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Ildefonso Falcones: La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar. Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición… La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué queréis? -preguntó el inquisidor mirando al oficial que debería haber estado montando guardia en la antesala y que ahora se encontraba arrinconado, tras la espada de Genis Puig-. ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un soldado del Santo Oficio? -bramó.

Genis apartó la espada y miró a su compañero.

– Llevamos mucho tiempo esperando -contestó el señor de Navarcles.

– No deseo recibir a nadie -dijo Nicolau al oficial, ya libre del acoso de Genis-; os lo he dicho.

El inquisidor hizo un amago de cerrar la puerta, pero Jaume de Bellera se lo impidió.

– Soy un barón de Cataluña -dijo arrastrando las palabras-, y merezco el respeto acorde con mi condición.

Genis asintió a las palabras de su amigo y volvió a interponerse, espada en mano, en el camino del oficial, que intentaba acudir en ayuda del inquisidor.

Nicolau miró a los ojos del señor de Bellera. Podía pedir ayuda; el resto de la guardia no tardaría en acudir, pero aquellos ojos crispados… ¿Quién sabía qué podían hacer dos hombres acostumbrados a imponer su voluntad? Suspiró. Desde luego aquél no parecía el mejor día de su vida.

– Y bien, barón -cedió-, ¿qué queréis?

– Prometisteis condenar a Arnau Estanyol y, en cambio, lo habéis dejado escapar.

– No recuerdo haber prometido nada y en cuanto a que yo lo he dejado escapar… Ha sido vuestro rey, ese cuya nobleza reclamáis para vos, quien no ha acudido en socorro de la Iglesia. Pedidle a él las explicaciones.

Jaume de Bellera balbuceó unas palabras indescifrables y agitó las manos.

– Podéis condenarlo todavía -dijo al fin.

– Ha escapado -alegó Nicolau.

– ¡Nosotros os lo traeremos! -gritó Genis Puig, amenazando aún al oficial pero con la atención puesta en ellos.

Nicolau volvió la mirada hacia el caballero. ¿Por qué tenía que darles explicaciones?

– Os proporcionamos pruebas suficientes de su pecado -intervino Jaume de Bellera-. La Inquisición no puede…

– ¿Qué pruebas? -ladró Eimeric. Aquellos dos pedantes le estaban concediendo la oportunidad de salvar su honra. Si desvirtuaba esas pruebas…-. ¿Qué pruebas? -repitió-. ¿La denuncia de un endemoniado como vos, barón? -Jaume de Bellera trató de intervenir, pero Nicolau se lo impidió moviendo violentamente la mano-. He estado buscando esos documentos que dijisteis que el obispo entregó cuando nacisteis. -Los dos se enfrentaron con la mirada-. No los he encontrado ¿sabéis? Genis Puig dejó caer la mano que sostenía la espada. -Deben de estar en los archivos del obispado -se defendió Jaume de Bellera.

Nicolau se limitó a negar con la cabeza.

– ¿Y vos, caballero? -gritó Nicolau dirigiéndose a Genis-. ¿Qué tenéis vos contra Arnau Estanyol? -El inquisidor reconoció en Genis el miedo de quien esconde la verdad; aquél era su trabajo-. ¿Sabéis que mentir a la Inquisición es un delito? -Genis buscó apoyo en Jaume de Bellera, pero el noble tenía la mirada perdida en algún punto del despacho del inquisidor. Estaba solo-. ¿Qué me decís, caballero? -Genis se movió buscando dónde esconder la mirada-. ¿Qué os hizo el cambista? -se ensañó Nicolau-. ¿Arruinaros quizá?

Genis respondió. Fue sólo un segundo, un segundo en el que miró de reojo al inquisidor. Era eso. ¿Qué podía hacerle un cambista a un caballero sino arruinarlo?

– A mí, no -contestó ingenuamente.

– ¿A vos, no? ¿A vuestro padre entonces?

Genis bajó la vista.

– ¡Habéis intentado utilizar al Santo Oficio mediante la mentira! ¡Habéis denunciado en falso para vuestra venganza personal!

Jaume de Bellera volvió a la realidad azuzado por los gritos del inquisidor.

– Quemó a su padre -insistió Genis en voz casi inaudible.

