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Ildefonso Falcones: La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar. Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición… La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Arnau acudió a la llamada. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba? ¿De verdad se trataba de Mar? Encontró la respuesta al coger sus manos, en la sonrisa que se abría a él, en el cálido beso que recibió en los labios.

Después, Mar se abrazó a Arnau con fuerza y el mundo volvió a la realidad. «Abrázame», oyó que le pedía. Arnau rodeó la espalda de la muchacha y apretó su cuerpo contra el de la joven. La oyó llorar. Sintió los espasmos de su pecho contra el suyo y le acarició la cabeza meciéndola con suavidad. ¿Cuántos años habían tenido que transcurrir para disfrutar de aquel momento? ¿Cuántos errores había llegado a cometer?

Arnau separó la cabeza de Mar de su hombro y la obligó a mirarlo a los ojos.

– Lo siento -empezó a decirle-, siento haberte entregado… -Calla -lo interrumpió ella-. No existe el pasado. No hay nada que perdonar. Empecemos a vivir desde hoy. Mira -le dijo separándose y cogiéndole de una mano-, el mar. El mar no sabe nada del pasado. Ahí está. Nunca nos pedirá explicaciones. Las estrellas, la luna, ahí están y siguen iluminándonos, brillan para nosotros. ¿Qué les importa a ellas lo que haya podido suceder? Nos acompañan y son felices por ello; ¿las ves brillar? Titilan en el cielo; ¿lo harían si les importara? ¿Acaso no se levantaría una tempestad si Dios quisiera castigarnos? Estamos solos, tú y yo, sin pasado, sin recuerdos, sin culpas, sin nada que pueda interponerse en nuestro… amor.

Arnau mantuvo la vista en el cielo, después lo hizo en el mar, en las pequeñas olas que arribaban suavemente hasta la cala sin ni siquiera llegar a romper. Miró la pared de roca que los protegía y se balanceó en el silencio.

Se volvió hacia Mar sin soltar su mano. Tenía algo que contarle, algo doloroso, algo que había jurado ante la Virgen tras la muerte de su primera esposa y a lo que no podía renunciar. Mirándola a los ojos, en un susurro, se lo explicó. Cuando terminó el relato, Mar suspiró.

– Sólo sé que no pienso volver a abandonarte, Arnau. Quiero estar contigo, cerca de ti… En las condiciones que tú propongas.

Al amanecer del quinto día llegó un laúd, del que sólo desembarcó Guillem. Los tres se encontraron en la orilla. Mar se separó de los dos hombres para permitir que se fundieran en un abrazo.

– ¡Dios! -sollozó Arnau.

– ¿Qué Dios? -preguntó Guillem con un nudo en la garganta, apartando a Arnau y mostrando en una sonrisa su blanca dentadura.

– El de todos -contestó Arnau sumándose a su alegría.

– Ven aquí, mi niña -dijo Guillem abriendo un brazo.

Mar se acercó a los dos y los abrazó por la cintura.

– Ya no soy tu niña -le dijo ella con una picara sonrisa.

– Siempre lo serás -corrigió Guillem.

– Siempre lo serás -confirmó Arnau.

De tal guisa, los tres abrazados, fueron a sentarse alrededor de los restos de la hoguera de la noche anterior.

– Eres libre, Arnau -le comunicó Guillem nada más acomodarse en el suelo; le tendió la sentencia.

– Dime qué dice -le pidió Arnau negándose a cogerla-. Nunca he leído un documento que viniera de ti.

– Dice que se requisan tus bienes… -Guillem miró a Arnau, pero no observó reacción alguna-.Y que se te condena a pena de sambenito durante todos los domingos de un año ante las puertas de Santa María. Por lo demás, la Inquisición te deja en libertad.

Arnau se imaginó descalzo, vestido con una túnica de penitente hasta los pies con dos cruces pintadas, antes las puertas de su iglesia.

– Debí suponer que lo conseguirías cuando te vi en el tribunal, pero no estaba en condiciones…

– Arnau -lo interrumpió Guillem-, ¿has oído lo que he dicho? La Inquisición requisa todos tus bienes.

Arnau guardó silencio durante unos instantes.

– Estaba muerto, Guillem -contestó-; Eimeric iba a por mí. Y por otra parte, habría dado todo lo que tengo…, tenía -se corrigió cogiendo a Mar de la mano- por estos últimos días.

