– Estoy seguro de que tanto vos como su majestad harán lo que deban hacer -contestó Guillem.
– El rey tiene muy claro lo que debe hacer: luchar contra el infiel y llevar la cristiandad a todos los rincones del reino, pero la Iglesia…; a menudo es difícil saber cuál es la mejor opción para los intereses de un pueblo sin fronteras. Vuestro amigo, Arnau Estanyol, ha confesado su culpa y esa confesión no puede quedar sin castigo. -Nicolau se detuvo y volvió a escrutar a Guillem. «Debes ser tú», insistió éste con la mirada-. Con todo -continuó el inquisidor ante el silencio de su interlocutor-, la Iglesia y la Inquisición deben ser benevolentes si con esa actitud logran proveer otras necesidades que, a la postre, reviertan en el bien común. Tus amigos, esos que te han mandado, ¿aceptarían una condena menor?
«No voy a negociar contigo, Eimeric -pensó Guillem-. Sólo Alá, loado sea su nombre, sabe lo que podrías obtener si me detuvieras, sólo Él sabe si tras estas paredes hay ojos observándonos y oídos escuchándonos. Tienes que ser tú quien proponga la solución.»
– Nadie pondrá nunca en duda las decisiones de la Inquisición -le contestó.
Nicolau se removió en su silla.
– Has solicitado audiencia privada alegando que podrías tener algo que me interesaba. Has dicho que unos amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que su mayor acreedor renunciase a un crédito por importe de quince mil libras. ¿Qué es lo que quieres, infiel?
– Sé lo que no quiero -se limitó a contestar Guillem.
– Está bien -dijo Nicolau levantándose-. Una condena mínima: sambenito durante todos los domingos de un año en la catedral y tus amigos consiguen la renuncia del crédito.
– En Santa María. -Guillem se sorprendió al oírse, pero las palabras habían surgido de lo más profundo de su ser. ¿Dónde sino en Santa María podía cumplir Arnau la pena de sambenito?
Mar intentó seguir al grupo que transportaba a Arnau, pero la multitud de gente congregada se lo impedía. Recordó las últimas palabras de Aledis: -Cuídalo -le gritó por encima del clamor de la host. Sonreía.
Mar salió a toda prisa, trastabillando de espaldas a la riada humana que la arrastraba.
– Cuídalo mucho -repitió Aledis mientras Mar continuaba mirándola, tratando de esquivar a cuantos le venían de frente-; yo quise hacerlo hace muchos años…
De repente desapareció.
Mar estuvo a punto de caer al suelo y ser pisoteada. «La host no es para las mujeres», le reprochó un hombre que no había tenido reparo alguno en empujarla. Logró darse la vuelta. Buscó los pendones que ya estaban llegando a la plaza de Sant Jaume, al final de la calle del Bisbe. Por primera vez en aquella mañana, Mar dejó de lado las lágrimas y de su garganta salió un grito que acalló los de cuantos la rodeaban. Ni siquiera pensó en Joan. Gritó, empujó, pateó a quienes la precedían y fue abriéndose paso a codazos.
La host se concentró en la plaza del Blat. Mar estaba bastante cerca de la Virgen, la cual, a hombros de los bastaixos , bailaba sobre la piedra del centro de la plaza, pero Arnau… Mar creyó distinguir una discusión entre algunos hombres y los consejeros de la ciudad.
Entre ellos…, sí, allí estaba. Sólo le faltaban unos pasos, pero en la plaza la gente estaba muy apiñada. Arañó en el brazo a un hombre que se negó a apartarse. El hombre desenfundó un puñal y por un instante…; sin embargo, acabó riendo a carcajadas y cediéndole el paso.Tras él tenía que estar Arnau pero cuando le dio la espalda sólo encontró a los consejeros y al prohombre de los bastaixos .
– ¿Dónde está Arnau? -le preguntó jadeante y sudorosa.
El bastaix o, imponente, con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello, bajó la vista para mirarla. Era un secreto. La Inquisición…
– Soy Mar Estanyol -le dijo comiéndose las palabras-. Soy huérfana de Ramon el bastaix . Debiste de conocerlo.
