Una mañana en que Bernat estaba ordenando sus pertenencias bajo el jergón, donde escondía la bolsa en que guardaba los dineros que había salvado en su precipitada huida de la masía, hacía ya casi nueve años, y los pocos que le satisfacía su cuñado -dineros que servirían para que Arnau pudiese salir adelante cuando hubiera aprendido el oficio-, Jaume entró en la habitación de los esclavos. Bernat, extrañado, miró al oficial. No era habitual que Jaume entrase allí.
– ¿Qué…?
– Tu hermana ha muerto -lo interrumpió Jaume.
A Bernat le flaquearon las piernas y cayó sentado sobre el jergón, con la bolsa de monedas en las manos.
– ¿Có…? ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha sucedido? -balbuceó.
– El maestro no lo sabe. Ha amanecido fría.
Bernat dejó caer la bolsa y se llevó las manos al rostro. Cuando las separó y alzó la mirada, Jaume ya había desaparecido. Con un nudo en la garganta, Bernat recordó a la niña que trabajaba los campos junto a él y su padre, a la muchacha que cantaba sin cesar mientras cuidaba de los animales. A menudo Bernat había visto que su padre hacía un alto en sus tareas y cerraba los ojos para dejarse llevar durante unos instantes por aquella voz alegre y despreocupada. Y ahora…
El rostro de Arnau permaneció impasible cuando, a la hora de comer, recibió la noticia de boca de su padre.
– ¿Me has oído, hijo? -insistió Bernat.
Arnau asintió con la cabeza. Hacía un año que no veía a Guiamona, salvo en las ya lejanas ocasiones en que se encaramó al árbol para ver cómo jugaba con sus primos; él estaba allí, espiando, llorando en silencio, y ellos reían y corrían, y nadie… Sintió el impulso de decirle a su padre que no le importaba, que Guiamona no le quería, pero la expresión de tristeza que vio en los ojos de Bernat se lo impidió.
– Padre -dijo Arnau acercándose a él.
Bernat abrazó a su hijo.
– No llores -susurró Arnau con la cabeza pegada a su pecho. Bernat lo apretó contra sí y Arnau respondió cerrando sus brazos alrededor de él.
Estaban comiendo en silencio, junto a los esclavos y aprendices, cuando sonó el primer aullido. Un grito desgarrador que pareció rasgar el aire. Todos miraron hacia la casa.
– Plañideras -dijo uno de los aprendices-; mi madre lo es. Quizá sea ella. Es la que mejor llora de toda la ciudad -añadió con orgullo.
Arnau miró a su padre; sonó otro aullido y Bernat vio cómo su hijo se encogía.
– Oiremos muchos -le avisó-. Me han dicho que Grau ha contratado a muchas plañideras.
Así fue. Durante toda la tarde y toda la noche, mientras la gente acudía a casa de los Puig para dar el pésame, varias mujeres lloraron la muerte de Guiamona. Ni Bernat ni su hijo lograron conciliar el sueño debido a aquel constante zumbido de las plañideras.
– Lo sabe toda Barcelona -le comentó Joanet a Arnau cuando éste logró encontrarlo, por la mañana, entre la muchedumbre que se apiñaba a las puertas de la casa de Grau. Arnau se encogió de hombros-. Todos han venido al funeral -añadió Joanet ante el gesto de su amigo.
– ¿Por qué?
– Porque Grau es rico y a todo aquel que venga a acompañar el duelo le regalará ropa. -Joanet le mostró a Arnau una larga camisa negra-. Como ésta -añadió sonriendo.
A media mañana, cuando toda aquella gente estuvo vestida de negro, el cortejo fúnebre partió en dirección a la iglesia de Nazaret, donde estaba la capilla de San Hipólito, bajo cuya advocación se encontraba la cofradía de los ceramistas. Las plañideras iban junto al féretro, llorando, aullando y arrancándose los cabellos. La iglesia estaba repleta de personalidades: prohombres de diversas cofradías, los consejeros de la ciudad y la mayor parte de los miembros del Consejo de Ciento. Ahora que Guiamona había muerto, nadie se preocupó de los Estanyol, pero Bernat, tirando de su hijo, logró acercarse al lugar en que reposaba su cadáver, donde las sencillas vestimentas regaladas por Grau se mezclaban con sedas y bissós, costosas telas de lino negro. Ni siquiera le dejaron que se despidiera de su hermana.
