Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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– ¡Pero usted está muy desatenta conmigo, señora Carmen!

– ¡Cómo quisiera yo tenerle sus cosas a tiempo! Pero es que no han venido… -revisa los estantes inútilmente-. ¡María! ¿No ha pasado la camioneta de los cigarrillos?

Nadie responde.

– Fúmese un Hilton, doctor, ¿qué más le da? ¿Qué tanta diferencia va a tener con esos Kent que le gustan a usted?

– Ninguna, señora Carmen, ninguna -responde él-. Déme un Hilton, si ya me tiene fumando esa porquería hace una semana…

Seis minutos se demora en buscar la cajetilla de Hilton. Empieza, con su único brazo, a empaquetarla.

– Démela así no más.

– ¡Ay, válgame Dios, la azúcar! -recuerda la vieja llevándose la mano a la cabeza, y vuelve a gritarle a María. Entonces el hombre mira a su alrededor y descubre a Floreana en la penumbra.

– Buenos días -le dice en un murmullo apenas audible, saludando como lo hacen todos en el pueblo.

Floreana le responde del mismo modo. Él la mira extrañado, ella también a él. Saca el dinero de su billetera y olvida a la figura arrinconada en el almacén. Cuando se va, un cierto aire felino queda impregnado sobre las viejas murallas.

Cuando María aparece con los dos kilos de azúcar, Floreana está perdida en conjeturas sobre el hombre que fuma Hilton a falta de Kent. Es el médico, evidente, el amigo de Elena. Vive en el pueblo; tuvo una crisis y abandonó la ciudad. Qué ganas de ver a un hombre de ese tamaño tumbado como cualquiera, dolido en medio de un quiebre. No debiera ser tan distinto a nosotras cuando nos vamos a la mierda… Pero al subir hacia el Albergue, entre árboles, viejas pircas de piedra y caballos que pastan tranquilos, una frase de Elena le viene de golpe: «No tengo posiciones militantes… de vez en cuando un encuentro, suave, relajado…»

– ¿Un encuentro real con un hombre? No, hace un buen tiempo que no lo tengo -responde Toña mientras prepara los jugos de manzana.

Han traído hielo de la cocina, en la hielera que encargó Constanza a la ciudad para ir completando un pequeño bar en la cabaña: como el alcohol no está permitido más que en raras ocasiones señaladas por Elena, sólo hay cocacolas, algunos jugos de fruta y un bajativo dulce de damascos que le gusta a Angelita. En rigor, éste no debería haber llegado hasta ahí, pero su baja graduación alcohólica las convence de su inocencia.

– Cualquier capricho o preferencia que tengas, debes aportarlo tú misma -le advierte Toña.

El vodka y la tónica es lo único que a Floreana le habría apetecido; vedados ellos, le da igual la naranjada o una manzanilla.

Poco a poco el espacio se tiñe de vida personal. Floreana mira la escena con cariño: aunque las estadías sean fugaces, ninguna se queda atrás en el intento de armar un remedo de hogar, cálido, ornamentado… Constanza ha trasladado sus libros desde el estante del dormitorio. Dan calor, dijo al instalarlos en la sala común, aunque sabe que nadie los leerá. La fotografía de Andy Warhol fue pinchada a la muralla por Toña, el toca-cassettes de Angelita se comparte, total, nunca estoy sola despierta en la pieza, y ella misma se encarga de recoger flores y helechos para vestir la única mesa. Y mantiene llena de chocolates la caja de madera que ha comprado en Angelmó.

Las esotéricas invitaron a la recién llegada a tomar un agua de hierbas después de la comida, ofreciéndole runas o tarot. Su propia cabaña le parece, en comparación, la de un franciscano. Acompañada por Toña -las otras dos se han quedado en la casa grande viendo una película en video-, Floreana compartió allí tibios instantes entre los pañuelos de colores que cuelgan junto a las cortinas, las muchas velas encendidas, la manta sobre la mesa de centro, el incienso inserto en un pequeño contenedor hindú con espejos incrustados, la luz sensualmente difundida por la lámpara de pie gracias a una seda color violeta que cubre la pantalla. Han cambiado la distribución de los muebles para despejar la alfombra, acondicionando el espacio para el yoga y el tai-chi. Sobre el estante de la cocinilla, como si fuesen potes de aliño, se ordenan los frascos de antioxidantes, centella asiática, pastillas de ajo, jalea real, polvos de guaraná y otros que Floreana desconoce.

