– Déjame dormir aquí, le pedí. A él no le pareció adecuado. En el sillón, Fernando, le dije, ni siquiera me voy a meter a tu cama. Él me miró dudoso, seguramente pensando también que mi crisis estaba llegando al límite y preguntándose, yo creo, si importaba o no que otra mujer hubiese abandonado recién el departamento… Porque en el fondo no era de verdad importante para ninguno de los dos.
– A veces ese tipo de cosas son culturalmente importantes, pero no genuinamente -dice Toña, comprensiva.
– Terminé en su cama deshecha, ni asco me dio. Fernando se quedó dormido en el sofá. A medianoche lo fui a ver.
Azorada, escruta a sus interlocutoras con sus ojos verdes -los ojos de un gato, confirma Floreana: el color limón del suéter los realza-, vergüenza y sumisión parecen combatir en ella.
– Terminamos haciendo el amor.
– ¿Cómo te sentiste sabiendo que eras su segunda opción de la noche? -le pregunta Constanza-. Porque una casi nunca tiene las pruebas, que siempre son virtuales…
– Ni vejada ni humillada. Es que yo misma se lo pedí, y de la forma más obscena: yo, que era tan recatada, me encontré fuera de mí, desnuda frente al sillón donde él estaba durmiendo, con las piernas abiertas, rogándole, desesperada… ¿Saben por qué no me importó? Era como si me hubieran tirado un misil de frente para destruirme, y yo lo desarmé con mis propias manos.
Angelita vuelve a prender un cigarrillo, su licor está casi intacto. Mira a Toña, que no ha cambiado un ápice su postura en el suelo, a Floreana y a Constanza, sentadas ambas, reclinadas sobre la mesa del desayuno, y con la mano trata de limpiar el aire:
– Así logré topar fondo. Eso es todo.
– De partida, Aurora, tienes que arreglarte esos dientes -Angelita lo dice alzando su cuerpo con dificultad desde la mata de papas en que está trabajando, y se despereza-. Ninguna reparación interior puede resultar sin ese detalle.
Su interlocutora es la más pobre de todo el Albergue, según le han dicho a Floreana.
– No puedo, no tengo plata para eso -contesta Aurora.
Angelita se le acerca, se limpia bien las manos contra sus pantalones y le abre cuidadosamente los labios, dibujando con el gesto un nuevo orden de los dientes en ese rostro. Luego la mira, evaluándola.
– Entonces, yo te la regalo. Pero el tratamiento te lo vas a hacer de todos modos, Aurora, de todos modos.
Trabajan en la huerta, detrás de la arboleda que esconde las cabañas. Floreana siente la huerta como un lugar que calma. Un lugar del hacer, de las manos, del alimento. Se ha inscrito para trabajar allí toda la semana. Los pepinos crecen enormes en un pequeño invernadero al final del terreno sembrado, tan grandes como los que vio en Ciudad del Cabo. Ella, que aborrece descomunalmente lo doméstico, escucha a Dulce diciéndole: «Acuérdate de que la Yourcenar amasaba su pan cada mañana.» Entonces piensa en arrancar ciboulettes del almacigo y en comprar unos yogures sin sabor para hacer la ensalada de pepinos cortando la verdura en trocitos y no en rodajas, como la comió una vez en Sudáfrica.
Olguita está sentada sobre una manta en el suelo, limpiándoles el verde a las zanahorias, y escucha las débiles protestas de Aurora.
– ¡Qué rara debe sentirse una con tanto dinero en la mano! -le dice a Angelita-. ¿A usted no le bajan sentimientos de culpa, mijita, al ver tanta pobreza a su alrededor?
– No, ninguno -responde Angelita con genuina liviandad-. Trato de compartir y suelo dar gracias por lo que me tocó. Créeme, Olguita -agrega con su preciosa sonrisa-, que yo puedo ver a Dios en un pañuelo de Hermès.
– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, mirándola con el ceño fruncido.
– No importa, olvídalo.
Mientras Floreana se ríe, Angelita se acerca más a ella y, maliciosa como una niña, le confiesa:
– La verdad es que en el fondo lo paso fantástico; pero la tentación de pasarlo mal es irresistible, irresistible -y se vuelve hacia Aurora-: Hemos hecho un trato y ya está cerrado. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -responde Aurora, parca y digna como es.
