Volvió Vicenta con una luz y estuvo examinando la cara hinchada de la hija, sus negros cabellos, y las manos, que retorcía una contra la otra.
– ¡Oh! ¿Qué viento te trajo a ver a tu madre, mi hija? Ya, yo creía que tú no tenías madre.
La hija empezó a llorar, a llorar. Vicenta la miraba asombrada.
– Estás preñada, tú. Ya me lo dijeron. A mí me vienen con todos los cuentos.
La hija tenía miedo de ella también. Escondía el vientre, como si sus ojos pudieran maldecirle aquello.
– ¿Para qué viniste?
La hija se le puso de rodillas de pronto.
– Madre, si usted no se va del pueblo, mi marido se marcha a América con el hermano. Madre, mi suegra está maldita, muriéndose. ¿No tiene compasión de mí? Se nos murieron los animales; todo nos sale mal desde aquella muerte… Nadie en la casa tuvo culpa de aquello, sino mi hermana misma… Usted sabe, madre, que con los hombres no se juega. Y ella, ella era…
Vicenta, sin compasión ninguna de aquella mujer gruesa que arrodillada pugnaba por levantarse agarrándose a una silla, la cogió por el moño y le dio dos bofetadas fuertes, sonoras, en la cara.
La vio huir despavorida, dando gritos, entre las casuchas.
Ella pasó la noche sentada en una silla. Al alba se echó a andar por el mismo camino por donde había salido con su hija pequeña el día de la fiesta; el cielo estaba nuboso, y dilataba las narices aquella humedad. Cuando llegó a casa del cura le dijo que quería venderlo todo. Toda la tierra. Todo lo que tenía en el mundo.
Había dejado la casa abierta, y abandonadas las cabras y las gallinas. Abandonado el arcón con los trajes, y el costurero con las labores, y el retrato de su boda… El cura le arregló los papeles de sus ventas, y en ellos le incluyó todo. Cogió una bolsita con dinero que se colgó al cuello, y sin volver la cabeza atrás, fue a Puerto de Cabras. Luego embarcó. Unos meses más tarde, en la Gran Canaria, encontró a Teresa.
Las cosas pasan y se olvidan. Cada día trae sus quehaceres, y se empolvan los asuntos viejos. A la majorera no le gustó nunca recordar aquello. Si recordó alguna vez fue para Teresa. Ahora Teresa había sido desposeída de la vida, tan brutalmente como su hija, y otra vez Vicenta se encontraba sin nadie a quien cuidar.
Detrás de las ventanas subía el calor de aquella noche, amenazando un alba tórrida. La majorera oyó pasar a Honesta a su lado. Vio en el jardín una pequeña sombra. Alguien paseaba bajo la luna.
Matilde paseaba por el jardín. Iba vestida con su traje más oscuro, el uniforme de Falange, que se había puesto para venir a esta casa de duelo. Estaba enervada. Si miraba a la casa, aquella rojiza iluminación del comedor le daba una sensación de incendio; la abrumaba. No deseaba irse a acostar a una alcoba por nada del mundo; pero quería tenderse porque le dolía la espalda. Recordó el cómodo banco con toldo y balancín y fue hacia él.
Pasó delante de la ventana del comedor, y de la puerta de entrada. Luego en la sombra, por delante del cuarto de música. Estaba abierta la puerta ventana y se veía el interior iluminado por una lámpara con pantalla. Don Juan, Daniel y Pablo estaban allí. Don Juan y Pablo entretenían las horas de la noche jugando al ajedrez. Matilde consideró que se hacen raras cosas en un velatorio. Daniel les miraba interesado mientras sostenía una taza de infusión en la mano. También a su rápido paso pudo ver Matilde a Honesta allí, entre los hombres, detrás de la silla de Pablo. Matilde esbozó una mueca; tenía idea de que Hones se había ido a acostar ya.
Mientras se tumbaba con un suspiro de alivio en el cómodo asiento del jardín, el recuerdo de Hones le molestaba un poco, entre el ambiente angustioso de aquella casa y aquella noche. Acabó encogiéndose de hombros y decidiendo dormir. Cerró los ojos. La luna emblanquecía hasta el negro picón de los senderos del jardín. Le persiguió los oídos otra vez la voz de Honesta y hasta hubiera jurado que su risa sofocada.
