Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Aunque llevaban granadas prendidas en los correajes, no parecía que aquellos chicos fueran camino de la guerra y de la muerte, y en realidad no lo iban: en aquella radiante tarde veraniega del 24 de julio, la columna Durruti marchaba hacia el futuro, hacia el triunfo de la Revolución y hacia la felicidad histórica.
La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en el ser humano; a la creencia de que en la tierra puede existir el Paraíso, es decir, una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño se moriría de hambre. Hoy ya no creemos en la posibilidad de alcanzar una ventura semejante. Digo los occidentales. Los orgullosos ciudadanos del llamado Primer Mundo. No creemos en la felicidad porque ya no necesitamos esa fe. Sólo los pueblos miserables y paupérrimos necesitan creer en la posibilidad de alcanzar el Paraíso. De otro modo, ¿cómo podrían soportar tanto sufrimiento? Los milicianos de la columna Durruti salían a recoger esa felicidad, la dicha prometida y al fin llegada, la que se les debía a los pobres y a los desheredados desde hacía milenios, la que se habían ganado, día a día, con su dolor.
Soy un viejo idiota. Por eso se me humedecen los ojos ahora. Nos sucede mucho a los octogenarios: lloriqueamos por cualquier nimiedad como perros falderos con moquillo. Bien, lo admito, me ha emocionado. Creía que ya no dolía, pero aún duele. Recordar aquella entrega, todo aquel entusiasmo. La entereza anónima de tantas y de tantos. Y la justicia histórica: porque era cierto que se nos debía la felicidad. Pero enseguida comenzó el horror y nos ahogó la sangre; y ese horror se prolongaría durante varias décadas. Toda guerra es abominable; las guerras civiles son, además, perversas. Ya lo habéis visto ahora en Yugoslavia. En España fue también así. Violencia y crueldad hasta la náusea. En la zona republicana, la fragmentación del poder y el caos de las luchas intestinas dificultaron el control de los excesos. En la zona nacional, las atrocidades las cometía un ejército regular y disciplinado con el beneplácito de las autoridades. Para mí esto implica un grado y una diferencia, pero no creo que estas sutilezas morales le importen mucho al hombre al que le cortan lentamente las orejas antes de darle un tiro en la cabeza. Con el tiempo he aprendido que un muerto es un muerto en todas partes.
El sueño se acabó muy pronto para mí. Yo estaba en Bilbao, adonde había conseguido llegar con mis fusiles, cuando en enero de 1937 los bombarderos alemanes arrasaron la ciudad. La gente, que ya estaba muerta de hambre por el asedio, enloqueció de rabia y de miedo. Turbas desaforadas se echaron a la calle, dispuestas a asaltar las prisiones de los presos políticos. El Gobierno mandó entonces un batallón de la UGT para defender las cárceles, pero los soldados se contagiaron de la locura de la sangre y se unieron a la chusma. En la prisión de Laronga, el batallón de la UGT asesinó a 94 presos; en el convento del Ángel Custodio, a 96. Rematados a golpes, como alimañas. Yo asistí a la fase final del asalto al convento, horrorizado, e intenté detener, inútilmente, a un par de cenetistas a los que reconocí entre el populacho. Oí decir que iban a dirigirse después al convento de las Carmelitas, también convertido en cárcel provisional para presos políticos, y corrí hacia allí para avisarles. Dentro del edificio, ya muy asustados por los rumores de la carnicería, había seis guardias vascos dispuestos a resistir. Decidimos sacar a los presos de sus celdas, y entre todos construimos una gran barricada en la escalera con los muebles. