– Más vale que lo recuerden, chiquillas. Porque si ustedes, que son jóvenes, no son capaces de ver el otro lado, no van a encontrar ni un solo hombre que las quiera. ¡Acuérdense de mí! Yo tuve un matrimonio feliz y sé lo que digo.
– Pero ha pasado el tiempo, Olguita -responde Angelita con su dulzura acostumbrada-, y ahora las relaciones son más complicadas, créeme que son mucho más complicadas.
– ¿Y cómo se llama el doctor? -Floreana aparenta un interés casual.
– Se llama Flavián -contesta Olguita con respeto-, el doctor Flavián Barros.
– Nadita de malo el doctor ése -opina Aurora-, que me toque no más si tiene que hacerlo, aunque con la otitis me tocó la pura oreja…
No gasta muchas palabras Aurora, pero es mujer de armas tomar y cuando habla, lo hace de veras.
Esa mañana ha conversado con Floreana cuando iban a la huerta.
– Todo lo que soy se lo debo al Juancho -había comenzado-. Si no es porque me abandonó, no me pongo nunca las pilas.
– ¿Cómo pasó?
– Llegué un día por ahí a pedir cinco mil pesos prestados, para comprar una maleta. ¿Pa qué querís comprar una maleta, Aurora? Pa ir a Copiapó, contesté yo. ¿Y a qué? A buscar a mi marido. ¿Cuánto hace que se fue?, me preguntaron. Hace doce años, contesté. ¡Doce años! ¿Y quién te dijo que lo ibai a encontrar? Llegué a Copiapó y lo encontré. Le dije: te vengo a buscar, eres mi marido, tengo tres hijos tuyos, nos vamos. Ya, puh, me dijo él, ¿cuándo nos vamos? Mañana.
– Y él, ¿estaba solo?
– No. Igual hizo su maleta y me dijo: te voy a pedir un favor no más. Déjame dormir esta noche con la otra, dame permiso… Bueno, ya, le dije, entre doce años o doce años y un día, ¡qué más da! Y me llevé las maletas hechas, la suya y la mía, y lo esperé, como habíamos quedado, a la mañana siguiente en la parada del bus. Yo tenía mi pasaje y ni un peso más. Llegó el bus, él no apareció. Me subí no más.
– ¿Fuiste tan lejos para nada?
No deja de jugar con los botones de su casaca de lana, café como la tierra, como las papas más viejas… O como el barro. Café como sus ojos y su pelo.
– Tú dirás si fue para nada -habla lentamente-. De acuerdo, Juancho se hizo humo, pero llegué a mi pueblo, allá cerca de Chillan. No tengo marido, avisé. Y resulta que al año, mujer, me había convertido en lo que llaman microempresaria, en el rubro de la agricultura, y en dirigente gremial. Empecé a juntarme con gente distinta, como que adquirí mundo. Mis amigos del sindicato me presentaron al gobernador, y él, cuando me vio mal, tuvo la idea de que me viniera para acá. Es amigo del gobernador de Chiloé y me recomendó.
– ¿Por qué te bajoneaste, si te fue tan bien después de lo de Juancho?
– Por culpa de otro, del Rambo. Parece que no se me atreven los hombres, como que me ven muy fuerte. Y eso me decae…
– ¿Y fue larga tu historia con el Rambo?
– Sí -rápida pasa una sombra por sus ojos-. No me iba a quedar sola pa siempre, si una necesita un macho. Pero yo era más capaz que él y él lo sabía. No me trataba bien; ¿sabís qué nombre me puso?
– ¿Cuál?
– La Cara de Poto. Así hablaba de mí el huevón del Rambo. Antes de venirme se las pagué. Alentada por las compañeras del sindicato, nos fuimos al bar donde él se la pasa tomando y en venganza escribí en todos los baños: «Al Rambo no se le para.»
Se ríe contenta mostrando sus dientes chuecos.
– ¿Y llegaste alguna vez a Santiago?
– Una vez, no más. Fui porque mis hijas querían conocer los ascensores. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Hoy no me hace ni una ilusión.
Aurora representa cerca de sesenta años. Floreana se impresionó cuando, al cerrar la conversación, ella le confesó que tiene cuarenta y ocho. Enrabiada frente a la crueldad de la naturaleza había comenzado Floreana su jornada en la huerta.
Ahora la terminaba porque el sol, debilitado, avisa que el mediodía ya cruzó la isla hace un buen rato. Atraviesa la huerta para recoger los pepinos del invernadero; piensa en su propio nombre y en el del doctor. Flavián y Floreana son nombres que tienen sonido de agua, la f con la l suenan acuáticas a sus oídos.
