Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Bien, ahora nosotros por lo menos íbamos a hacer algo: nos marchábamos a Amsterdam a buscar la verdad. Porque ya no era Ramón, o no era sólo Ramón, lo que estaba en juego. Tuve que admitir la evidencia en el aeropuerto, mientras revivía, con cierto escalofrío, la desaparición de mi marido; y durante el vuelo, mientras yo fingía dormitar y Adrián y Félix discutían; y en el taxi, camino del barato y deprimente hotel donde nos alojamos, cercano a las calles de escaparates de las putas. Lo que ahora me movía era el afán de desentrañar la verdad, si es que tal cosa existe y tiene entrañas. Sí, quería recuperar a Ramón, y socorrerle, en el supuesto de que le hiciera falta ser socorrido. Pero también necesitaba saber qué había hecho mi marido para acabar así; cuál era su implicación con Orgullo Obrero; cómo era en realidad aquel Ramón con quien conviví más de diez años; por qué me dejé engañar tan fácilmente. Quién era, en fin, esta Lucía Romero que habitaba en la inopia.

La mañana de nuestro primer día en Amsterdam amaneció oscura como (¿por qué siempre dicen «como boca de lobo»? Pobres lobos, de colmillos resplandecientes y lenguas rosadas), oscura como boca de urinario subterráneo. Hacía un frío extremado y una desagradable aguanieve hería las mejillas. Amsterdam, tan hermosa como siempre, mostraba un aspecto solemne y sepulcral bajo el cielo de plomo. Las calles estaban vacías, los canales negros y revueltos, y en cualquier esquina podía estarse cometiendo un asesinato. Salimos del hotel envueltos en lúgubres presagios. Esas eran mis sensaciones, por lo menos; a Félix se le veía animado y verborreico. Tal vez fueran los nervios.

La Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba a dos minutos de Rokin, la arteria principal de los comerciantes de diamantes. Comerciantes legales, con joyerías honorables y dignas; sólo que, amparados en el sólido prestigio de los orfebres holandeses, unos pocos empleaban la trastienda para el otro negocio. Para las transacciones millonarias y secretas.

En la Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba la venerable joyería Van Hoog, una pequeña tienda de portada de madera labrada y aspecto orgulloso en cuyo frontispicio se podía leer «Founded in 1754» en letras talladas y estofadas en oro. Remoloneamos un poco alrededor del pequeño escaparate antes de atrevernos a entrar: en los exhibidores había sobre todo diamantes, pero también esmeraldas, aguamarinas o rubíes; y hermosas joyas antiguas, dispuestas con primor sobre fondos de terciopelo rojo. Por ningún lado se veían las horrorosas cadenitas de oro para turistas, con miniaturas de molinos o de zuecos, que solían atestar las demás tiendas. Van Hoog era una joyería exquisita, un lugar de categoría y con buen tono.

De manera que entramos y nos detuvimos frente al mostrador, un poco pavisosos y apocados.

Can I help you?

Quien se había ofrecido a atendernos era un duque de unos cuarenta años. Digo yo que era duque porque llevaba el traje gris perla más elegante que jamás he visto, con doble botonadura y una tela increíble; camisa azul a juego, corbata de seda en amarillos. Por encima de eso, una cara de príncipe consorte de Inglaterra, con punzantes ojos grises, la nariz aguileña y un mentón nobilísimo que consentía en dirigirse a nosotros con cortesía. Son tan magnánimos los verdaderos aristócratas…

May I speak with Mr Van Hoog, please? - dijo Félix con aceptable sintaxis y calamitoso acento: ¿Puedo hablar con el señor Van Hoog? Qué sorpresa: ignoraba que el viejo supiera idiomas.

– Yo soy el señor Van Hoog. ¿Qué desea? -contestó el duque en su inglés exquisito.

– No, perdone, usted no; me refiero al viejo señor Van Hoog, un hombre de mi edad. Somos antiguos conocidos, aunque hace mucho que no lo veo. Espero que todavía esté vivo -explicó Félix.

– Supongo que se refiere usted a mi padre. Se ha retirado del negocio. Ya no viene nunca por aquí. ¿En qué puedo servirle? -respondió el hombre, imperturbable.

Félix me miró, un poco agobiado. Bien, puestas así las cosas, no había más remedio que aventurarse. Le vi prepararse para dar el salto y aguanté la respiración cautelosamente.