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya empezaban a llegar los linchadores. Sólo disponíamos de siete armas de fuego, las de los seis guardias y la mía, y enfrente teníamos un batallón perfectamente equipado y una horda de salvajes provista de los artefactos de matar más variopintos. Pensé que había llegado mi hora y me maldije: ¿cómo se me había ocurrido meterme en ese lío? Los guardias vascos, a fin de cuentas, no tenían más remedio que actuar así, había sido cosa de su destino, estaban moralmente obligados a defender a los presos. Pero yo, ¿qué pintaba yo en esa masacre? ¿Quién me mandaba a mí ponerme quijotesco y dejarme el pellejo por un puñado de fascistas? Aunque en realidad yo no lo hacía por ellos. Lo hacía por nosotros. Entonces sucedió algo increíble. Uno de los presos, un tipo con buena cabeza y con conocimientos técnicos, tuvo el ingenio de manipular el anticuado y precario tendido eléctrico del convento, de manera que, en un momento dado, consiguió hacer estallar al unísono todas las bombillas del edificio. La muchedumbre, histérica como estaba, creyó que volvían a bombardear los alemanes, y salió corriendo; y de esa manera tan chusca salvamos la vida. He de decir que el Gobierno republicano quedó consternado ante la atrocidad de los hechos; arrestaron a numerosos milicianos, y seis integrantes del batallón de la UGT fueron condenados a muerte y ejecutados. Además, se levantó la censura de guerra de los periódicos, para que pudiesen sacar la noticia de la masacre y la vergüenza pública sirviera de escarmiento. Pero a mí el horrible espectáculo me había dejado sobrecogido, desfondado. Creo que fue entonces cuando empezó a flaquear mi fe en la felicidad histórica. Recuerdo que pensé: hemos perdido la revolución, vamos a perder la guerra. Y si ganamos, será como si la hubiéramos perdido.
Apenas un mes antes había muerto Durruti. Le habían mandado con su columna a defender el frente de Madrid, que estaba en situación crítica bajo el acoso de los nacionales. Yo creo que lo enviaron allí para librarse de él: no era un líder cómodo, era demasiado puro, demasiado honesto, estaba demasiado empeñado en la revolución. Así es que le destinaron a un lugar imposible, sin que sus hombres pudieran descansar, sin equipamiento suficiente. Un superviviente de la columna Durruti me dio, muchos meses después, una carta que Buenaventura me había escrito y que no había podido llegar a enviar. Era una carta sencilla, tal y como él era. Hablaba de los políticos cabezas duras, de las dificultades de abastecimiento que encontraba, de que había llorado de rabia en el frente de Bujaraloz porque se habían quedado sin municiones y tuvieron que defenderse con granadas de mano. «La guerra es una porquería -escribía-; no sólo derriba casas, sino también los principios más elevados.» Y al final decía: «Cuídate, Fortunita. Te necesito.»
El compañero que me trajo la carta me repitió las palabras que Durruti había dicho a sus milicianos cuando les informó de que se iban a combatir por la capital: «La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid.» Bien, son palabras demasiado adecuadas a la realidad histórica para parecer ciertas. Tal vez no fueran exactamente así, tal vez se acuñaran después, dentro del mito postumo. Pero suenan a él. Suenan a ese maldito bruto cabezota. En cualquier caso, se dejaron matar. En la semana del 13 al 19 de noviembre de 1936 murió el 60 por 100 de esa columna Durruti que había salido apenas cuatro meses antes de Barcelona tan confiada y arrogante. Y el 21 de noviembre murió Buenaventura. Su muerte estuvo envuelta en raras circunstancias; se dijo que lo habían asesinado los comunistas, o que lo habían matado los propios anarquistas, cuando Durruti les recriminó que huyeran del frente. Todo es posible, desde luego, pero con los años, tras haber hablado con los testigos del suceso y con los testigos de los testigos, me inclino a creer una versión más patética y estúpida de la historia. Durruti iba hacia el frente con tres compañeros, y al salir del coche se le disparó accidentalmente el fusil y se mató. Fue un accidente absurdo, antiheroico, ridículo. Y si es malo perder al líder carismático en un frente de combate que se derrumba, peor aún es perderlo por su propia torpeza, como un idiota. Por eso mintieron y dijeron que lo había acabado una bala enemiga. Para estimular a los desmayados milicianos a la venganza.
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