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Ildefonso Falcones: La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar. Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición… La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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La aparición de una figura de negro que anotaba los enseres desvió la atención de Arnau. El dominico dejó de apuntar y clavó la mirada en él. La gente guardó silencio mientras Arnau reconocía aquellos ojos: eran los que lo habían escrutado durante los interrogatorios, tras la mesa, junto al obispo.

– Carroñeros -musitó.

Eran sus pertenencias, su pasado, sus alegrías y sus sinsabores. Jamás hubiera pensado que presenciar cómo le expoliaban… Nunca había dado importancia a sus bienes, y, sin embargo, se llevaban toda una vida.

Mar notó sudor en la mano de Arnau.

Alguien, desde atrás, abucheó al fraile; inmediatamente, los soldados dejaron los enseres y desenvainaron sus armas. Tres soldados más aparecieron desde el interior con las armas ya en la mano.

– No permitirán otra humillación a manos del pueblo -advirtió Guillem tirando de Mar y Arnau.

Los soldados arremetieron contra el grupo de curiosos, que salió corriendo en todas direcciones. Arnau se dejó llevar por Guillem, mirando hacia atrás, con la vista puesta en el carro.

Olvidaron Santa María, hasta cuyo portal llegaron algunos de los soldados que perseguían a la gente. La rodearon apresuradamente para llegar a la plaza del Born y, desde allí, a su nueva casa.

La noticia del regreso de Arnau corrió por la ciudad. Los primeros en presentarse fueron unos missatges del consulado. El oficial no se atrevió a mirar a Arnau a la cara. Cuando se dirigió a él lo hizo utilizando su título, «muy honorable», pero debía entregarle la carta por la que el Consejo de Ciento de la ciudad lo destituía de su cargo. Tras leerla, Arnau ofreció su mano al oficial, quien entonces sí levantó la mirada.

– Ha sido un honor trabajar con vos -le dijo.

– El honor ha sido mío -contestó Arnau-. No quieren pobres -les comentó a Guillem y Mar cuando oficial y soldados abandonaron la casa.

– De eso tenemos que hablar -intervino Guillem.

Pero Arnau negó con la cabeza. Todavía no, adujo.

Muchas otras personas pasaron por la nueva casa de Arnau. A algunas, como el prohombre de la cofradía de los bastaixos , las recibió Arnau; otras, de condición humilde, se limitaron a expresar sus mejores deseos a los criados que les atendían.

El segundo día se presentó Joan. Desde que tuvo noticia de la llegada de Arnau a Barcelona, Joan no había dejado de preguntarse qué le habría contado Mar. Cuando la incertidumbre se le hizo insoportable, decidió enfrentarse a sus miedos e ir a ver a su hermano.

Arnau y Guillem se levantaron cuando Joan entró en el comedor. Mar continuó sentada, junto a la mesa.

«¡Quemaste el cadáver de tu padre!» La acusación de Nicolau Eimeric resonó en los oídos de Arnau tan pronto como vio aparecer a Joan. Había tratado de no pensar en ello.

Desde la puerta del comedor, Joan balbuceó algunas palabras; después anduvo los pasos que lo separaban de Arnau con la cabeza gacha.

Arnau entrecerró los ojos.Venía a disculparse. ¿Cómo pudo su hermano…?

– ¿Cómo pudiste hacerlo? -le soltó cuando Joan llegó hasta él.

Joan desvió la mirada de los pies de Arnau hasta Mar. ¿Acaso ella no le había castigado lo suficiente? ¿Tenía que contarle a Arnau…? La muchacha, sin embargo, parecía sorprendida.

– ¿A qué has venido? -preguntó Arnau con voz fría.

Buscó una excusa desesperadamente…

– Hay que pagar los gastos del hostal -se oyó decir a sí mismo.

Arnau golpeó el aire con la mano y se dio la vuelta hasta darle la espalda.

Guillem llamó a uno de sus criados y le dio una bolsa de dinero.

– Acompaña al fraile a liquidar la cuenta del hostal -ordenó.

Joan buscó ayuda en el moro pero éste ni siquiera parpadeó. Desanduvo el camino hasta la puerta y desapareció por ella.