– ¿Adonde partió Fernandina cuando te fuiste a Sudáfrica? -le pregunta Angelita a Floreana, cambiando de tema para no hablar más del asunto-. ¿A Cartagena?
– ¿Cartagena? Ah, la conozco. Mi yerno tiene allá una casita de veraneo.
– No, Olguita -interrumpe Angelita-, no estamos hablando exactamente de ese lugar. Cartagena de Indias, querida, de Indias. ¡Créeme que es otra cosa!
Floreana renuncia a responder, y Olguita a entender el léxico de estas chiquillas -como las llama-, concentrando sus manos en las zanahorias. Luego se las mira y comienza a hablar sobre su reumatismo.
– Cuando una se enferma aquí, ¿qué hace? -pregunta Floreana.
– Depende -le responde Olguita-. Para mi reuma no hay nada que hacer. Pero si alguna se indispone, acuérdese de Elenita que no por ser siquiatra deja de ser doctora.
– Y si es algo más grave, nos vamos al policlínico -agrega Aurora-. Yo, por ejemplo, tuve una otitis y me la curaron ahí.
– Yo quisiera enfermarme -dice Angelita, que ha vuelto a su posición en la tierra junto a las papas- sólo para ver al doctor y estar con él. Pero tengo una salud de fierro, de fierro.
– Ay, el doctorcito -Olguita asiente con la cabeza, moviéndola de arriba hacia abajo-. ¡Qué hombre tan bueno ése!
– Lo he visto cabalgando sobre un precioso caballo negro, ¡irresistible! Pero es como si no existiéramos para él, ¿se han fijado? Tiene veinte mujeres arriba de su cabeza y ni nos ve.
– A Elenita sí la ve, porque son amigos. A veces viene a tomarse un trago con ella.
– ¿Y por qué nosotras no lo vemos nunca? -pregunta Angelita con curiosidad.
– Porque viene de noche y se va directo a las dependencias de Elenita. No tiene ningún interés en toparse con tanta mujer dando vueltas…
– ¿Qué tenemos de malo? -insiste Angelita.
– Ustedes no tienen nada de malo, mijita. Lo que pasa es que él no quiere ni saber… Pobrecito, ha sufrido mucho.
– Y tú, Olguita, ¿cómo lo sabes?
– Porque somos amigotes. Yo ya estaba aquí cuando él llegó, cuando Elenita lo convenció de que se viniera. No crean que fue una decisión fácil para un médico de la capital.
Las otras tres mujeres han detenido el trabajo y miran interesadas a la vieja.
– Yo soy una tumba -les dice Olguita-. Si quieren información, pídansela a Elenita, no a mí. Yo nunca cuento las cosas de otros.
– De acuerdo -transa Angelita-, pero dinos al menos qué le pasa con las mujeres, no creo que sea tan privado, tan privado. ¿O acaso es gay?
– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, sospechosa ante semejante palabra.
– Maricón.
– Ay, por Diosito, ¡cómo se le ocurre!
– Pero si no es un pecado -interviene Floreana por primera vez-. De hecho, cada vez abundan más sobre el planeta…
– Pero es feo -sentencia Aurora, en general de pocas palabras.
– Así es que ése era el problema -la provoca Angelita-, ¡quién lo hubiese dicho!
– No, no -salta Olguita, resuelta a dejar a su doctor bien plantado-. Es que tuvo un matrimonio desgraciado; le tocó una mala mujer.
– ¿Tú crees que existen las malas mujeres? -pregunta Angelita, dudosa.
– Sí, mijita, hay que reconocerlo. Una cosa es que haya tantas que sufren, en eso estoy de acuerdo. Pero que existen las malas… existen. Y yo me las he topado. También se las topó el doctor.
– Las brujas -sentencia Floreana-. Las famosas brujas. Debiéramos reivindicar esa palabra. Apuesto a que a todas nos han llamado así alguna vez.
– Apuesto a que todas alguna vez hemos sido malas -agrega Aurora, medio riéndose- y se nos olvida.
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