Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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Y con alegría: Floreana la ha visto reír con la boca muy abierta, mostrando sin pudor un diente de oro.

El único otro lugar de convivencia al atardecer es la biblioteca, lugar favorito de Floreana. Sospecha que lo es también de Elena, por la ornamentación del espacio. Los estantes de libros son enormes, cerrados con puertas de vidrio, y cubren las cuatro paredes. El piso es el único alfombrado de todo el establecimiento. La gran estufa de fierro se ve siempre prendida, y se le sugiere a cada visitante agregar al fuego un palo de leña. Las terminaciones de las murallas son especialmente finas y se destacan las ventanas cuyas torneadas molduras de canelo y vidrios de colores acogen con silenciosa elegancia. Las mesas de trabajo se esparcen amistosas por la pieza. Al fondo, al lado de un equipo de música, dos sillones de cuero tientan hasta al más iletrado. La biblioteca es también sala de música para la que desee escucharla de verdad, porque allí se escribe y se lee, y la ausencia de voces humanas es absoluta. Cuando Floreana vio la cantidad de discos disponibles, Elena le contó que no todo era obra suya: las visitantes regalan sus discos al partir. De las siete de la tarde en adelante, sólo se oye música clásica.

El día de su llegada, Floreana había mirado los estantes en su orden perfecto, y por hábito se dirigió a la sección «Historia», en el mueble que contenía los ensayos. Su sorpresa fue grande cuando aparecieron ante ella sus propias publicaciones.

– ¿Cómo llegaron hasta aquí? -le preguntó a Elena, emocionada.

– Este libro lo compré yo, hace años -Elena tomó la obra más conocida de Floreana, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVII chileno -. El otro me lo envió Fernandina apenas supo que tu visita al Albergue se había concretado.

Qué diligente Fernandina, pensó Floreana, y aunque se habría quedado horas mirando sus propios libros en este nuevo contexto, avanzó al siguiente estante, abochornada de que Elena la pudiera creer egocéntrica.

– Aquí está la sección «Literatura», la más codiciada y voluminosa -comentó Elena-. No sólo por mi gran afición, sino por la cantidad de libros que las mujeres traen. Son muchas las que se ilusionan pensando que por fin tendrán tiempo para leer. Y más de una se ha encontrado con la misma novela en las manos, por eso hay libros repetidos. Es como con los discos, los dejan para que otras los aprovechen.

Mirando títulos al azar, también Floreana ha alentado esperanzas en cuanto al tiempo. Si sigue así de escaso, vamos a volvernos todos estúpidos, era su certeza. (Durante la dictadura se condenaba a algunos «enemigos de la patria» a arresto domiciliario. Floreana había fantaseado con ser importante y perseguida, para estar obligada a permanecer inactiva y encerrarse a leer como única actividad. Una fantasía frívola, imposible de compartir o reconocer.)

Pero Floreana participa en el ruidoso almuerzo de esa mañana a comienzos del invierno, y está lejos de la tentación de la biblioteca. Elena ha avisado que va a Castro al día siguiente y pregunta si hay encargos.

– A mí se me acabó el hilo -anuncia Olguita, como si perdiera el rumbo cuando su crochet está ocioso.

– Pucha, Elena, tienes que traer muchos ovillos… mi cama no tiene colcha bordada todavía y me siento discriminada -se queja una de las bellas durmientes, las únicas que no disfrutan todavía ese lujo.

– Yo necesito urgente una caja de támpax -dice Patricia, una mujer cuarentona que se ha sentado a la derecha de Floreana.

Salta sobre su voz una chiquilla joven de aspecto herméticamente puro:

– Patty, deberías usar las toallas higiénicas que venden en el pueblo. Te lo he dicho veinte veces: a la larga los támpax producen cáncer al útero.

– ¡Me cago en el cáncer, Consuelo, y de paso en todas las nuevas tiranas: las ecologistas, las naturistas y las sanas! El támpax es la gran liberación del siglo y no lo cambio por nada.

– Yo diría que es la píldora, no el támpax -dice otra con voz indiferente.

– Es que esta Patty le pone tanto color a todo… -mueve la cabeza Maritza.

– Ya, no discutan -interviene Elena-. Esta noche dejen sus listas en mi oficina, porque salgo al alba.

– ¿Se puede encargar cigarrillos? -pregunta Floreana tímidamente.

– Pero si hay en el pueblo…

– Es que no hay Kent.

Elena la mira y Floreana se pregunta qué diablos acaba de decir.

