Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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– Pero cuando yo me fui, no me buscó.

Camina un par de pasos pensativa, luego continúa.

– No resisto que nunca haya aprobado nada en mí. ¡Imagínate la seguridad con que he transitado por la vida! Quise ser una actriz famosa más que nada para que ella me admirara.

– ¿Y lo lograste?

– Más o menos… En público, se vanagloria de su hija. En privado, lo dudo. De todos modos, me abandonó mucho. Soy la típica víctima de padres separados en la infancia… ¡de manual toda mi historia!

– ¿Y tu papá?

– Se casó de nuevo, modelito familia ideal, lleno de hijos. Cerró el capítulo de su vida anterior. Lo veo una vez a las mil y creo que nosotros le sobramos. Lo que es yo, vivo por mi cuenta hace mucho, desde que estudiaba en la escuela de teatro.

Se detienen un momento a mirar la noche: fresca, oscura, limpia. Toña se confunde en ella con sus atuendos siempre negros; sólo brilla su cabeza naranja. Continúa hablando bajo esas estrellas, las más brillantes de cuantas ella o Floreana recuerden.

– He vivido en todos los barrios de Santiago, y con todo tipo de gente. A veces con una pareja, pero no por mucho tiempo. Al final le propuse a Rubi, que también es actriz, la debes ubicar por las teleseries, que nos fuéramos a vivir a Santiago Centro. Arrendamos un departamento el descueve en San Camilo.

– ¿San Camilo? -Floreana recuerda tantas leyendas de mala vida sobre esa calle.

– Sí, con travestis, putas y todo. Nos vemos cada día, somos parte del inventario unas y otras, pero, muy respetuosamente, nunca cruzamos palabra. Los travestis son patéticos y maravillosos a la vez: los últimos seductores, ahora que las mujeres no usan más que bluyines. Y las putas… ellas me provocan enormes fantasías, le tengo una historia imaginada a cada una: la anoréxica dopada que pesa cuarenta kilos y no usa calzones; la que parece costurera, tan vieja con el mismo abrigo raído todo el invierno, es la antítesis de lo glamoroso y sin embargo conserva su clientela; la que se pellizca los pezones para tenerlos siempre parados bajo su blusa de macramé. También hay una señora canosa, con pinta de mamá; si la vieras haciendo las compras en el supermercado, jamás te imaginarías dónde trabaja de noche. Hay una muy sexy que anda vestida de plateado, usa mallas y tacones altísimos. Son siempre las mismas. Lo divertido fue el día en que caímos en cuenta con Rubí de que no sólo ellas nos provocaban fantasías a nosotras, sino también nosotras a ellas. No sé cuáles, pero me entretiene especular…

Al llegar, Toña sirve los jugos. Ya envueltas en la cálida intimidad de la cabaña, ambas tendidas sobre la alfombra, las piernas arriba del pequeño sillón, retoma la pregunta de Floreana:

– Bueno, mis encuentros son cada vez más escasos. Es como si los hombres me tuvieran ganas y terror a la vez; mi imagen pública los acojona y los excita, pero al final tanta pantalla y tanta prensa les resultan amenazantes. ¿Quién dijo que la fama era afrodisíaca? ¡Mentira! A mí solamente me ha servido para convertirme en una desconfiada.

– Yo habría jurado que tenías miles de pretendientes…

– Sí, pero algo pasa cuando soy yo la que los elijo. Al principio se sienten orgullosos, pero al final siempre terminan arrancando. Mi última historia duró tres semanas. Él es un actor de televisión que se ve de lo más macho, pero en realidad es un desastre. Le costaba calentarse de verdad. En nuestro segundo encuentro, me dijo que no le gustaba mi ropa interior, parece que la hallaba rasca. Humillada, accedí a ir con él de compras. Me da hasta vergüenza contártelo.

Floreana se pregunta si existe algo que verdaderamente avergüence a Toña.

