Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Éste abrió los ojos en varias ocasiones, la miró y volvió a cerrarlos con una sonrisa en los labios. Ella, con sus dos manos, cogió una de las suyas y cada vez que Arnau la miraba, apretaba hasta que él, de nuevo, se entregaba complacido al sueño. Así una y otra vez, como si Arnau quisiera comprobar que su presencia era real.Y ahora… Mar volvió al chamizo y se sentó a los pies del hombre.

Estuvo dos días recorriendo Barcelona, recordando los lugares que habían formado parte de su vida durante tanto tiempo. Poco habían cambiado las cosas durante los cinco años que Guillem había estado en Pisa. Pese a la crisis, la ciudad era un hervidero. Barcelona continuaba abierta al mar, defendida tan sólo por las tasques en las que Arnau varó el ballenero cuando Pedro el Cruel amenazó con su flota las costas de la ciudad condal; mientras, seguía erigiéndose la muralla occidental que había ordenado levantar Pedro III. También continuaba la construcción de las atarazanas reales. Hasta que se terminaran, los barcos varaban y se reparaban o se construían en las viejas atarazanas, a pie de playa, frente a la torre de Regomir. Allí, Guillem se dejó llevar por el fuerte olor del alquitrán con el que los calafates, tras mezclarlo con estopa, impermeabilizaban las naves. Observó el trabajo de los carpinteros de ribera, de los remolares, de los herreros y de los sogueros. Tiempo atrás acompañaba a Arnau a inspeccionar el trabajo de estos últimos para comprobar que en las sogas destinadas a cabos o jarcias no se mezclara cáñamo viejo con el nuevo. Paseaban entre los barcos, solemnemente acompañados por los carpinteros de ribera. Después de comprobar las sogas, Arnau se dirigía, indefectiblemente, hacia los calafates. Despedía a cuantos lo acompañaban y junto a él, observado de lejos por los demás, hablaba en privado con ellos.

«Su labor es esencial; la ley impide que trabajen a destajo», le explicó a Guillem la primera vez. Por eso el cónsul hablaba con los calafates, para saber si alguno de ellos, movido por la necesidad, incumplía aquella norma destinada a garantizar la seguridad de los barcos.

Guillem observó cómo uno de ellos, de rodillas, repasaba minuciosamente la juntura que acababa de calafatear. La imagen le hizo cerrar los ojos. Apretó los labios y movió la cabeza. Habían luchado mucho el uno junto al otro, y ahora Arnau estaba recluido en una cala a la espera de que el inquisidor lo sentenciase a una condena menor. ¡Cristianos! Al menos tenía consigo a Mar…, su niña. Guillem no se extrañó cuando el piloto del laúd, tras dejar a Mar y Arnau, apareció en la alhóndiga y le explicó lo sucedido. ¡Aquélla era su niña!

– Suerte, preciosa -murmuró.

– ¿Cómo decís?

– Nada, nada. Habéis hecho bien. Salid del puerto y volved dentro de un par de días.

El primer día no recibió noticia de Eimeric. El segundo volvió a adentrarse en Barcelona. No podía seguir esperando en la alhóndiga; dejó en ella a sus criados con la orden de que lo buscasen por toda la ciudad si alguien preguntaba por él.

Los barrios de los mercaderes seguían exactamente igual. Barcelona podía recorrerse con los ojos cerrados, con la única guía del característico olor de cada uno de ellos. La catedral, como Santa María o la iglesia del Pi, seguían en construcción, aunque el templo de la mar estaba mucho más avanzado que los otros dos.

Santa Clara estaba en obras y también Santa Anna. Guillem se paró ante cada una de las iglesias para observar el trabajo de carpinteros y albañiles. ¿Y la muralla del mar?, ¿y el puerto? Curiosos aquellos cristianos.

– Preguntan por vos en la alhóndiga -le dijo jadeando uno de los criados el tercer día.

«¿Ya has cedido, Nicolau?», se preguntó Guillem apresurándose hacia la alhóndiga.

Nicolau Eimeric firmó la sentencia en presencia de Guillem, en pie frente a la mesa. Después la selló y se la entregó en silencio.

Guillem cogió el documento y allí mismo empezó a leerlo.