– Bueno, se trata de… Es un asunto un poco difícil de abordar… -empezó Félix con voz titubeante-. Me llamo Fortuna y… Mi hermano y yo pertenecíamos a la guerrilla anarquista española… Éramos pistoleros anarquistas, ¿sabe usted? Y hace años veníamos aquí para comprarle a su padre diamantes del mercado negro.

Aunque estábamos solos en la tienda, Félix había bajado la voz.

– Me temo que está usted equivocado, señor. Nosotros jamás trabajamos en el mercado negro -respondió el duque sin menear un músculo.

– Perdóneme que insista, pero por lo menos cerramos cuatro o cinco transacciones con su padre. Y yo fui el encargado de venir a esta tienda y traté en persona con el señor Van Hoog.

– Le repito que se ha equivocado.

– Mire, sólo quiero hablar un momento con su padre. ¿Por qué no me pone en contacto con el señor Van Hoog? Si no, no tendré más remedio que buscarlo por otra parte. Tendré que ir a hablar con los vecinos de esta calle. Contarles mi historia. Preguntar por él.

A medida que Félix insistía, el plan general de este viaje a Holanda y el particular de esta visita a la joyería Van Hoog empezaban a parecerme una auténtica locura. Aun en el caso de que Félix no hubiera confundido sus recuerdos (la memoria de los viejos es como un calcetín agujereado) y estuviéramos en el lugar correcto, ¿quién nos mandaba ir diciendo semejantes burradas a un principesco hijo que probablemente ignoraba las andanzas juveniles de su padre? Claro que la cosa todavía podía resultar peor. Aun podía ser cierto que este establecimiento tan exquisito fuera el centro de una mafia mundial; y, en ese supuesto, venir a tartamudearles impertinencias, como Félix estaba haciendo, se me antojaba ahora una de las cosas más inconvenientes e insalubres a las que uno podía dedicarse en la vida.

Intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como un barril de harina.

– Bien… -el seudoduque dejó vagar por un instante su mayestática mirada gris en la lejanía-. Supongo que este no es el lugar más adecuado para discutir el asunto. Si son tan amables, ¿no les importaría acompañarme al piso superior?

No nos importó, naturalmente, aunque para mi coleto yo estaba convencida de que nos iban a pegar una paliza en cuanto que nos metieran en la trastienda. Pero no, me equivoqué. De la joyería pasamos a una minúscula salita con archivadores y sillones de cuero, y de ahí, por una escalera de madera chirriante que el príncipe consorte subió en primer lugar (se disculpó por pasar por delante y explicó que era para enseñarnos el camino), ascendimos hacia el piso superior, primero a un corredor oscuro y luego a una sala. Fue ahí donde nos atizaron.

Es decir, le atizaron a Adrián. Nada más entrar en la habitación, dos enormes gorilas vestidos de Armani se abalanzaron sobre nosotros; en un santiamén sujetaron a Félix y al muchacho, retorciéndoles los brazos por detrás de la espalda. El duque, mientras tanto, me agarró por el cuello. Fue una humillación: me llevaba medio en volandas, casi de puntillas, como un conejo. Se acercó a Félix conmigo colgando de una mano.

– ¿Quiénes sois y qué queréis? -dijo el hombre, con voz tranquila, planteando las preguntas de rigor.

– ¡He dicho la verdad! -gritó Félix-. No vengo en busca de problemas, sólo necesito un poco de ayuda de su padre; pregúntele al señor Van Hoog sobre Fortuna y Víctor el Figurín, los anarquistas españoles…

El hombre no pareció muy convencido. Levantó el puño derecho y por un momento pensé que lo iba a estrellar en la cara de Félix. Pero debió de parecerle de mal gusto golpear a un anciano: el duque era un señor muy fino, desde luego. De modo que giró un poco sobre sí mismo y golpeó la boca de Adrián. Fue un puñetazo notable, teniendo en cuenta que apenas si había tomado impulso, que su equilibrio estaba desnivelado por el peso de mi cuerpo en su mano izquierda y que no parecía estimulado por la pasión o la saña: el príncipe consorte seguía tan civilizado y tranquilo como antes. Casi esperé que le pidiera disculpas a Adrián por haberle manchado la camisa con la sangre que caía de su labio roto.

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