– Me compré portaligas, negligé… todos los lugares comunes del erotismo visual, porque él los necesitaba. Pero resulta que en la cama los preámbulos eran eternos. Al principio pensé: qué maravilla, éste sí sabe lo que queremos las mujeres. Cuando por fin me penetraba, era tal mi calentura que yo acababa al tiro, y él conmigo. Tenemos sincronía, más encima, dije, esto es como mandado del cielo. Pero a poco andar capté que todo ese preámbulo no era para hacerme feliz a mí, sino para disimular lo poco que él duraba.

– Eyaculación precoz… ¿Y ni siquiera lo asumía como un problema?

– ¡Ni soñarlo! Y yo, la muy tonta, gastando todas mis energías haciéndole comiditas, masajes en la espalda, tinas con espumas… ¡para eso! A mí me gusta el pico y estoy dispuesta a hacer por un rato de geisha a cambio. Pero este hombre me hacía de todo menos lo que yo quería: que me lo metiera bien metido.

– Lo abandonaste, supongo.

– No me lo vas a creer, pero se dio el lujo de dejarme él. Con la cantinela de siempre: que yo era amenazante, que conmigo o se comprometía en serio o nada, que yo era tan total que no servía para una simple aventura, etcétera.

– ¿Por lo menos le dijiste en su cara lo que pensabas?

– ¡Por cierto! Que era último de malo para la cama, que para ser masturbada prefería a una mujer, que él era un eyaculador precoz y que se fuera a la mierda. Se puso furioso: métete con una mujer, entonces, me dijo, si te crees tan experta en sexo. Esa noche se lo sugerí a Rubi, y la verdad es que lo pasé mucho, pero mucho mejor.

7

El comedor parece especialmente alborotado a la hora del almuerzo. La austeridad de la construcción, sumada a una enorme mesa rectangular con largas banquetas a sus lados, podría dar la impresión de un convento, pero el barullo lo desmiente.

Aparte de Elena, en la cabecera, nadie ocupa un puesto fijo. Se van sentando a medida que llegan, después de que a la una y media de la tarde ha sonado la gran campana que cuelga en las afueras de la cocina. Maruja la toca dos veces al día como si en ello le fuera la vida. El tañido es de tal potencia que llega hasta cada una de las cinco cabañas alrededor de la casa. En rigor, no es necesario; al terminar las mujeres sus tareas (la ociosidad matinal está prohibida; es para prevenir la depre, según Toña), se dirigen espontáneamente al gran salón que precede al comedor. Y a la hora de comida, pasan todas juntas a la mesa tras la convivencia de la tarde. Actividades hay para todos los gustos en la casa grande. De partida, «la terapia», como la apodó Toña: consiste en un grupo de conversación donde cada mujer plantea con libertad el tema que le interesa, personal o colectivo, abstracto o concreto, y se charla en torno a él, normalmente bajo la guía de Elena. Esto se lleva a cabo en el comedor, las puertas cerradas hacia el salón, porque el desorden y el ruido se generan básicamente ahí. La televisión abarca un sector al que se arriman las adictas a las telenovelas; al otro extremo esperan los mullidos sillones de tapiz blanco donde se teje, se copuchea, se hojean revistas, y donde toda actividad está permitida, desde confeccionar muñecas hasta pintarse las uñas. Es usual ver a alguna sentada de lo más erguida en la silla de coigüe de la esquina, peinándose al lado de la mesita de vidrio llena de los adminículos que administra Maritza. Ella es peluquera y todas las tardes acarrea al salón un enorme canasto donde se encuentra desde un secador de pelo hasta anticuados bigudíes, pasando por distintos tipos de cepillos, lacas, peinetas y tijeras.

– Nadie es más generosa que Maritza -le había comentado Constanza la primera tarde, espantando el desconcierto de la cara de Floreana ante esta escena-. Ella se gana la vida en una peluquería de Talca, y con mucho esfuerzo logró costearse la estadía aquí. Una habría esperado que en este lugar descansara, pero todas las tardes peina a alguien y lo hace con enorme gusto. No soporta vernos con los pelos mal cortados, o secos y desarreglados. A mí me aconsejó un aceite especial que le encargué a Elena a Puerto Montt, y con él me hizo unos estupendos masajes capilares. Pero, eso sí, en la cabaña; lo máximo que Elena acepta aquí en la sala son cortes y peinados. Maritza lo hace todo gratis.

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