Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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La Hija Del Canibal: краткое содержание, описание и аннотация

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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He sido un pistolero y he estado en una guerra, así es que supongo que he matado. He lanzado granadas en trincheras y he disparado al bulto de la gente. Pero nunca he ejecutado a nadie, nunca me he acercado a comprobar mi eficacia mortífera, nunca he visto previamente los ojos de mis posibles víctimas. Sólo conozco los ojos vidriosos de mi campesino, y por eso sólo le tengo contabilizado a él como mi muerto. Aunque tengo otros cadáveres en mi conciencia, pertenecientes a una tragedia de la que fui responsable en última instancia: pero a ese dolor aún no hemos llegado.

Mi repugnancia ante la violencia personal ya me había creado algunos desencuentros con los míos. Pero ahora, a raíz de lo sucedido con Moreno, la situación se deterioró de modo irreparable. Tuve un encuentro terrible con mi hermano Víctor, que era uno de los líderes del activismo en el exilio. Estaba furioso porque se sentía humillado personalmente. Un Roble, su hermano, comportándose como un gallina, casi como un traidor. Manchando el apellido de nuestro padre. Eso decía Víctor. No comprendía que yo necesitaba cerrar de una vez, en mi memoria, los vidriosos ojos de mi muerto. Aunque la verdad es que ni siquiera intenté explicárselo. Para entonces ya llevábamos mucho tiempo sin entendernos.

Yo no veía futuro a aquella vida, a tanto sufrimiento, al sacrificio ciego de miles de militantes, de generaciones y generaciones de libertarios. La Segunda Guerra se había acabado y Hitler había caído, pero Franco no; ahora los anarquistas asaltábamos estafetas de Correos plenamente francesas y empezábamos a convertirnos, para nuestros vecinos, en simples delincuentes. A veces yo llegué a sospechar algo parecido. A veces me preguntaba si seguíamos en la lucha por estrategia y por esperanza auténtica en el futuro o porque ya no sabíamos vivir de otra manera. Mi hermano Víctor, anarquista desde los cinco años, pistolero desde los dieciocho, ¿cómo iba a poder construirse otra vida a los cuarenta? ¿Cómo iba a soportarse a sí mismo sin el embrutecimiento de la violencia, sin el perverso poder del líder clandestino, sin el bálsamo justificador de los sueños de la infancia? Pero cada día tenía menos sentido lo que hacíamos. Cada día estábamos más descontrolados. Más fragmentados. Más enfrentados los unos a los otros. Y cada día quedábamos menos: teníamos demasiados muertos, demasiados detenidos, demasiados traidores. Hubo cosas oscuras. Diamantes de Van Hoog que no llegaron jamás a su destino. Pistoleros que se pasaron al lucro personal y que abandonaron el sindicato. Y cenetistas que se dejaron matar para no tener que reconocer nuestra derrota. Porque lo que estaba sucediendo era exactamente eso. Que estábamos perdiendo otra vez la guerra. Y en esta ocasión nuestro fracaso era definitivo.

Puesto que la enfermedad de Adrián nos obligaba a pasar unos cuantos días más en Amsterdam, bajé a recepción a preguntar si ese hotel cochambroso tenía habitaciones más decentes. Sí, me dijeron; había unas cuantas suites en el último piso, pero costaban justo el doble. Las reservé de inmediato: a fin de cuentas, el dinero negro está para pagar buenos cuartos de hotel, y no míseras pensiones. Después de envolver a Adrián en una manta, y de vencer la austera resistencia de Félix, nos trasladamos escaleras arriba. Las nuevas habitaciones estaban bastante bien. Tenían el techo abuhardillado, ventanas al exterior y mucho más espacio. En una de ellas había incluso chimenea, y una cesta con astillas y leña para encender el fuego. Ahí instalamos al muchacho. En realidad, pensé, nos hemos cambiado de cuarto sólo por Adrián. Me apenaba verlo ardiendo de fiebre en la antigua habitación, oscura y deprimente. ¿Reflexioné unos instantes: tanta solicitud me daba miedo. Por este y otros detalles de obsequiosidad y entrega por mi parte, de atención permanente y soterrado mimo, empezaba a temerme que Adrián me tuviera comido el corazón de forma irremediable. Pues la primera fase de amor consiste justo en eso, en encontrar suites aceptables incluso dentro de un hotel espantoso; en colgar cortinas (que antes has comprado) en el apartamento de tu amado, cuyas ventanas estaban felizmente desnudas desde hacía años; en buscar por toda la ciudad esa exótica tinta color guinda que a él tanto le gusta para su estilográfica. Resumiendo: en conseguir lo imposible, inventarse lo posible y ser, sobre todo, lo que una no es. Porque la primera fase del amor no la vives tú, sino tu doble, esa enajenada en la que te conviertes.