– Guillem desvió la mirada hacia Mar y se encontró con una amplia sonrisa y unos ojos brillantes. Su niña; sonrió a su vez-. He estado pensando…

– ¡Traidor! -le reprochó Mar con un mohín simpático.

Arnau palmeó la mano de la muchacha.

– Por lo que recuerdo, debió de costar mucho dinero que el rey no se enfrentara a la host.

Guillem asintió.

– Gracias -dijo Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Bien -añadió Arnau decidiendo romper el hechizo-, ¿y a ti? ¿Cómo te ha ido durante estos años?

Con el sol ya en lo alto, los tres se dirigieron hacia el laúd tras hacer señales al marinero para que se acercase a la cala. Arnau y Guillem embarcaron.

– Sólo un momento -les pidió Mar.

La muchacha se volvió hacia la cala y miró el chamizo. ¿Qué le esperaba ahora? La pena de sambenito, Elionor…

Mar bajó la mirada.

– No te preocupes por ella -la consoló Arnau acariciándole el cabello-; sin dinero no nos molestará. El palacio de la calle de Monteada forma parte de mi patrimonio, por lo que ahora pertenece a la Inquisición. Sólo le queda Montbui. Tendrá que marcharse allí.

– El castillo -murmuró Mar-. ¿Se lo quedará la Inquisición?

– No. El castillo y las tierras nos fueron entregadas en dote por el rey. La Inquisición no puede requisarlas como patrimonio mío.

– Lo siento por los payeses -murmuró Mar recordando el día en que Arnau derogó los malos usos.

Nadie habló de Mataró, de la masía de Felip de Ponts.

– Saldremos adelante…-empezó a decir Arnau.

– ¿De qué hablas? -lo interrumpió Guillem-.Tendréis todo el dinero que necesitéis. Si quisierais, podríamos volver a comprar el palacio de la calle Monteada.

– Ese es tu dinero -negó Arnau.

– Ése es nuestro dinero. Mirad -les dijo a ambos-, no tengo a nadie aparte de vosotros. ¿Que voy a hacer yo con el dinero que he conseguido gracias a tu generosidad? Es vuestro.

– No, no -insistió Arnau.

– Vosotros sois mi familia. Mi niña… y el hombre que me dio la libertad y riqueza. ¿Significa eso que no me queréis en vuestra familia?

Mar alargó el brazo para tocar a Guillem. Arnau balbuceó:

– No… No quería decir eso… Por supuesto…

– Pues el dinero va conmigo -volvió a interrumpirlo Guillem-. ¿O quieres que se lo ceda a la Inquisición?

La pregunta robó una sonrisa a Arnau.

– Y tengo grandes proyectos -añadió Guillem.

Mar continuó mirando hacia la cala. Una lágrima cayó por su mejilla. No se movió. Llegó hasta sus labios y se perdió en la comisura. Volvían a Barcelona. A cumplir una condena injusta, con la Inquisición, con Joan, el hermano que lo había traicionado…Y con una esposa a la que despreciaba y de la que no podía liberarse.

59

Guillem había alquilado una casa en el barrio de la Ribera. Evitó el lujo, pero la casa era suficientemente amplia para acoger a los tres; con una habitación para Joan, pensó Guillem cuando dio las oportunas instrucciones. Arnau fue recibido con cariño por las gentes de la playa cuando desembarcó del laúd en el puerto de Barcelona. Algunos mercaderes que vigilaban el transporte de sus mercaderías o transitaban por las cercanías de la lonja lo saludaron con un movimiento de cabeza.

– Ya no soy rico -le comentó a Guillem sin dejar de andar y devolviendo los saludos.

– Cómo corren las noticias -le contestó éste. Arnau había dicho que lo primero que quería hacer al desembarcar era visitar Santa María para agradecerle a la Virgen su liberación; sus sueños habían pasado de la confusión a la nitidez de la pequeña figura saltando por encima de las cabezas de la gente mientras él era llevado en volandas por los consejeros de la ciudad. Sin embargo, su trayecto se vio interrumpido al pasar por la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous. La puerta y las ventanas de su casa, de su mesa de cambios, estaban abiertas de par en par. Frente a ella había un grupo de curiosos que se hicieron a un lado cuando vieron llegar a Arnau. No entraron. Los tres reconocieron algunos de los muebles y efectos que los soldados de la Inquisición amontonaban sobre un carro junto a la puerta: la larga mesa, que sobresalía del carro y había sido atada con cuerdas, el tapete rojo, la cizalla para cortar la moneda falsa, el abaco, los cofres…

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