Carmen Laforet - La Isla Y Los Demonios

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`La propia Carmen Laforet comentó en una entrevista concedida al diario Falange de Las Palmas de Gran Canaria (el 18 de enero de 1959) que La isla y los demonios es la novela «que más he acertado, tiene mayor madurez, sentido del humor y poesía que Nada».
Laforet escribió La isla y los demonios impulsada por «un peso que estaba en mí hacía muchos años: el encanto pánico, especial, que yo vi en mi adolescencia en la isla de Gran Canaria. Tierra seca, de ásperos riscos y suaves rincones llenos de flor y largos barrancos siempre batidos por el viento».
El título de La isla y los demonios corresponde a las dos fuerzas que propulsaron su escritura: el recuerdo mágico del paisaje de la Isla y la red de pasiones humanas o «los demonios».
El hilo argumental de la novela, con el telón de fondo de la guerra civil española, está unido a la maduración de una adolescente, con sus ensueños, cegueras, intuiciones y choques. La acción acontece en Gran Canaria, pero, simultáneamente, la nostalgia de Madrid, traída a la Isla por los peninsulares, se va apoderando del relato de manera paulatina hasta que se incorpora a la persona de Marta Camino, quien, dejándose llevar por el deseo de escapar de la opresión familiar, empieza a sentir la atracción de esa tierra desconocida, la gran ciudad.`

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Quien sabe por qué, ella, siempre tan ecuánime, estaba como loca aquel día.

Matilde recordaba con horror los primeros meses de su matrimonio. Todas las timideces de Daniel en la calle eran despotismos en casa, y voces fuertes. Su estómago y su piano eran sagrados para todos. Vivían en casa de la madre de él: una especie de Buda inmenso, gordísimo, vestido de seda negra, y con una pequeña renta vitalicia que los mantenía a todos. En aquella casa cargada de muebles y recuerdos de grandeza se llegaba hasta a pasar en ciertos días del mes verdaderas necesidades. Matilde jamás había tenido comida escasa en su casa humilde y bien administrada. Todo el dinero se gastaba en su nueva vivienda en "representación social", en costosos convites dos veces al mes. Daniel había prohibido expresamente que su mujer trabajase ahora que era una dama. Esta palabra "dama" que tanto le había hecho reír al principio se le convirtió en obsesión.

Daniel no hacía otra cosa que tocar el piano y dirigir algún que otro concierto benéfico. No sólo no le pagaban, sino que Matilde sospechaba que él daba dinero, con tal de que su nombre apareciese en los periódicos. Hacía años que preparaba una gran sinfonía, pero no la terminaba nunca. Se ponía muy nervioso y disgustado si alguien aludía en su presencia a cierta habanera compuesta por él como un capricho, que le había procurado en sus tiempos un éxito efímero.

Hones fue otra sorpresa. Resultaba, vista en la interioridad de su hogar, algo así como una niña recién puesta de largo a la que hubiesen guardado en conserva. Estaba cargada de remilgos y de rubores. Sus asuntos amorosos, vistos desde la familia, tomaban un aire rosáceo y sentimental, como si Hones tuviera siempre quince años. La franqueza de Matilde se consideraba de mal gusto allí. Y como era inteligente aprendió a callar y a observar desde el primer día. Parecía Matilde un fantasmón largo y pálido, siempre silenciosa por los pasillos de aquella casa.

Otro personaje de la familia era un hermano de Daniel, ingeniero de minas, que de cuando en cuando venía a Madrid y dejaba algún dinero. Estaba tan poseído como los demás por su importancia familiar. Era un tipo mediocre, mezquino. Creía sinceramente que Daniel se había trastornado al elegirla, tan insignificante le parecía. Se consoló al saberla poetisa. "Eso da tono", comentaba.

Matilde, que no era tonta, comprendía que muchas de las personas a las que trataban se burlaban de ellos. Toda aquella vida horriblemente falsa la ahogaba. No tenía tratos con sus antiguos amigos, que eran considerados intelectuales de baja estofa. Amigas no había tenido nunca. Quizá por una inconsciente rebelión contra su sexo, consideraba a las mujeres seres inferiores con las que pocas veces se podía hablar de nada interesante. No había logrado sentir afecto por ninguna mujer en toda su vida. A su madre no se había confiado jamás, porque a su manera también la despreciaba.

Comprendió en seguida que había hecho una locura en casarse con aquel ridículo desconocido, pero estaba llena de buena voluntad. Era honrada, y había jurado fidelidad y obediencia a este hombre en una edad en que sabía muy bien lo que se hacía, y no quería desesperar, aunque le resultaba bien difícil.

– Tienes que ser más señora, más dama -decía Daniel.

