Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Charlando y sin dejar de avanzar, Arnau y Joanet recorrieron la costa -Sant Boi, Castelldefels y Garraf-, bajo la atenta mirada de las gentes con las que se cruzaban, las cuales se apartaban del camino y guardaban silencio al paso del sagramental . Hasta el mar parecía respetar a la host de Barcelona y su rumor se apagaba con el paso de aquellos centenares de hombres armados, marchando tras el pendón de Sant Jordi. El sol los acompañó durante toda la jornada y cuando el mar empezó a cubrirse de plata, se detuvieron a hacer noche en la villa de Sitges. El señor de Fonollar recibió en su castillo a los prohombres de la ciudad y el resto del sagramental acampó a las puertas de la villa.

– ¿Habrá guerra? -preguntó Arnau.

Todos los bastaixos lo miraron. El crepitar del fuego rompió el silencio. Joanet, tumbado, dormía con la cabeza apoyada sobre uno de los muslos de Ramon. Algunos bastaixos cruzaron miradas ante la pregunta de Arnau. ¿Habría guerra?

– No -contestó Ramon-. El señor de Creixell no puede enfrentarse a nosotros.

Arnau pareció decepcionado.

– Tal vez sí -trató de contentarlo otro de los prohombres de la cofradía desde el otro lado de la hoguera-. Hace muchos años, cuando yo era joven, más o menos como tú -Arnau estuvo a punto de quemarse por escucharle-, se convocó al sagramental para acudir a Castellbisbal, cuyo señor había retenido un rebaño de ganado, igual que ahora ha hecho el de Creixell. El señor de Castellbisbal no se rindió y se enfrentó al sagramental ; quizá creía que los ciudadanos de Barcelona, mercaderes, artesanos o bastaixos como nosotros, no éramos capaces de luchar. Barcelona tomó el castillo, apresó al señor y a sus soldados, y lo destruyó por entero.

Arnau ya se imaginaba empuñando una espada, subiendo por una escala o gritando victorioso sobre la almena del castillo de Creixell: «¿Quién osa oponerse al sagramental de Barcelona?». Todos los bastaixos repararon en su expresión: el muchacho con la vista perdida en las llamas, tenso, con las manos crispadas sobre un palo con el que antes había jugueteado, atizaba el fuego, vibrando. «Yo, Arnau Estanyol…» Las risas lo transportaron de vuelta a Sitges.

– Ve a dormir -le aconsejó Ramon, que ya se levantaba con Joanet a cuestas.Arnau hizo un mohín-.Así podrás soñar con la guerra -lo consoló el bastaix .

La noche era fresca y alguien cedió una manta para los dos niños.

Al día siguiente, al amanecer, continuaron la marcha hacia Creixell. Pasaron por la Geltrú, Vilanova, Cubelles, Segur y Barà, todos ellos pueblos con castillo, y, desde Barà, se desviaron hacia el interior en dirección a Creixell. Era una población separada poco menos de una milla del mar, situada en un alto en cuya cima se alzaba el castillo del señor de Creixell, una fortificación construida sobre un talud de piedras de once lados, con varias torres defensivas y a cuyo alrededor se hacinaban las casas de la villa.

Faltaban algunas horas para que anocheciera. Los prohombres de las cofradías fueron llamados por los consejeros y el veguer. El ejército de Barcelona se alineó en formación de combate frente a Creixell, con los pendones al frente. Arnau y Joanet caminaban tras las líneas ofreciendo agua a los bastaixos , pero casi todos la rechazaban; tenían la vista fija en el castillo. Nadie hablaba y los niños no se atrevieron a romper el silencio.Volvieron los prohombres y se sumaron a sus respectivas cofradías.Todo el ejército pudo ver cómo tres embajadores de Barcelona se encaminaban hacia Creixell; otros tantos abandonaron el castillo y se reunieron con ellos a mitad de camino.

Arnau y Joanet, como todos los ciudadanos de Barcelona, observaron en silencio a los negociadores.