No. No lo había conocido pero había oído hablar de él, de su hija y de que Arnau la había prohijado.
– Corre a la playa -se limitó a decirle.
Mar cruzó la plaza y voló por la calle de la Mar, despejada de gente de la host. Los alcanzó a la altura del consulado; un grupo de seis bastaixos llevaban en volandas a Arnau, todavía aturdido.
Mar quiso abalanzarse sobre ellos, pero antes de que pudiese hacerlo, uno de los bastaixos se interpuso; las instrucciones del pisano habían sido precisas: nadie debía conocer el paradero de Arnau.
– ¡Suéltame! -gritó Mar pataleando en el aire.
El bastaix la tenía cogida por la cintura intentando no dañarla. No pesaba ni la mitad que cualquiera de las piedras o de los fardos que acarreaba todos los días.
– ¡Arnau! ¡Arnau!
¿Cuántas veces había soñado con oír aquel grito? Cuando abría los ojos se veía en volandas, en manos de unos hombres cuyos rostros siquiera lograba distinguir. Lo llevaban a algún lugar, presurosos, en silencio. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaba? ¡Arnau! Sí, era el mismo grito que un día lanzaron en silencio los ojos de una muchacha a la que había traicionado, en la masía de Felip de Ponts.
¡Arnau! La playa. Los recuerdos se confundieron con el rumor de las olas y la brisa de olor salobre. ¿Qué hacía en la playa?
– ¡Arnau!
La voz le llegó lejana.
Los bastaixos se metieron en el agua, en dirección a la barca que debía llevar a Arnau hasta el laúd fletado por Guillem, que esperaba en mitad del puerto. El agua del mar salpicó a Arnau.
– Arnau.
– Esperad -balbuceó intentando erguirse-, esa voz… ¿Quién…?
– Una mujer -contestó uno de ellos-. No causará problemas. Debemos…
Arnau aguantaba en pie, al lado de la barca, agarrado de las axilas por los bastaixos . Miró hacia la playa. «Mar te espera». Las palabras de Guillem silenciaron cuanto le rodeaba. Guillem, Nicolau, la Inquisición, las mazmorras: todo acudió en torbellino a su mente.
– ¡Dios! -exclamó-. Traedla. Os lo ruego.
Uno de los bastaixos se apresuró hasta donde Mar seguía retenida.
Arnau la vio correr hacia él.
Los bastaixos , que también la miraban, dejaron de hacerlo cuando Arnau se soltó de ellos; parecía como si la más suave de las olas pudiera derribarle con sólo lamer sus pantorrillas.
Mar se detuvo ante Arnau, que tenía los brazos caídos; entonces vio una lágrima que caía por su mejilla. Se acercó y la recogió con los labios.
No cruzaron palabra. Ella misma ayudó a los bastaixos a subirlo a la barca.
De nada le serviría enfrentarse al rey de forma tan directa.
Desde que Guillem se había ido, Nicolau andaba de un lado a otro de su despacho. Si Arnau no tenía dinero tampoco le servía de nada sentenciarlo. El Papa nunca lo relevaría de la promesa que le había hecho. El pisano lo tenía atrapado. Si quería cumplir con el Papa…
Unos golpes en la puerta distrajeron su atención, pero tras desviar la mirada hacia ella, Nicolau continuó su camino.
Sí. Una condena menor salvaría su reputación como inquisidor, le evitaría un enfrentamiento con el rey y le proporcionaría el suficiente dinero para…
Los golpes en la puerta se repitieron.
Nicolau volvió a mirar hacia ella.
Le hubiera gustado llevar a la hoguera a aquel Estanyol. ¿Y su madre? ¿Qué había sido de la vieja? Seguro que había aprovechado la confusión…
Los golpes retumbaron en el interior de la estancia. Nicolau, cerca de la puerta, la abrió con violencia.
– ¿Qué…?
Jaume de Bellera, con el puño cerrado, estaba a punto de golpear de nuevo.
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