Francesca vio cómo Aledis se llevaba las manos al rostro y caía de rodillas. La había recogido en Figueras y desde entonces… ¿Moriría sin abrazarla?
El soldado había tensado ya todos los músculos cuando los ojos de Francesca lo atravesaron.
– Las brujas no mueren bajo la espada -lo advirtió con voz serena. El arma tembló en manos del soldado. ¿Qué decía aquella mujer?-. Sólo el fuego purifica la muerte de una bruja. -¿Era cierto aquello? El soldado buscó el apoyo de sus compañeros, pero éstos empezaron a retroceder-. Si me matas con la espada, te perseguiré de por vida, ¡a todos! -Nadie hubiera podido imaginar que de aquel cuerpo brotase el grito que acababan de oír. Aledis levantó la mirada-. Os perseguiré a vosotros -susurró Francesca-, a vuestras esposas e hijos y a los hijos de vuestros hijos, y a sus esposas. ¡Yo os maldigo! -Por primera vez desde que había abandonado el palacio, Francesca prescindió del apoyo de las piedras. Los demás soldados ya habían vuelto al interior; sólo quedaba el de la espada en alto-.Yo te maldigo -le dijo señalándolo-; mátame y tu cadáver no encontrará reposo. Me convertiré en mil gusanos y devoraré tus órganos. Haré míos tus ojos para la eternidad.
Mientras Francesca seguía amenazando al soldado, Aledis se levantó y se acercó a ella. Rodeó su hombro y empezó a andar.
– Tus hijos sufrirán la lepra… -Las dos pasaron bajo la espada del soldado-. Tu esposa se convertirá en la meretriz del diablo…
No volvieron la mirada. El soldado permaneció un rato con la espada en alto, luego la bajó y se volvió hacia las dos figuras que cruzaban lentamente la plaza.
– Vámonos de aquí, hija mía -le dijo Francesca en chanto tomaron la calle del Bisbe, ya desierta.
Aledis tembló.
– Tengo que pasar por el hostal…
– No, no. Vámonos. Ahora. Sin perder un instante.
– ¿Y Teresa y Eulàlia…?
– Ya les mandaremos recado -contestó Francesca apretando contra sí a la muchacha de Figueras.
Al llegar a la plaza de Sant Jaume, bordearon la judería en dirección a la puerta de la Boquería, la más cercana. Caminaban abrazadas, en silencio.
– ¿Y Arnau? -preguntó Aledis. Francesca no contestó.
La primera parte había salido como la había planeado. En aquellos momentos, Arnau debía de estar con los bastaixos, en el pequeño barco de cabotaje que había fletado Guillem. El pacto con el infante don Juan había sido preciso; Guillem recordó sus palabras: «A lo único que se compromete el lugarteniente -le había dicho Francesc de Perellós tras escucharlo- es a no enfrentarse a la host de Barcelona; en ningún caso desafiará a la Inquisición, intentará forzarla a que haga algo o pondrá en duda sus resoluciones. Si tu plan prospera y Estanyol es liberado, el infante no lo defenderá si la Inquisición vuelve a detenerlo o lo condena; ¿está claro?». Guillem asintió y le entregó la carta de pago de los préstamos baratos concedidos al rey. Ahora quedaba la segunda parte: convencer a Nicolau de que Arnau estaba arruinado y de que poco iba a conseguir persiguiéndolo o condenándolo. Podrían haber huido todos a Pisa y dejar los bienes de Arnau en poder de la Inquisición; de hecho ya los tenía, y la condena de Arnau, aun sin su presencia, conllevaría su requisa. Por eso Guillem intentaba engañar a Eimeric; no tenía nada que perder y sí mucho que ganar: la tranquilidad de Arnau; que la Inquisición no lo persiguiera de por vida.
Nicolau lo hizo esperar varias horas, al cabo de las cuales apareció acompañado de un pequeño judío vestido con la obligada levita negra, en la que destacaba una rodela amarilla. El judío llevaba varios libros bajo el brazo y seguía al inquisidor con pasos cortos y rápidos. Evitó mirar a Guillem cuando Nicolau les ordenó a ambos, con un gesto, que entrasen en el despacho.
No los invitó a sentarse. Él sí lo hizo, tras su mesa.
– Si es cierto lo que dices -empezó a hablar dirigiéndose a Guillem-, Estanyol está abatut.
– Vos sabéis que es cierto -dijo Guillem-; el rey no adeuda cantidad alguna a Arnau Estanyol.