– ¡Se me fue mi niño! -llora doña Fresia al borde de la histeria, sujetándose en el hombro de Elena-. ¡Se me fue mi niño, y usted, señora Elena, usted tiene que ayudarme a recuperarlo!
Como los llantos se transformaban en alaridos y no bastaron las manos suavizadoras ni el consuelo susurrado de Elena, ésta mira a Floreana y le ordena despacio pero con firmeza:
– Corre al policlínico, díle al doctor que venga rápido, que traiga un calmante inyectable.
Atravesada por la angustia de la vieja doña Fresia, Floreana obedece. Hace un rato ella iba cruzando por casualidad la puerta del Albergue cuando el Curco, corriendo como conejo asustado, llegó donde Elena avisando que la necesitaban en el pueblo. Floreana había interrumpido su trabajo en la huerta un momento y se disponía a volver cuando Elena le pidió que la acompañara.
Es que esa mañana ha aparecido, luego de ocho años, la nuera de doña Fresia, sin aviso, desde la nada, y arrebató a su hijo, partiendo con él luego de haber insultado y acusado de robo a su suegra mientras ambas tironeaban del niño, venciendo la más joven. Dicen que el niño gritaba aterrado tratando de zafarse de su madre, esa mujer a quien no conocía, y que lloraba por volver a las manos de su abuela. La casa de doña Fresia se encuentra en las afueras del pueblo, sin vecinos cercanos que la hubiesen podido ayudar ni dar testimonio del hecho.
La nuera no quería al niño, nunca lo quiso, les había explicado doña Fresia. Cuando llegó el momento del nacimiento, fue a parirlo a la letrina; lo botó ahí mismo y se arrancó. Por cosa de Dios, dijo doña Fresia, la habíamos recién limpiado y la guagua se mantuvo ahí hasta que los niños sintieron su llanto. Doña Fresia recogió a su nieto del pozo, lo aseó, lo salvó de morir. Pasaron ocho años hasta hoy, cuando la verdadera madre volvió a buscarlo.
Se me fue mi niño. Esas palabras palpitaban en el corazón de Floreana. La imagen de José, su propio niño ya crecido, le golpea la cara como un aguacero. También la de Emilia, su sobrina del alma, la hija de Isabella que siente tan suya. Y envuelta en los resplandores de esos dos rostros, probablemente los que más ama, llegó sin darse cuenta a la puerta del policlínico.
El policlínico está situado al final del pueblo, a la orilla del mar, en una especie de prolongación de la tierra firme que parece falsa por alzarse allí la única construcción que se sale de la ordenada línea de la ribera. Es una casa antigua, de construcción chilena. En estas tierras los adobes del Valle Central se transforman en tejuelas. Cuatro vigas anchas sujetan un largo corredor, y la casa está entera pintada de color café, sólo las ventanas son amarillas. Dos cipreses bien torneados esconden alguna construcción hacia el costado izquierdo mientras un gran manzano antecede a la casa. Y tras él, una gruta con la Virgen, diseño de algún Gaudí local, de piedras pintadas entre blanco y celeste, formando una rara estructura, un triángulo triste que casi llegó a ser rectángulo. La Virgen moldeada en cerámica tiene unos alucinados ojos de loza. Siempre hay muchas velas prendidas a sus pies.
La enfermera pidió excusas, un paciente muy enfermo había recién entrado a la consulta, ¿no le importaría esperar un poco? Alcanza a ver, a través de la puerta de la oficina del doctor, un ventanal hacia el mar que le regala la más privilegiada vista de la isla. A la derecha, el pequeño faro que ella ha divisado muchas veces desde la colina, y a la izquierda, escondida, una caleta, una pequeña hendidura de agua con botes, gaviotas, pescadores y redes. La enfermera le ofrece asiento. Inquieta, Floreana opta por pararse frente a la ventana de la sala de espera, dándole la espalda al quehacer de este pequeño hospital y a los olores que de él emanan, entre químicos y humanos, olores que la trasladan a recuerdos que quiere evitar a toda costa. Trata de concentrarse en doña Fresia, pero se entromete su propio hijo sin que su voluntad lo llame. Él está bien, se repite Floreana, está con su padre que es toda su dicha, no debo alterarme. Le va a escribir a Emilia; la única carta que ha recibido hasta ahora venía de ella.
Читать дальше