Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…

Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.

Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.

– Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste -añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.

El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.

– ¿Sabes qué ha sucedido, madre? -Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo-. No. ¿Cómo ibas a saberlo? -Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza-.Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…

Pero de la ventana no salió brazo alguno.

– ¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…

Joanet volvió la mirada hacia la ventana.

– ¿Madre?

Esperó.

– ¿Madre?

Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.

– ¡Madre! -gritó.

Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.

– ¡Madre! -volvió a gritar alzándose hacia la abertura.

Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.

Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.

– ¿Madre? -repitió.

Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.

– ¿Madre? -susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.

Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.

– Quería contarte una cosa divertida -dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas-. Te hubieras reído -balbuceó ya a su lado.

Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.

– ¿Puedo tocarte?

El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.

– Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.

Joanet estalló en llanto.

Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.

– ¿Y si le ha sucedido algo? -sollozó ella.

– Lo encontraremos -intentó tranquilizarla Bernat.

Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.

Anocheció.

– ¿Joanet?

Joanet volvió a mirar hacia la ventana.

– ¿Joanet? -oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.

– ¿Arnau?

– ¿Qué pasa?

Le contestó desde el interior:

– Ha muerto.

– ¿Por qué no…?

– No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.

«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.

– ¿Qué queréis? -bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.

– Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo -dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante-, amigo de vuestro hijo Joa…

– Yo no tengo ningún hijo -lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.

– Pero tenéis mujer -contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió-. Bueno… -aclaró ante la mirada del calderero-, teníais. Ha muerto.

Ponç no se inmutó.

– ¿Y? -preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.

– Joanet está dentro con ella. -Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz-. No puede salir. -Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.

– ¿Qué pensáis hacer? -insistió Bernat. -Nada -contestó el calderero-. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.

– No podéis dejar a un niño toda la noche…

– En mi casa puedo hacer lo que quiera.

– Avisaré al veguer -lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.

Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.

– Sácalo de allí -le ordenó- y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar Bernat.

– Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años -se le adelantó Ponç-; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.

– ¿Y la madre? -preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.

– La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto -le contestó Ponç con rapidez-. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.

Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.

– El tiempo lo cura todo -le dijo una mañana Bernat a Arnau-. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.

Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.

– Joanet -oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche-, Joanet.

No hubo respuesta.

– Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.

«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.

Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.

– ¿Joanet? -insistió Arnau.

– Así me llamaba mi madre. -Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón-Y ya no está.

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