Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Lenta e inexorablemente fuimos perdiendo todo. Los combates. Las ciudades. Las personas. Murió Paquita la Sansona. De un tifus, me dijeron. En realidad, de hambre, de la feroz hambruna en la que agonizó durante tres años el Madrid sitiado. Se había estado quitando la comida de la boca para alimentar a sus hijos, y me contaron que, en los últimos meses, Paquita no era más que una percha de huesos descarnados, un esqueleto andante, con las manos aún enormes pero traslúcidas.
A pesar de mi sobrenombre, no estoy muy convencido de que la buena suerte exista. Pero sí sé que existe la desgracia. La desgracia es como un mundo sin sol y sin estrellas, un mundo paralelo al que vivimos. Un día, tal vez por descuido, por azar, por torpeza, te deslizas sin querer al mundo de las sombras. Al principio apenas si adviertes la diferencia, al principio ignoras que te has equivocado de realidad. Algo se tuerce, algo sale mal, sobreviene el dolor. Pero todos podemos aguantar una dosis alta de dolor en nuestras vidas. Al principio creemos que lo superaremos, que saldremos de esta. Que ya hemos dejado lo peor atrás porque no puede haber nada peor que lo ya vivido.
Pero sí, por supuesto que sí, claro que puede haberlo. No tientes a la desgracia: es un verdugo sádico. Y así, lo que al principio parece una caída momentánea en el sufrimiento se convierte enseguida en un descenso imparable cuesta abajo. Cada vez más lejos de quien fuiste. Cada vez más hundido entre las sombras. La desgracia es un lugar del que regresan pocos.
Yo entré en la desgracia aquel 18 de julio de 1936, y a partir de entonces las cosas no hicieron sino empeorar. Fue como si el mundo se fuera apagando poco a poco: primero la guerra, luego el hundimiento republicano, la confusa desbandada, los campos de concentración franceses, el exilio, el estallido de la Segunda Guerra. Nosotros no nos habíamos rendido. No habíamos aceptado la derrota. Pensábamos que, una vez vencido Hitler, también Franco desaparecería del planeta. Nuestro pasado estaba lleno de caciques y tiranos, y el impulso revolucionario había sobrevivido a todos ellos, cada vez más fuerte, más nutrido, en un desarrollo creciente hasta la guerra. Era cuestión de volver a adaptarse a la penuria. De nuevo la clandestinidad y la guerrilla. De nuevo el sacrificio.
Así es que nos sacrificábamos. Anarquistas, socialistas, incluso los comunistas. En Francia combatíamos a los nazis y asaltábamos las estafetas de Correos controladas por los alemanes para conseguir fondos; en España infiltrábamos comandos guerrilleros e intentábamos reconstruir clandestinamente las organizaciones políticas y sindicales. Era una vida alucinada, en el límite de la desesperación y de las fuerzas. Un heroísmo suicida, embrutecido, una carnicería inútil. Los guerrilleros, desabastecidos y muertos de hambre por los montes, eran cazados como conejos. Y aún era mucho peor la represión social. En el Pozo Funeres, por ejemplo, 22 obreros de la UGT fueron acusados de connivencia con la guerrilla y arrojados por un acantilado; algunos murieron en el acto, pero otros se quedaron descoyuntados ahí abajo, con el cuerpo roto sobre las peñas; a esos los liquidaron después con dinamita. Nadie pidió cuentas de esos asesinatos, naturalmente, aunque ocurrieron en 1948, en un país estabilizado que había terminado la contienda nueve años atrás. Yo me enteré de la atrocidad porque por entonces andaba por España, en uno de mis viajes de clandestino, y conocí a las mujeres de dos de los despeñados. No fue la única brutalidad de aquellos tiempos. Silenciosos horrores de la posguerra negra.
Los más perseguidos, con todo, fuimos los anarquistas. Nos imponían el doble de años de cárcel por los mismos delitos, el doble de condenas de muerte. Los compañeros del interior eran detenidos a centenares; sólo de 1940 a 1947 cayeron diecisiete ejecutivas de la CNT, una cada cinco meses. Se torturaba tanto que, cuando me desplazaba a España de modo clandestino, me extrañaba no escuchar ningún gemido. Esa era nuestra mayor pesadilla por entonces, la tortura. Soñabas con ella día y noche, intentando prepararte mentalmente, calculando si serías capaz de resistirla. Porque, tal y como iba el ritmo de caídas, sabías que antes o después te atraparía el verdugo. Yo tuve suerte: nunca me cogieron. Quizá fuera ese el único destello afortunado en mi travesía del país de la desgracia; o tal vez la desgracia me destinó desde el principio a una tortura diferente.
