Nicolau y Berenguer recibieron la noticia todavía en la sala del tribunal: las tropas del rey no acudirían en su defensa y los consejeros amenazaban con asaltar el palacio si no se les permitía entrar.
– ¿Qué quieren?
El oficial miró a Arnau.
– Liberar al cónsul de la Mar.
Nicolau se acercó a Arnau hasta que sus rostros casi llegaron a tocarse.
– ¿Cómo se atreven? -escupió. Después dio media vuelta y volvió a sentarse tras la mesa del tribunal. Berenguer lo acompañó-. Dejadles entrar -ordenó Nicolau.
Liberar al cónsul de la Mar; Arnau se irguió todo lo que sus escasas fuerzas le permitieron. Desde la pregunta que le había hecho su hijo, Francesca tenía la mirada perdida. «Cónsul de la Mar.» Soy el cónsul de la Mar, le dijo a Nicolau con la mirada.
Los cinco consejeros y el prohombre de los bastaixos irrumpieron en el tribunal. Tras ellos, tratando de pasar inadvertido, iba Guillem, que había obtenido permiso del bastaix para acompañarlos.
Guillem permaneció junto a la puerta mientras los otros seis, armados, se plantaban frente a Nicolau. Uno de los consejeros se adelantó al grupo.
– ¿Qué…? -empezó a decir Nicolau.
– La host de Barcelona -lo interrumpió el que se había adelantado, alzando la voz por encima de la del inquisidor- os ordena entregarle a Arnau Estanyol, cónsul de la Mar.
– ¿Osáis dar órdenes a la Inquisición? -preguntó Nicolau.
El consejero no apartó la mirada de Nicolau Eimeric.
– Por segunda vez -advirtió-. La host os ordena entregar al cónsul de la Mar de Barcelona.
Nicolau balbuceó y buscó la ayuda del obispo.
– Asaltarán el palacio -le dijo éste.
– No se atreverán -susurró Nicolau.
– Es un hereje -gritó el inquisidor.
– ¿No deberíais juzgarlo primero? -se oyó desde el grupo de consejeros.
Nicolau los miró con los ojos entrecerrados.
– Es un hereje -insistió.
– Por tercera y última vez, entregadnos al cónsul de la Mar.
– ¿Qué queréis decir con última vez? -intervino Berenguer d'Erill.
– Mirad fuera si queréis saberlo.
– ¡Detenedlos! -saltó el inquisidor haciendo aspavientos hacia los soldados apostados en la puerta.
Guillem se apartó de donde estaba, junto a los soldados. Ninguno de los consejeros se movió. Algunos soldados echaron mano de sus armas, pero el oficial al mando les indicó con un gesto que desistiesen.
– ¡Detenedlos! -insistió Nicolau.
– Han venido a negociar -se opuso el oficial.
– ¿Cómo te atreves…? -empezó a gritar Nicolau, ya en pie.
El oficial lo interrumpió:
– Decidme vos cómo queréis que defienda este palacio y después los detendré; el rey no acudirá en nuestra ayuda. -El oficial hizo un gesto hacia el exterior, desde donde empezaban a llegar gritos del gentío. Después miró al obispo en busca de ayuda.
– Podéis llevaros a vuestro cónsul de la Mar -contestó el obispo-; queda libre.
Nicolau enrojeció.
– ¿Qué decís…? -exclamó cogiendo al obispo por el brazo.
Berenguer d'Erill se zafó de él con un violento movimiento del brazo.
– Vos no tenéis autoridad para entregarnos a Arnau Estanyol -dijo el consejero dirigiéndose al obispo-. Nicolau Eimeric -continuó-, la host de Barcelona os ha concedido tres oportunidades; entregadnos al cónsul de la Mar o ateneos a las consecuencias.
Acompañando las palabras del consejero, una piedra se coló en la estancia y se estrelló en el frontal de la larga mesa tras la que estaban sentados los miembros del tribunal; hasta los dominicos dieron un respingo en sus asientos. El griterío había vuelto a tomar la plaza Nova. Entró otra piedra; el notario se levantó, cogió sus legajos y se refugió en el extremo opuesto. Lo mismo intentaron hacer los frailes negros más cercanos a la ventana, pero un gesto del inquisidor los obligó a interrumpir la huida.
– ¿Estáis loco? -le susurró el obispo.