– En ese caso, podría hacer llamar al magistrado municipal de cambios -dijo el inquisidor-. Sería irónico que la misma ciudad que lo ha liberado del Santo Oficio lo ejecutase por abatut.
«Eso nunca sucederá -estuvo tentado de contestarle Guillem-; yo tengo la libertad de Arnau; simplemente con presentar la carta de pago de Abraham Leví…» No. Nicolau no lo había recibido para amenazarle con denunciar a Arnau al magistrado municipal. Quería su dinero, el que le había prometido a su papa, el mismo del que aquel judío, con seguridad el amigo de Jucef, le había dicho que podía disponer.
Guillem calló.
– Podría hacerlo -insistió Nicolau.
Guillem abrió las manos y el inquisidor lo escrutó.
– ¿Quién eres? -le preguntó al fin.
– Me llamo…
– Ya, ya -lo interrumpió Eimeric con la mano-; te llamas Sahat de Pisa. Lo que quisiera saber es qué hace un pisano en Barcelona, defendiendo a un hereje.
– Arnau Estanyol tiene muchos amigos, incluso en Pisa.
– ¡Infieles y herejes! -gritó Nicolau.
Guillem volvió a abrir las manos. ¿Cuánto tardaría en sucumbir al dinero? Nicolau pareció entenderlo. Guardó silencio unos instantes.
– ¿Qué tienen que proponer esos amigos de Arnau Estanyol a la Inquisición? -cedió al fin.
– En esos libros -dijo Guillem señalando al pequeño judío, que no había separado la mirada de la mesa de Nicolau- constan apuntes a favor de un acreedor de Arnau Estanyol, una fortuna.
Por primera vez, el inquisidor se dirigió al judío.
– ¿Es cierto?
– Sí -contestó el judío-. Desde el inicio de la actividad hay apuntes a favor de Abraham Leví…
– ¡Otro hereje! -lo interrumpió Nicolau.
Los tres guardaron silencio.
– Continúa -ordenó el inquisidor.
– Esos apuntes se han multiplicado a lo largo de los años. A fecha de hoy podrían ser más de quince mil libras.
Un destello brilló en los ojos entrecerrados del inquisidor. Ni Guillem ni el judío dejaron de advertirlo.
– ¿Y bien? -preguntó dirigiéndose a Guillem.
– Los amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que el judío renunciase a su crédito.
Nicolau se arrellanó en la silla de madera.
– Vuestro amigo -dijo- está en libertad. El dinero no se regala. ¿Por qué iba alguien, por más amigo que sea, a ceder quince mil libras?
– Arnau Estanyol solamente ha sido liberado por la host.
Guillem recalcó el solamente; Arnau podía seguir considerándose sometido al Santo Oficio. Había llegado el momento. Lo había estado sopesando durante las horas de espera en la antesala, mientras miraba las espadas de los oficiales de la Inquisición. No debía menospreciar la inteligencia de Nicolau. La Inquisición no tenía jurisdicción sobre un moro… salvo que Nicolau demostrase que la había atacado directamente. Nunca podía proponer un pacto a un inquisidor. Debía de ser Eimeric quien lo ofreciera. Un infiel no podía intentar comprar al Santo Oficio.
Nicolau lo instó con la mirada a continuar. «No me pillarás», pensó Guillem.
– Quizá tengáis razón -dijo-. Lo cierto es que no hay una razón lógica, una vez liberado Arnau, para que alguien aporte tal cantidad de dinero. -Los ojos del inquisidor se convirtieron en estrechas rendijas-. No comprendo por qué me han mandado aquí; me dijeron que vos entenderíais, pero comparto vuestra acertada opinión. Siento haberos hecho perder el tiempo.
Guillem esperó a que Nicolau se decidiese. Cuando el inquisidor se irguió en la silla y abrió los ojos, Guillem supo que había ganado.
– Idos -le ordenó al judío. Tan pronto como el hombrecillo cerró la puerta, Nicolau continuó, pero siguió sin ofrecerle asiento-.Vuestro amigo está libre, es cierto, pero el proceso en su contra no ha finalizado. Tengo su confesión. Aun libre, puedo sentenciarlo como hereje relapso. La Inquisición -continuó como si hablase para sí- no puede ejecutar las sentencias de muerte; tiene que ser el brazo secular, el rey. Vuestros amigos -añadió dirigiéndose a Guillem- deben saber que la voluntad del rey es voluble. Quizá algún día…
Читать дальше