Desde allí, mientras los sacerdotes oficiaban el funeral, Arnau logró vislumbrar los rostros congestionados de sus primos: Josep y Genis mantenían la compostura, Margarida permanecía erguida, pero sin lograr refrenar el constante temblor de su labio inferior. Habían perdido a su madre, igual que él. ¿Sabrían lo de la Virgen?, se preguntó Arnau; luego desvió la mirada hacia su tío, hierático. Estaba seguro de que Grau Puig no se lo contaría a sus hijos. Los ricos son diferentes, le habían dicho siempre; quizá ellos tuviesen otra manera de encontrar una nueva madre.
Y ciertamente la tenían. Un viudo rico en Barcelona, un viudo con aspiraciones… No había transcurrido aún el período de duelo cuando Grau empezó a recibir propuestas de matrimonio. Y no tuvo reparo en negociarlas. Finalmente, la elegida para convertirse en la nueva madre de los hijos de Guiamona fue Isabel, una muchacha joven y poco agraciada, pero noble. Grau había sopesado las virtudes de todas las aspirantes pero se decidió por la única que era noble. Su dote: un título exento de beneficios, tierras o riquezas, pero que le permitiría acceder a una clase que le había estado vedada. ¿Qué le importaban a él las cuantiosas dotes que le ofrecían algunos mercaderes, deseosos de unirse a la riqueza de Grau? A las grandes familias nobles de la ciudad no les preocupaba el estado de viudedad de un simple ceramista, por rico que fuera; sólo el padre de Isabel, sin recursos económicos, intuyó en el carácter de Grau la posibilidad de una conveniente alianza para las dos partes, y no se equivocó.
– Comprenderás -le exigió su futuro suegro- que mi hija no puede vivir en un taller de cerámica. -Grau asintió-.Y que tampoco puede desposarse con un simple ceramista. -En esta ocasión Grau intentó contestar, pero su suegro hizo un gesto de desdén con la mano-. Grau -añadió-, los nobles no podemos dedicarnos a la artesanía, ¿entiendes? Tal vez no seamos ricos, pero nunca seremos artesanos.
Los nobles no podemos… Grau ocultó su satisfacción al verse incluido. Y tenía razón: ¿qué noble de la ciudad tenía un taller de artesanía? Señor barón; a partir de entonces le tratarían de señor barón, en sus negociaciones mercantiles, en el Consejo de Ciento… ¡Señor barón! ¿Cómo iba un barón de Cataluña a tener un taller artesano?
De la mano de Grau, todavía prohombre de la cofradía, Jaume no tuvo problema alguno en acceder a la categoría de maestro. Trataron el asunto bajo la presión de las prisas de Grau por desposar a Isabel, agobiado por el temor a que esos nobles, siempre caprichosos, se arrepintieran. El futuro barón no tenía tiempo para salir al mercado. Jaume se convertiría en maestro y Grau le vendería el taller y la casa, a plazos. Sólo había un problema:
– Tengo cuatro hijos -le dijo Jaume-.Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… -Grau lo instó a continuar-; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.
La fecha de la boda estaba fijada. Grau, de la mano del padre de Isabel, adquirió un costoso palacete en la calle de Monteada, donde vivían las familias nobles de Barcelona.
– Recuerda -le advirtió su suegro al salir de la recién adquirida propiedad-, no entres en la iglesia con un taller a tus espaldas.
Inspeccionaron hasta el último rincón de su nueva casa; el barón asentía condescendientemente y Grau calculaba mentalmente lo que le costaría llenar todo aquel espacio. Tras los portalones que daban a la calle de Monteada se abría un patio empedrado; enfrente, las cuadras, que ocupaban la mayor parte de la planta baja, junto a las cocinas y los dormitorios de los esclavos. A la derecha, una gran escalinata de piedra, al aire Ubre, subía a la primera planta noble, donde estaban los salones y demás estancias; encima, en el segundo piso, los dormitorios. Todo el palacete era de piedra; los dos pisos nobles con ventanas corridas, ojivales, miraban al patio.
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