No hubo batalla. El señor de Creixell había logrado huir a través de un pasadizo secreto que unía el castillo con la playa, a espaldas del ejército. El alcalde de la villa, ante los ciudadanos de Barcelona en formación de combate, dio orden de rendirse a las exigencias de la ciudad condal. Sus convecinos devolvieron el ganado, pusieron en libertad al pastor, aceptaron pagar una fuerte compensación económica, se comprometieron a obedecer y respetar en el futuro los privilegios de la ciudad y entregaron a dos de sus ciudadanos, a los que consideraban culpables de la afrenta y que inmediatamente fueron hechos presos.

– Creixell se ha rendido -anunciaron los consejeros al ejército.

Un murmullo se elevó de las filas de los barceloneses. Los soldados accidentales enfundaron sus espadas, dejaron las ballestas y las lanzas y se desembarazaron de las ropas de combate. Las risas, los gritos y las bromas empezaron a oírse a lo largo de las filas del ejército.

– ¡El vino, niños! -los instó Ramon-. ¿Qué os sucede? -preguntó al verlos parados-. Os habría gustado ver una guerra, ¿verdad?

La expresión de los muchachos fue respuesta suficiente. -Cualquiera de nosotros podría haber resultado herido o incluso muerto. ¿Os hubiera gustado eso? -Arnau y Joanet se apresuraron a negar con la cabeza-. Deberíais verlo de otro modo: pertenecéis a la mayor y más poderosa ciudad del principado y todos tienen miedo de enfrentarse con nosotros. -Arnau y Joanet escucharon a Ramon con los ojos muy abiertos-. Id a por el vino, muchachos. Vosotros también brindaréis por esta victoria.

El pendón de Sant Jordi volvió con honor a Barcelona, y junto a él, los dos niños, orgullosos de su ciudad, de sus conciudadanos y de ser barceloneses. Los presos de Creixell entraron encadenados y fueron exhibidos por las calles de Barcelona. Las mujeres y cuantos se habían agolpado en ella aplaudían al ejército y escupían a los detenidos. Arnau y Joanet acompañaron a la comitiva durante todo el recorrido, serios y altivos, del mismo modo en que, cuando los presos fueron definitivamente encerrados en el palacio del veguer, se presentaron ante Bernat, que, aliviado al ver a su hijo sano y salvo, olvidó la reprimenda que pensaba echarle y escuchó sonriente el relato de sus nuevas experiencias.

12

Habían transcurrido unos meses desde la aventura que los llevó hasta Creixell, pero la vida de Arnau había cambiado poco en ese tiempo. A la espera de cumplir los diez años, edad en que entraría de aprendiz en el taller de su tío Grau, seguía recorriendo junto a Joanet la atractiva y siempre sorprendente Barcelona; daba de beber a los bastaixos y, sobre todo, disfrutaba de Santa María de la Mar, la veía crecer y rezaba a la Virgen, a quien le contaba sus cuitas, recreándose en esa sonrisa que Arnau creía percibir en los labios de la pétrea figura.

Como le había dicho el padre Albert, cuando el altar mayor de la iglesia románica desapareció, se transportó a la Virgen a la pequeña capilla del Santísimo, situada en el deambulatorio, por detrás del nuevo altar mayor de Santa María, entre dos de los contrafuertes de la construcción y cerrada por unas altas y fuertes rejas de hierro. La capilla del Santísimo no gozaba de ningún beneficio que no fuese el de los bastaixos , encargados de cuidarla, de protegerla, de limpiarla y de mantener siempre encendidos los cirios que la iluminaban. Aquélla era su capilla, la más importante del templo, destinada a guardar el cuerpo de Cristo y, sin embargo, la parroquia la había cedido a los humildes descargadores portuarios. Muchos nobles y ricos mercaderes pagarían por construir y constituir beneficios sobre las treinta y tres restantes capillas que se construirían en Santa María de la Mar, les dijo el padre Albert, todas ellas entre los contrafuertes del deambulatorio de las naves laterales, pero aquélla, la del Santísimo, pertenecía a los bastaixos y el joven aguador nunca tuvo problema para acercarse a su Virgen.

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