Aquella tarde en Amsterdam, cuando se le declaró la amigdalitis a Adrián, yo me encontraba en ese territorio fronterizo de la locura, a medias devorada por mi yo amoroso, tan fuera ya de mí, en efecto, que, pese a ser tímida, y emocionalmente cobarde, y a sentir un paralizador espanto ante el rechazo, y a estar convencida de que veinte años de diferencia era una distancia insalvable entre nosotros, empezaba a experimentar la desasosegante certidumbre de que acabaría metiéndome en la cama con él, o por lo menos intentándolo. Era como el borracho que va por una avenida ancha y bien pavimentada, con un solo socavón, tan sólo uno, en mitad de la calle; y el borracho contempla el agujero en lontananza, y sabe que podría pasar sin ningún problema por los lados, pero hay algo, una fuerza fatídica, que dirige sus pasos hacia el hoyo; y mientras se acerca el borracho se dice: «Bien, tranquilidad, todavía puedo salvar el socavón cruzándolo de una simple zancada por encima.» Pero hay algo o alguien dentro de él que le repite: «Te vas a caer, idiota. Te vas a caer en el único hueco que hay en toda la calle.» Y el borracho, en efecto, llega al maldito agujero y se cae dentro. En esa fase terminal me encontraba yo en Amsterdam. Totalmente embriagada y resignada al golpe.

De manera que le cuidé, le mimé y le arropé como una madre lo haría con su hijo. Porque yo hubiera podido ser su madre. Pero no lo era. Pasó dos días Adrián cociéndose en su fiebre y al tercero amaneció sorprendentemente fresco y mejorado: los antibióticos empezaban a hacer su efecto. Entré a verlo a la hora del desayuno: el chico estaba sentado en la cama con una camiseta blanca de manga corta y con la bandeja sobre las rodillas. Pálido y ojeroso, pero devorando los platos como un tigre.

– Te veo mucho mejor.

– Estoy mucho mejor.

Fuera empezó a granizar; los hielos repiqueteaban en el cristal, como aplaudiendo la recuperación de Adrián. Por la ventana entraba una luz insólita, opalina y viscosa; una luz fría y ¡débil que se arrastraba líquidamente por el suelo, como si fuera la linfa del invierno. Mientras Adrián terminaba su desayuno, yo preparé y encendí la chimenea: era un día perfecto para un fuego de leña, para acurrucarse en el cobijo de las llamas mientras fuera se extendía la desolación.

– ¿Y Félix?-preguntó el chico.

– Se ha ido al Rijks Museum.

Félix llevaba un par de días inmerso en una inesperada y repentina fiebre turística. Mientras yo cuidaba del muchacho, él iba y venía a los museos y cruzaba canales aferrado a la Guía Michelín. Tal vez también él había percibido la proximidad del socavón. Tal vez también él se había dado cuenta de que sobraba. Félix estaba fuera, bajo el hielo implacable, perseguido por los lobos y por el ulular salvaje de los vientos. Sentí una punzada de culpabilidad. Pero se me pasó enseguida. Retiré la bandeja y me senté a los pies de la cama. Adrián me miraba y sonreía con sus labios ligeramente hinchados. Sonreía con lasitud, con cierta debilidad, una sonrisa de convaleciente, de cama sudada, de intimidad carnal. Me sonreía como si fuéramos amantes. Pero no lo éramos.

Para que comprendas mis miedos con Adrián, para que entiendas por qué una diferencia de veinte años me parecía inmensa, te voy a contar algo, sólo como ejemplo, como muestra.

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