Estos comienzos de invierno son los que han recibido a Floreana. El Albergue es sobrio pero no es precario. Firme como un castillo de piedra, el viento no lo mece ni lo atraviesa la lluvia. Floreana está segura.
Ha desafiado su propia descripción de sí misma con esa impetuosa visita al policlínico. Segura en ese momento de que sus sentimientos eran pulcros, le entregó a la enfermera los paquetes de cigarrillos Kent. Son para el doctor, le dijo. Cuando la enfermera le preguntó si deseaba hablar con él, ella salió casi corriendo. No se detuvo hasta llegar al comienzo de la ladera. Allí respiró y fue como encontrarse con su propia persona de visita, mirándose sin reconocerse. ¡Dios de los cielos, mi desmesura! Pero reunir las energías para subir la colina era ya trabajoso en sí mismo, y en aquel esfuerzo postergó, como otras veces, la reprimenda que creía merecer.
El cementerio del pueblo, con sus tumbas mirando al mar desde lo alto, indiferente al estampido de las olas, se halla a medio camino de la subida. Majestuoso el paraje, humildes las moradas finales. A Floreana siempre le ha gustado visitar los cementerios en los lugares a los que llega, piensa que siempre entregan claves sobre sus habitantes. Se interna por la pequeña senda para acudir a esta primera cita. Entre las cuatro y media y las cinco se marca el inicio de la tarde para Floreana en estos días. Son las cuatro, aún es temprano.
Algunas lápidas se acuestan sobre la tierra, otras se yerguen sin altivez. Ausente el mármol, las hay construidas de piedra y otras de simple madera. Apegando su manta al cuerpo, Floreana pasea entre los nombres desconocidos con sus fechas lejanas o recientes, y las flores marchitas, inevitables. Piensa en cuan hermosos son los pequeños cementerios de los pueblos y elige un montículo de arena rodeado de maleza larga, el lugar idóneo para sentarse a mirar el mar. Fija los ojos en la línea del sol.
La reprimenda, ya, que venga. Total, no ha pasado más de un mes desde la tarde aquélla, en ese café.
Una ranura en la conciencia: Santiago.
Floreana detesta esperar. La irrita que su ritmo interno no coincida con el del mundo. No sabe qué hacer en el café. No desea ser percibida como la que espera, que la olfateen como a una hembra y detecten ese desajuste. Prende un cigarrillo y fingiendo encontrarse allí por casualidad, decide ocuparse de otra cosa. Pide el primer café, luego saca su agenda de la cartera y mira muy concentrada alguna anotación.
Aprovecha de prepararte, le dice la voz interna, has salido muy arreglada, gastaste un buen tiempo moldeando tu apariencia, hasta la distribución de las gotas de perfume fue exacta, pero se te olvidó prepararte: ¿qué táctica vas a usar? Mierda, responde la otra voz -las mujeres suelen tener dos voces-, ¿por qué debo tener una táctica?, ¿es que no puedo asistir a una simple cita sin cálculo? Se responde: ¿has olvidado en qué mundo vives?; ya nadie se enfrenta a nadie sin un mínimo diseño. ¿Y qué diseño necesito?, su segunda voz suena más bien humilde. La otra, segura: una estrategia de poder, aunque sea simple; de eso se tratan hoy las relaciones. Además, él está atrasado; tú nunca habrías llegado tarde…
Pobre, ¡cómo vendrá de angustiado con la tardanza, se quedó atascado en un taco, no ha tenido dónde estacionar, debe venir agitadísimo! Y yo, relajada, no he necesitado caminar más de un par de cuadras. No tengo oficina ni jefe que me requieran a último minuto, a nadie le importa a qué hora me levanto de mi escritorio.
Ya, Floreana, no seas tonta justificándolo así: si para él fuera importante la cita, habría tomado las precauciones.
La palabra táctica queda rondando en sus contradictorias percepciones. Ella no traía ninguna y de pronto se sintió mal equipada. Bebe un sorbo de su capuchino y trata de concentrarse. Mierda, estoy desarmada.