Aquella mujer estaba loca por el pintor, y no era capaz ni de respetar una noche como ésta. Hones no podía vivir sin estar loca por alguien, pensaba Matilde, y tenía la suerte, además, de no ser demasiado exigente; cualquiera que en un momento determinado estuviese próximo servía para el caso. En familia se aludía discretamente a ciertas vagas y terribles desgracias amorosas que habia sufrido Honesta. En verdad, en los primeros meses de su matrimonio, cuando Matilde aún no carecía del sentido del humor, este nombre de Honesta le parecía una broma estupenda. Una vez intentó comunicar a su marido sus impresiones y la cólera de Daniel la dejó helada.
Hones tenía una especie de estribillo al referirse a ella: "Parece mentira que seas casada…" Y Matilde no podía contestar: "Parece mentira que seas soltera". Porque esto hubiera ido contra las púdicas normas de la familia Camino. Hones no era soltera. Casada, tampoco, ya que jamás había tenido marido o novio, o como quiera que pudiera llamársele, de una manera fija y a las claras. Hones tenía alma de divorciada, o de viuda de muchos maridos.
"Cuántos disparates… Este banco me está mareando." Trató de parar el balancín con el pie. Al abrir los ojos, la noche y su blancura volvieron a acalorarla. Pensó que era una suerte poder salir de la isla antes del verano. Aunque le habían jurado que allí en verano hace fresco, que apenas es algo más cálido de temperatura que el invierno, y que el Levante duraría apenas dos o tres días, Matilde no acababa de creerlo.
"Una isla. He estado encerrada en una isla." ¡Qué pensamiento más raro! Sin embargo, la isla había sido muy acogedora para ella. Las gentes canarias habían sido para los tres refugiados extraordinariamente amables y sencillas. Los interiores de las casas que se les habían abierto eran gratos, confortables, llenos de sentido de la belleza y de la intimidad. Había visitado jardines hermosísimos siempre floridos, había probado el sabor de una existencia como un remanso. Pero no era eso lo que había hecho feliz a Matilde, aunque sí a Hones y a Daniel. Si ella hubiera dejado sueltas las riendas a Daniel, capaz hubiera sido de haber pedido a José quedarse para siempre.
Pero ella no podía quedarse allí siempre, en aquel clima siempre igual, apartada por tanto mar de los continentes, de las grandes tareas del mundo.
A Matilde lo que la había hecho feliz después del vagabundeo por Francia era haber encontrado aquella emoción política. Haberse afiliado a una organización activa, haber logrado en ella una jefatura, un mando para la tarea de levantar su patria. Ella creía en la acción organizada, y en la eficacia de lo que estaba haciendo. Siempre había creído en el deber de una entrega de la individualidad al bien común.
Cuando joven, unos años antes, Matilde se sintió atraída hacia el comunismo. Como al mismo tiempo era sinceramente religiosa, vaciló. Más tarde encontró a Daniel, y se apartó por completo de aquellos problemas para entrar en un mundo confuso… Ahora tenía la impresión de haberse salvado.
Matilde había sido siempre fea, trabajadora, decían que inteligente. Su familia era muy humilde. A costa de becas y de esfuerzos le habían pagado una carrera universitaria. Pero ella tenía un tipo refinado, de intelectual nata; un desparpajo natural, una autoridad que encubría cierta timidez muy oculta. A los veintisiete años Matilde no había tenido un solo pretendiente a sus encantos. Muy allá dentro sabía ella que esto no le hubiera importado lo más mínimo si no existiera esa manía, inculcada desde la cuna en las mujeres, de que han nacido para gustar a los hombres, y que si no su vida puede considerarse un puro fracaso..
Matilde no podía decir la verdad; no podía decir:"No me interesan lo más mínimo los asuntos amorosos…" Esta verdad encontraba siempre una sonrisa compasiva. Y esta sonrisa compasiva fue la que la hizo sentirse preocupada y amargada por tal asunto. Compuso unas poesías muy oscuras, muy intelectualizadas, sobre el ansia del amor carnal -ansia que jamás había sentido-, ya que el espiritual le parecía un poco ridículo como tema. Entre su grupo de amigos aquellas poesías tuvieron franco éxito. Ahora sabía ella que aquellos versos no valían nada; que ella no era artista, sino organizadora, constructora. Hasta se avergonzaba al pensar en ello.
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