Nicolau empezó a pasear la mirada por los presentes, hasta encontrarse con la de Arnau; sonreía.
– ¡Hereje! -bramó.
– Ya es suficiente -dijo el consejero dando media vuelta.
– ¡Lleváoslo! -insistió el obispo.
– Sólo hemos venido a negociar -alegó el consejero deteniéndose y alzando la voz por encima del bullicio que llegaba de la plaza-. Si la Inquisición no se pliega a las exigencias de la ciudad y libera al preso, deberá ser la host la que lo haga. Es la ley.
Nicolau, en pie frente a todos ellos, temblaba con los ojos inyectados en sangre y fuera de sus órbitas. Dos nuevas piedras se estrellaron contra las paredes del tribunal.
– Asaltarán el palacio -le dijo el obispo, sin reparo de que le oyeran-. ¡Qué más os da! Tenéis su declaración y sus bienes. Declaradlo hereje igualmente; está condenado a huir de por vida.
Los consejeros y el prohombre de los bastaixos habían alcanzado las puertas del tribunal. Los soldados se hicieron a un lado con el miedo reflejado en sus rostros. Guillem sólo prestaba atención a la conversación entre el obispo y el inquisidor. Mientras,
Arnau continuaba en el centro de la estancia, junto a Francesca, desafiando a Nicolau, que se negaba a mirarlo.
– ¡Lleváoslo! -cedió por fin el inquisidor.
Primero fue la gente de la plaza y después la de las abarrotadas calles adyacentes; todos estallaron en vítores cuando los consejeros aparecieron por la puerta de palacio junto a Arnau. Francesca arrastraba los pies tras ellos; nadie se preocupó de la anciana cuando Arnau la cogió del brazo y la empujó fuera del tribunal. Sin embargo, en la puerta de la sala la había soltado y se había detenido. Los consejeros lo habían instado a continuar el camino. Nicolau, en pie tras la mesa, lo observaba ajeno a la lluvia de piedras que entraba por la ventana; una de ellas impactó en su brazo izquierdo pero el inquisidor ni siquiera se movió.Todos los demás miembros del tribunal se habían refugiado lejos de la pared de la fachada, por la que se colaba la ira de la host.
Arnau se había parado junto a los soldados, pese a las protestas de los consejeros que lo apremiaban.
– Guillem…
El moro se le acercó, lo cogió por los hombros y lo besó en la boca.
– Ve con ellos, Arnau -lo conminó-. Fuera te esperan Mar y tu hermano.Yo todavía tengo cosas que hacer aquí. Después iré a verte.
Pese a los esfuerzos de los consejeros por protegerlo, la gente se abalanzó sobre Arnau en cuanto pisó la plaza; lo abrazaron, lo tocaron y lo felicitaron. Los rostros sonrientes de la gente aparecieron frente a él en una rueda inacabable. Nadie quería apartarse para dejar paso a los consejeros y los rostros le hablaban a gritos.
Los embates de la gente hacían que el grupo de los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos , con Arnau en el centro, fuera de un lado para otro. El griterío penetraba en lo más profundo de Arnau. La sucesión de caras era interminable. Las piernas le empezaron a Saquear. Arnau levantó la vista por encima de las cabezas de la gente pero sólo logró ver una infinidad de ballestas, espadas y puñales alzados al cielo, subiendo y bajando al son de los gritos de la host, una y otra vez, una y otra vez… Quiso apoyarse en los consejeros y cuando empezaba a caer, una pequeña figura de piedra apareció entre el mar de ballestas, danzando igual que ellas.
Guillem había vuelto y su Virgen le sonreía. Arnau cerró los ojos y se dejó llevar en volandas por los consejeros.
Ni Mar ni Aledis ni Joan lograron acercarse a Arnau por más empujones y codazos que propinaron. Lo atisbaron en brazos de los consejeros cuando la Virgen de la Mar y los pendones iniciaron su regreso a la plaza del Blat. Quienes también lo vieron fueron Jaume de Bellera y Genis Puig, mezclados entre la gente. Hasta entonces habían unido sus espadas a las miles de armas que se alzaban contra el palacio del obispo y se habían visto obligados a sumarse a los gritos contra el inquisidor, aunque en su fuero interno rogaban que Nicolau resistiese y que el rey se replantease su postura y acudiese en defensa del Santo Oficio. ¿Cómo era posible que aquel rey por el que tantas veces habían arriesgado su vida…?
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