Media hora de atraso. ¿Será humillante esperarlo un poco más? ¿Cuánto es el tiempo razonable, lo decente, que una mujer espera a un hombre en un café? Nadie le enseña a una esas cosas. Lo peor es intuir que él de verdad ha tenido algún problema inmanejable y por dignidad, por mera dignidad, verme obligada a partir… En realidad, debe ser feo esperar más de media hora.
Anota algo en su agenda, que la crean ocupada, que nadie sepa que está esperando mientras suplica, por favor, que no me postergue esta cita, que no me llame esta noche para aplazarla, ya no es un problema de sentimientos sino de producción, no resisto la idea de arreglarme de nuevo, de elegir hasta los calzones, de volver a fijar un sitio, de volver a llegar antes que él, de enredarme una vez más en estos nervios anticipatorios.
Debo parecer patética. La primera voz, más ronca y asertiva, le murmura: eres patética. Te han dejado plantada.
Fue efectivo: la dejaron plantada.
Floreana esperó una hora, una larga hora, y él no llegó.
Al retirarse, sólo atina a identificarse con aquélla que su almita arrastró por el fango.
Inobjetable la hermosura de su rostro: tendida esa noche en la alfombra de la salita común, con el licor de damasco en la mano y su largo pelo alborotado, Angelita hace su relato.
– Lo peor de todo es que vivo entre dos aguas y no distingo bien cuál es la mía. No soy, en el fondo, una de ustedes. No sé a qué categoría pertenezco -lo dice con delicadeza, mirando una por una a sus tres compañeras de cabaña.
La pieza se ha convertido en una sola y densa humareda azul. Cada vez que la conversación se pone «intensa», las cuatro encienden un cigarrillo tras otro…
– Es el impulso de la antigua mujer, la que cabalga entre dos caballos y se ha quedado al medio, sin identidad muy definida. No se atreve a acelerar, por razones casi ancestrales, pero intuye que el freno no la lleva a ninguna parte -murmura Constanza, vestida entera de gris perla. Está sentada en una de las sillas y reclina su cabeza sobre el brazo que apoya en la mesa del desayuno.
– Me da la impresión -dice Toña- de que las mujeres del mundo popular lo han resuelto mejor que las pitucas, han avanzado más. No se dejan embaucar así no más. Con o sin conciencia, ellas tienen bastante propiedad sobre sí mismas, la vida las ha obligado a echarle para adelante con todo. Miren a Aurora, por ejemplo -Toña está sentada con las piernas cruzadas en el suelo y Floreana la imagina, por su posición y su cara tan pintada, como un jefe indio-. Para mí, Aurora está a la vanguardia con respecto a Angelita.
– Eso yo creo que habría que discutirlo más -opina Constanza.
– ¿Y cómo llegaste tú aquí? -le pregunta Floreana a Angelita, temiendo perder el hilo anterior.
– Por sugerencia de mi sicóloga. Al principio me miraron raro, debo reconocerlo.
– ¡Obvio! Todas pensamos: ¿qué hace aquí esta mujer tan linda y tan elegante? ¿Qué problema puede tener? -Toña imita a una mujer censuradora.
– Mi problema es que siempre me encantaron los hombres de mala reputación, hasta que me casé con uno -Angelita sonríe-. Era un sol, un verdadero Adonis. Su olor siempre fresco me fascinaba. Le entregué mi devoción absoluta. Él pensaba que mi belleza (por favor, no me crean pretenciosa, lo decía él) era la única justificación para que yo estuviera en esta tierra, la única.
– ¿Y qué pensabas tú? -pregunta Constanza, un poco agresiva-. ¿No calculaste que la belleza es pasajera?
– No, yo no pensaba nada, sólo que él era mi razón de ser. No se me habría pasado por la mente estudiar ni trabajar. ¿Para qué? La plata nos sobraba, vivíamos en una casa muy bonita, teníamos un fundo precioso en Paine. Viajábamos continuamente, vivíamos de fiesta en fiesta. Él tomaba como loco, coqueteaba mucho, pero a mí me daba risa, nunca se me ocurrió que fuera a hacer nada contra mí, aunque todo el mundo sabía, incluida yo misma, que era un putamadre.
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