– ¡Quién fuera tú, que has realizado tu amor! -decía Hones, y bajaba las pestañas para ocultar sus tragedias, reales o pretendidas.

– Daniel es el más delicado de mis hijos; un genio. Esperamos mucho de él. Su primera mujer era una criatura exquisita -decía la suegra.

En verdad, toda la familia, hasta el sensato ingeniero de minas, esperaba algo de Daniel, como se espera de un adolescente, aunque rondaba los sesenta años.

Matilde vivía atontada. No sabía lo que hubiera resultado de aquel temor, de aquella especie de aturdimiento en que se encontraba si a los pocos meses de estar casada no hubiera sucedido el cataclismo. Comenzó la guerra civil. Hubo una espantosa sacudida que repercutió en aquella casa. El hermano de Daniel, el ingeniero, fue fusilado. La suegra monstruosa murió oportunamente de un ataque al corazón. Matilde empezó a desplegar actividades, a vivir, a luchar. Consiguió un refugio en una Embajada para Daniel, que pasaba el día temblando. Consiguió la salida de los tres a Francia. Allí se ingenió ella para ganar dinero como pudo. Hones no se portó mal; seguía con su buen humor y sus romanticismos, y decía que un misterioso señor español la había hecho su secretaria. A última hora resultó tan misteriosamente como antes, que no era secretaria de nadie; un conocido de la familia, un joven pintor que estaba allí de paso, era muy generoso con ella… Acabó llevándolo a casa, y Daniel lo aceptó con entusiasmo porque era persona elevada. En los últimos años Pablo había vivido en Madrid en gran tren. Estaba casado con una millonaria sudamericana, y para tener noticias de ella, que había quedado en zona roja, iba continuamente a Francia.

Matilde acogió a Pablo con reservas; pero luego le pareció demasiado bueno para tener un "plan" con Hones. Muchas veces llegó a pensar que, en efecto, entre ellos no había más relación que la de pura simpatía y bondad de aquel hombre hacia unos compatriotas en peores circunstancias que él. Por ser muy casta por temperamento, a pesar de no tener un pelo de tonta, Matilde propendía siempre a pensar bien en estos asuntos; luego recordaba quién era Hones y cómo era y se encogía de hombros.

Daniel recordó, gracias al encuentro con un caballero de Canarias, que él tenía familia en esta isla. Por primera vez, Matilde oyó hablar de un hermano, "oveja negra de la casa", que hacía muchos años fue enviado a la isla con un hijo medio tonto y una mujer tuberculosa. Había hecho un segundo matrimonio muy conveniente, y luego había muerto. El señor de Canarias informó que el niño medio tonto se había convertido en un importante hombre de negocios. Escribieron.

El pintor Pablo, que estaba como desarraigado de todo, tuvo la idea de acompañarles a la isla, con gran contento de Hones.

Matilde había vuelto a vivir; se había vuelto a encontrar ella misma en una labor, después de aquella conmoción de la guerra. Cuando llegase a Madrid trabajaría, y Daniel también tendría que hacerlo. Aquí había probado que no era inútil. En su labor de la oficina no lo había hecho mal. Es verdad que José había sido generoso y que le gustaba recalcarlo. ¡Qué tipo raro aquel José!

Matilde interrumpió sus pensamientos. Por la ventana abierta del cuarto de Pino llegaba a veces como un murmullo de voces. Ella no les prestaba atención, pero ahora Pino gritó. Se oyó un grito.

– ¡Si dices algo más, me mato! ¿Oyes? ¡Me mato!

Luego, voces sofocadas. Sin querer, Matilde estaba sentada en aquel banco, todo lo asustada que podía, y aguzando los oídos.

Grillos lejanos daban una nota de verano al campo. La luna había empezado su declive en un cielo polvoriento, donde su luz se comía a las estrellas y a las nubes.

Después de aquel grito, nada más. En la puerta del cuarto de música apareció Daniel. Matilde vio su figura recortada en negro desamparada en la raya de luz amarilla que se fundía con la de la luna al salir de aquella puerta. Vio que no se había quitado la chaqueta, aunque Pablo lo había hecho, y también don Juan. Sintió como una ternura por él. Desde la guerra, cuando ya no estaba asustada por su personalidad, había sentido a veces aquella ternura por Daniel. Se dejó ver, y lo llamó.

– Es insufrible esta noche, hijita -dijo Daniel, acercándose-. José ha venido a buscar a don Juan para que asista otra vez a Pino. Hones me trajo tila, pero hubiera necesitado algo más, unas gotas de azahar.

– Daniel, quería hablar contigo… He pensado cosas esta noche. En Madrid, ¿qué vas a hacer?

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