– ¿Qué ha sucedido entre vosotros? -preguntó Mar tan pronto como Joan abandonó el comedor.

Arnau guardó silencio. ¿Deberían saberlo? ¿Cómo explicarles que quemó el cadáver de su propio padre y que su hermano lo había denunciado a la Inquisición? Él era el único que lo sabía.

– Olvidemos el pasado -contestó finalmente-, al menos la parte que podamos.

Mar se quedó en silencio durante unos instantes; después asintió.

Joan abandonó la casa tras el esclavo de Guillem. Durante el trayecto al hostal, el joven tuvo que volverse en varias ocasiones hacia el dominico, puesto que éste se quedaba parado en la calle, con la mirada perdida. Habían tomado el camino que llevaba a la alhón-diga, el que conocía el muchacho.

En la calle Monteada, sin embargo, el esclavo no consiguió que Joan le siguiera. El fraile permanecía inmóvil ante los portalones del palacio de Arnau.

– Ve tú a pagar -le dijo Joan liberándose de los tirones del muchacho-.Yo tengo que cobrarme otra deuda -murmuró para sí.

Pere, el viejo esclavo, le condujo a presencia de Elionor. Lo repetía en un susurro desde que cruzó el umbral; su tono de voz aumentó mientras subía la escalinata de piedra, con Pere, que se volvía extrañado hacia él, y lo soltó con voz atronadora cuando estuvo frente a Elionor, antes de que ésta pudiera decir nada:

– ¡Sé que has pecado!

La baronesa, en pie en el salón, lo miró, altanera.

– ¿Qué estupideces dices, fraile? -replicó.

– Sé que has pecado -repitió Joan.

Elionor soltó una carcajada antes de darle la espalda.

Joan observó el traje de rico brocado que vestía la mujer. Mar había sufrido. Él había sufrido. Arnau… Arnau tenía que haber sufrido tanto como ellos.

Elionor continuaba riendo de espaldas.

– ¿Quién te crees que eres, fraile?

– Soy un inquisidor del Santo Oficio -contestó Joan-Y en tu caso no necesito confesión alguna.

Elionor se volvió en silencio ante la frialdad de las palabras de Joan. Vio que tenía una lámpara de aceite en la mano.

– ¿Qué…?

No le dio tiempo a terminar. Joan lanzó la lámpara contra su cuerpo. El aceite impregnó sus lujosas vestiduras y prendió al instante.

Elionor aulló.

Toda ella se había convertido en una antorcha cuando el anciano Pere acudió en ayuda de su señora, llamando a gritos al resto de los esclavos. Joan vio que descolgaba un tapiz para echarlo sobre Elionor. Apartó al esclavo de un manotazo, pero en la puerta del salón ya se agolpaban otros criados, con los ojos desorbitados.

Alguien pidió agua.

Joan observó a Elionor, que había caído de rodillas, envuelta en llamas.

– Perdóname, Señor -balbuceó.

Entonces buscó otra lámpara. La cogió y con ella en la mano se acercó a Elionor. Los bajos de su hábito prendieron.

– ¡Arrepiéntete! -gritó antes de que el fuego lo envolviera.

Dejó caer la lámpara sobre Elionor y se arrodilló a su lado.

La alfombra sobre la que estaban empezó a arder con fuerza. Algunos muebles lo hacían también.

Cuando los esclavos aparecieron con el agua, se limitaron a arrojarla desde las puertas del salón. Después, tapándose el rostro, huyeron de la densa humareda.

60

15 de agosto de 1384

Festividad de la Asunción

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

Habían transcurrido dieciséis años.

Desde la plaza de Santa María, Arnau levantó la mirada al cielo. El repicar de las campanas de la iglesia llenaba toda Barcelona. El vello de sus brazos respondió a la música y se erizó; un escalofrío recorrió su cuerpo al son de las cuatro campanas. Había visto cómo alzaban las cuatro, mientras deseaba acercarse para tirar de las sogas junto a los jóvenes: la Assumpta, la más grande, de ochocientos setenta y cinco kilos; la Conventual, la mediana, de seiscientos cincuenta; la Andrea, de doscientos, y la Vedada, la más pequeña, de cien, en lo alto de la torre.

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