Entre estos dos contrafuertes, les dijo el padre Albert señalándoles dos de ellos, estaría la capilla del Santísimo, la de los bastaixos , donde descansaría la Virgen.

Porque a la vez que nacían los muros del deambulatorio, a la vez que se empezaban a construir las nueve bóvedas apoyadas en las nervaduras que partían de las columnas, se empezó a derruir la vieja iglesia.

– Por encima del ábside -les contó también el sacerdote mientras Ángel asentía a sus palabras-, se construirá la cubierta. ¿Sabéis con qué se hará? -Los niños negaron con la cabeza-. Con todas las vasijas de cerámica defectuosas de la ciudad. Primero se colocarán unos sillares y sobre ellos todas las vasijas, una al lado de la otra, en filas.Y sobre ellas, la cubierta de la iglesia.

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