En esa cabaña nadie fuma. El cigarrillo está prohibido.

– ¡Qué insulsas las aguas de hierbas! Si al menos tuvieran café… -le dice Toña al salir-. ¡Con qué gusto me tomaría un whisky! Y ni hablar de lo bien que me vendría un pito…

– ¿Trajiste? -pregunta Floreana, criada en la tradición de que la única adicción tolerable es la del tabaco y, en menor grado, la del alcohol.

– ¡No! Totalmente prohibido. La desintoxicación es una de las razones de mi presencia aquí. ¡Imagínate la cara que pondría Elena si me pillara! Fue la promesa que hice para que me aceptara.

– Y si Elena no estuviera…

– No -admite Toña con un tono más humilde-. No debo volver a tocar una droga nunca más. Estuve metida firme en la coca y… ¡reventé! Me fui al infierno. ¡No más!

Mira hacia el cielo, acariciándose el cuello con manos nerviosas.

– ¿Conoces la autoagresión del ahogado, Floreana?

– No.

– Es simple: cuando estás a punto de ahogarte, flotando desesperada, tragando agua y sal, llega un punto en que te entregas y decides ahogarte. Eso hice yo.

Floreana piensa en el mundo del espectáculo, tan ajeno a su quehacer silencioso y a sus mujeres yaganas de cuerpos desnudos hermosamente dibujados; le pregunta a Toña si existe alguna relación entre ese ambiente y lo que le ha sucedido.

– En parte. Pero también tiene que ver con lo estúpida que he sido yo. Cuando hacía sólo teatro, me las arreglaba mejor. ¡La tele me mató! Entre las anfetaminas para no engordar… porque ser gorda es el pecado número uno en la televisión, ¿sabías?, y la coca para estar siempre arriba a la hora de las grabaciones… La competencia es feroz, no puedes decaer ni un minuto, no puedes bajar la guardia… hay veinte «estrellas carnívoras» esperando para reemplazarte.

– ¿Saliste de eso sola?

– No, imposible, no sirve la pura voluntad. Yo ya era una adicta, de esos seres que han perdido la capacidad de sentir. Tuve ayuda médica, incluso me interné. ¡La clínica era siniestra entre las locas, los alcohólicos y los depresivos!

– ¿Y quién pagaba todo eso? -Floreana se agota de sólo recordar los artilugios a que somete sus escuálidas finanzas mes a mes.

– Mi mamá. Cuando empecé a ganar plata, porque en la tele se gana si una es figura estelar, abrí una cuenta de ahorros. Esta profesión es como la montaña rusa: para arriba, para abajo. Recién ahora los estoy gastando, aquí. Hice que mi mamá pagara el tratamiento y la clínica para vengarme un poco; es lo mínimo que podía hacer.

– ¿Tienes mala onda con ella?

– Sí. Relación amor-odio, no soy muy original. Es la típica mujer todavía joven que después de separarse se autoasignó el rol de abandonada, desahuciada, mientras su ex marido, mi padre, anda espléndido por la vida. Estas mujeres son terribles, se casan con sus hijos hombres y se llevan pésimo con las hijas mujeres.

– ¿Por qué, Toña?

– Porque éstas quieren vivir. Nuestra vitalidad les parece una afrenta. Una anécdota ilustrativa: Cristóbal, mi hermano menor, sofocado por esta madre-esposa, se arrancó una vez de la casa. Ella, histérica, fuera de sí, llega a mi pieza gritando: ¡se va a suicidar, se va a suicidar! Yo, en la más cool, le pregunto: ¿se llevó la tabla de surf? Me contesta que sí. Entonces, le digo, no hay suicidio; ubícalo en alguna playa del norte. Obvio, lo encontró esa misma tarde. Le pagó la vuelta a casa con su tarjeta de crédito.

Toña sonríe como para sí misma:

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