– Al final, al final -lo urgió el inquisidor.

Había obligado al escribano a trabajar toda la noche y no iba a estar todo el día esperando a que aquel infiel la leyera.

Guillem miró a Nicolau por encima del documento y continuó leyendo los razonamientos del inquisidor. O sea que Jaume de Bellera y Genis Puig habían retirado su denuncia; ¿cómo lo habría conseguido Nicolau? El testimonio de Margarida Puig era cuestionado por Nicolau tras tener conocimiento el tribunal de que su familia había sido arruinada debido a los negocios mantenidos con Arnau; y la de Elionor…, ¡no había acreditado la entrega y sumisión obligada de toda mujer a su esposo!

Además, Elionor sostenía que el denunciado había abrazado públicamente a una judía con quien le suponía relaciones carnales, y citaba como testigos de dicho acto público al propio Nicolau y al obispo Berenguer d'Erill. Guillem volvió a observar a Nicolau por encima de la sentencia; el inquisidor sostuvo su mirada. «No es cierto -decía Nicolau- que el denunciado abrazara a ninguna judía en el momento referido por doña Elionor. Ni él ni Berenguer d'Erill, quien también firmaba la sentencia -Guillem pasó entonces a la última página para comprobar la firma y el sello del obispo-, podían corroborar tal denuncia. El humo, el fuego, el bullicio, la pasión, cualquiera de esas circunstancias -continuaba diciendo Nicolau-, puede haber propiciado que una mujer, débil por naturaleza, haya creído presenciar tal situación. Siendo, pues, notoriamente falsa la acusación vertida por doña Elionor en cuanto a la relación de Arnau con una judía, poca credibilidad podía otorgársele al resto de su denuncia.»

Guillem sonrió.

Los únicos hechos que ciertamente podían considerarse punibles eran los denunciados por los sacerdotes de Santa María de la Mar. Las palabras blasfemas habían sido reconocidas por el reo, si bien se había arrepentido de ellas ante el tribunal, objetivo último de todo proceso inquisitorial. Por ello se condenaba a Arnau Estanyol a una multa consistente en la requisa de todos sus bienes, así como a cumplir penitencia durante todos los domingos de un año, frente a Santa María de la Mar, cubierto con el sambenito propio de los condenados.

Guillem terminó de leer los formalismos legales y se fijó en las firmas y sellos del inquisidor y el obispo. ¡Lo había conseguido!

Enrolló el documento y buscó en el interior de sus ropas la carta de pago firmada por Abraham Leví para entregársela a Nicolau. Guillem presenció en silencio cómo éste leía el documento que significaba la ruina de Arnau, pero también su libertad y su vida; de todas formas, tampoco hubiera sabido explicarle nunca de dónde provenía ese dinero y por qué aquella carta de pago había estado escondida durante tantos años.

58

Arnau durmió lo que restaba de día. Al anochecer, Mar encendió una pequeña hoguera con la hojarasca y los leños que los pescadores habían acumulado en el chamizo. El mar estaba en calma. La mujer alzó la mirada al cielo estrellado. Después lo hizo hacia el despeñadero que rodeaba la cala; la luna jugaba con las aristas de las rocas iluminándolas caprichosamente aquí y allá.

Respiró el silencio y saboreó la calma. El mundo no existía. Barcelona no existía, la Inquisición tampoco, ni siquiera Elionor o Joan: sólo ella… y Arnau.

A medianoche oyó ruidos en el interior del chamizo. Se levantó para dirigirse hacia él cuando Arnau salió a la luz de la luna. Ambos se quedaron quietos, a unos pasos de distancia.

Mar estaba entre Arnau y el fuego de la hoguera. El resplandor de las llamas definía su silueta y escondía en sombras sus rasgos. «¿Acaso estoy ya en el cielo?», pensó Arnau. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, las facciones que habían perseguido sus sueños fueron cobrando forma; primero fueron sus ojos, brillantes, ¿cuántas noches había llorado por ellos?; después su nariz, sus pómulos, su mentón… y su boca, aquellos labios… La figura abrió los brazos hacia él y el resplandor de las llamas se coló por sus costados, acariciando un cuerpo delineado a través de unas vestiduras etéreas, cómplices de luz y oscuridad. Lo llamaba.

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