Nicolau golpeó el aire con la mano abierta. ¿Qué convenía hacer ahora? Detenerlos y someterlos ajuicio sólo supondría mantener vivo un asunto que era preferible enterrar cuanto antes.

– Compareceréis ante el notario y retiraréis vuestras denuncias; en caso contrario… ¿Entendido? -gritó ante la pasividad de ambos. Los dos asintieron-. La Inquisición no puede juzgar a un hombre basándose en falsas denuncias. Id -finalizó, acompañando su orden con un gesto dirigido al oficial.

– Juraste venganza por tu honor -le recordó Genis Puig a Jaume de Bellera cuando se volvían hacia la puerta.

Nicolau oyó la exigencia del caballero. También escuchó la contestación.

– Ningún señor de Navarcles ha incumplido nunca un juramento -afirmó Jaume de Bellera.

El inquisidor general entrecerró los ojos. Ya tenía bastante. Había dejado en libertad a un encausado. Acababa de ordenar a unos testigos que retirasen sus denuncias. Estaba manteniendo tratos comerciales con… ¿un pisano?, ¡ni siquiera sabía con quién! ¿Y si Jaume de Bellera cumplía su juramento antes de que él accediera a la fortuna que le quedaba a Arnau? ¿Mantendría el acuerdo el pisano? Aquel asunto debía silenciarse definitivamente.

– Pues en esta ocasión -bramó a las espaldas de los dos hombres-, el señor de Navarcles incumplirá su juramento.

Los dos se volvieron.

– ¿Qué decís? -exclamó Jaume de Bellera.

– Que el Santo Oficio no puede permitir que dos… -hizo un gesto de desprecio con la mano- seglares pongan en entredicho la sentencia que se ha dictado. Ésa es la justicia divina. ¡No existe otra venganza! ¿Entendéis, Bellera? -El noble dudó-. Como cumpláis vuestro juramento os juzgaré por endemoniado. ¿Me habéis entendido ahora?

– Pero un juramento…

– En nombre de la Santa Inquisición os relevo de él. -Jaume de Bellera asintió-.Y vos -añadió dirigiéndose a Genis Puig-, os cuidaréis mucho de vengar aquello que la Inquisición ya ha juzgado. ¿Me he explicado?

Genis Puig asintió.

El laúd, una pequeña embarcación de diez metros de eslora arbolada con vela latina, había buscado refugio en una recóndita cala de las costas de Garraf, escondida del paso de otras embarcaciones y a la que sólo se podía acceder por mar.

Un chamizo precariamente construido por los pescadores con los desechos que el Mediterráneo arrojaba a la cala rompía la monotonía de las piedras y guijarros grises que peleaban con el sol por devolver la luz y el calor con que las acariciaba.

El piloto del laúd había recibido, junto con una buena bolsa de monedas, órdenes concretas de Guilleni. «Lo dejarás allí con un marinero de confianza, con agua y comida suficiente, y después te dedicarás al cabotaje, pero elige puertos cercanos y regresa a Barcelona al menos cada dos días para recibir instrucciones mías; recibirás más dinero cuando termine todo», le había prometido para ganarse su lealtad. No hubiera sido necesario que lo hiciera: Arnau era querido por la gente de la mar, que lo consideraba un cónsul justo, pero el hombre aceptó aquellos buenos dineros. Sin embargo, no contaba con Mar y la muchacha se negó a compartir los cuidados de Arnau con un marinero.

– Yo me ocuparé de él -le aseguró una vez que desembarcaron en la cala y acomodaron a Arnau bajo el chamizo. -Pero el pisano… -trató de intervenir el piloto.

– Dile al pisano que Mar está con él, y si pone algún inconveniente, vuelve con tu marinero.

Se expresó con una autoridad impropia en una mujer. El piloto la miró e intentó oponerse de nuevo.

– Ve -se limitó a ordenarle.

Cuando el laúd se perdió tras las rocas que protegían la cala, Mar respiró hondo y levantó el rostro al cielo. ¿Cuántas veces se había negado a sí misma aquella fantasía? ¿Cuántas veces, con el recuerdo de Arnau presente, trató de convencerse de que su destino era otro? Y ahora… Miró hacia el chamizo. Seguía durmiendo. Durante la travesía, Mar comprobó que no tuviera fiebre ni estuviera herido. Se sentó junto a la borda, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza de Arnau en alto, sobre ellas.

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