Teníamos la base operativa en la Francia no ocupada. Desde allí yo me desplazaba a España con frecuencia, para llevar armas, o explosivos, o dinero, conseguidos por medio de nuestros asaltos a los objetivos alemanes. Fue un tiempo muy amargo para mí: en cada viaje me encontraba con nuevos compañeros que me contaban el horrible destino de mis contactos anteriores: los muertos, los torturados, los presos; y cuando nos despedíamos lo hacíamos con el tácito y desesperado convencimiento de que no íbamos a volver a vernos nunca más. Sólo hubo un dirigente del interior, Fabio Moreno, a quien conseguí visitar en sucesivos viajes. Era uno de los principales líderes de la federación catalana, un tipo simpático, aunque me aburría un poco su simpleza ideológica, la extrema inflexibilidad de su fe anarquista, el que soltara un enardecido mitin libertario cada dos palabras. Pero resultaba tan consolador verle sobrevivir año tras año, reencontrarlo una vez más entero y libre, que incluso me conmovía su tedioso entusiasmo. Le tenía cariño a Fabio Moreno. Hasta que su supervivencia, precisamente, le delató. Había logrado mantenerse a flote desde 1943, mientras a su alrededor caían fulminados los compañeros. Pero para 1947 ya nadie confiaba en su astucia clandestina: era literalmente imposible ser tan afortunado. Le tendimos una trampa; le pasamos una información falsa que sólo él sabía. Monsieur Roger Laurent va a cruzar la frontera tal día a tal hora con documentos fundamentales para la guerrilla y un cargamento de armas en el doble fondo de su maleta. Monsieur Roger Laurent pasó en efecto la frontera ese día y a esa hora, pero completamente limpio. Era un compañero francés, sin ningún problema legal y pasaporte auténtico. Le retuvieron durante dos días y destrozaron sus maletas buscando el fondo falso, pero al final tuvieron que dejarlo en libertad. Fabio Moreno estaba sentenciado: ya no cabía duda de que era un infiltrado de la policía.
El 12 de julio de aquel mismo año, 1947, entramos desde Francia tres compañeros, Toño Parado, Jesús Ortiz y yo, para hacernos cargo del asunto. Era un trabajo que me repugnaba; pero yo conocía a Moreno y era su contacto, de modo que no desconfiaría al verme llegar.
Localizamos a Fabio en unos billares de la plaza del Buen Suceso, en Barcelona. «No te esperaba hasta dentro de unos meses», dijo, mirando a Toño y a Jesús con sobresalto. «Tenemos problemas», le contesté. «Problemas muy graves en Madrid. Necesitamos tu apoyo logístico.» Entonces sonrió. Fue su primer error: ¿sonreír Moreno tras decirle que la organización tenía problemas graves? En cualquier otro momento hubiera soltado una trascendental soflama. Ahora sonrió y dijo: «Bien, bien. Haremos lo que podamos. Vamos a ver. Lo mejor será que vaya a buscar a los muchachos.» «De acuerdo. Vamos juntos», le contesté, también sonriendo. Salimos los cuatro de los billares, caminando despacio, muy despacio. Eran las once de la noche. Doblamos por la calle Montealegre, que estaba desierta, moviéndonos cada vez más lentamente, como balones que van perdiendo inercia. La conversación, convencional -qué tal las cosas por allí, qué tal por aquí, cómo ha sido el paso de frontera-, también se fue apagando. La pistola me abrasaba en la sobaquera; de todo mi cuerpo en aquel instante sólo percibía esa quemazón, ese bulto, ese peso. Nos detuvimos los cuatro en medio de la calle, al unísono, sin esfuerzo, por el simple languidecimiento de nuestros pasos. Moreno se volvió hacia nosotros. Me miró. Tenía los ojos desorbitados: «A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», farfulló con súbita incongruencia. Casi me dieron ganas de reír: era una de las frases del catecismo libertario. Sí, me hubiera podido echar a reír si no hubiera sido por los deseos que tenía de llorar. Pero los pistoleros anarquistas no lloran, los verdugos no lloran, resultaría grotesco. Temblaba Moreno ante mí y yo tenía la pistola en la mano. No sé cómo había salido esa pistola de su sobaquera, pero ahí estaba. Contemplé a Moreno. El simpático Moreno. El superviviente. «Aprieta el gatillo», pensé. «Es un traidor. Es un confidente. Un miserable. Por él han caído y han sido torturados cientos de buenos compañeros. Mátalo. Acaba cuanto antes.» Moreno tenía los ojos abiertos de par en par fijos en mí. No eran muy distintos de los ojos de mi muerto. De aquel campesino indio que había reventado tantos años atrás. Me dolió el muñón. Me escoció la memoria. Entonces mi cabeza fue ocupada por seis palabras definitivas. A veces sucede, muy de tarde en tarde. A veces sucede que una frase, una idea, ocupa furiosamente tu cabeza desalojando de allí todo lo demás. Son palabras resplandecientes, incontestables. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Esas fueron las seis palabras irremediables que me poseyeron. Ni siquiera las pensé. Ni siquiera las entendí. Sólo las obedecí. No podía hacer otra cosa. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Levanté el brazo por encima de mi cabeza y apreté el gatillo. La bala se perdió en el cielo negro. Hubo un momento de estupor y mis compañeros se volvieron a mirarme con incredulidad. Fabio aprovechó el instante, pegó un empujón a Jesús Ortiz, que era quien le pillaba más de cerca, y sacó su arma. Disparó y no nos dio; Toño y Jesús le respondieron y Moreno cayó muerto.
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