Cuando Maruja ya ha depositado con orgullo el cordero asado en una enorme fuente de greda, Patricia se da vuelta hacia Floreana:

– ¿Por qué tienes un nombre tan raro? -le pregunta a boca de jarro.

– Por culpa de mi padre. Es un ornitólogo un poco fanático, pasó su luna de miel en las islas Galápagos y les puso a sus hijas los nombres de esas islas.

– ¿Es cierto eso? -Patricia se ajusta al cuerpo una ruana de colores estridentes.

– Sí. Mi hermana mayor se llama Isabella, la segunda soy yo, y la tercera, Fernandina. Luego vinieron hombres, pero de haber sido mujeres se habrían llamado Genovesa y Española. ¿Te imaginas? Cuando nació una última mujer, mi mamá se opuso a seguir con el juego. Gracias a eso, la cuarta se salvó.

La cuarta se salvó, repite en su interior. La cuarta se salvó.

– ¿Y cómo se llama ella?

– Dulce.

– La regalona, ¿verdad?

– Tanto así que cuando se paró por primera vez para caminar, mis padres la volvieron al suelo para que siguiera gateando.

– ¿Y tus hermanos?

– Luis, Juan y Manuel.

– ¡Qué discriminación! ¿Y te gusta llamarte así? -insiste Patricia.

– Si el nombre nos determinara -suspira Floreana-, preferiría no tener nombre de isla.

Su interlocutora la mira con ironía. Pertenece a la cabaña de las intelectuales.

– ¿A qué te dedicas? -pregunta Floreana.

– Soy socióloga.

– ¡Ah!

– ¿Eres casada? -le pregunta Patricia a su vez.

– Ya no. ¿Y tú?

– Tampoco -dice Patricia-. Lo fui.

Y como Floreana advierte que en este lugar todo se puede preguntar, lanza su curiosidad como si tal cosa:

– ¿Y qué pasó?

– Nada -contesta Patricia con toda naturalidad-. Mi primer marido fue como todo primer marido: una lata. Cumplió su papel y yo el mío. Después, empezó la vida -y ensarta el tenedor en su pedazo de cordero, despachando a Floreana.

Para Dulce, recuerda Floreana, el encanto constituía una profesión en sí misma, como tal vez la irreverencia para Patricia. Mira su plato. No quiere comer cordero. Su estómago le avisa cierta inquietud. La sangre de las veredas no se borra. Queda impregnada en las calles. No se limpia sino hasta pasadas muchas lluvias.

8

El humo y la bruma se confunden cuando comienza el invierno en la isla. De día, las siluetas se diluyen en el fondo verde oscuro y en el gris del atardecer; por la noche no se ven, porque no se ve nada de nada… a menos que las estrellas se apiaden de los mortales venciendo a las nubes. Llueve mucho en el invierno de la isla, las nubes parecen ariscas ante cualquier voluntad que no sea la propia.

De colores difusos, las personas del pueblo se escurren hacia el interior de sus corazones y de sus casas siempre bajas cuando comienza el invierno, pero aun así nadie acostumbra excluir a nadie de la intimidad. Los braseros y las estufas arden a la espera de quien los comparta, y enormes ollas con agua nunca terminan de hervir sobre sus lomos. La lana lo cubre todo: cuerpos, camas, manos, sillas; las palmas y las cabezas de hombres y mujeres comprueban la sensatez de las ovejas. Viven en el interior por la irrupción de la lluvia, pero ellos han coexistido durante siglos con el agua. Ya saben llamar al calor; lo invitan y, una vez llegado, lo amansan. El deseo vehemente de cada habitante de esta isla es ocupar junto a otro la cama de la noche; es demasiado triste dormir solo y despertar al hielo. No, las camas de a uno no son carnavales cuando se descuelga el interminable invierno. Las papas siempre en el fogón, los chicharrones, los mariscos, la harina y la chicha de manzana que se ha guardado del verano, nutren esa energía que el frío no consigue arrancar porque el calor, efectivamente, se apaciguó en el adentro gracias al alerce y sus tejuelas que velan por expulsar la humedad, grises de lluvia hoy aunque un día fueron rojas. El barro ablanda caminos y huellas y el viento hace de las suyas, con el solo obstáculo de las ramas de los mañíos, los cipreses y los canelos; los hombres no molestan al viento, caminan inclinando hombros y cabezas para que no los haga bailar. Si alguien cree que en el invierno del pueblo la naturaleza no cesa de llorar, se equivoca. Es sólo el agua que, como si el mar no hubiese bastado, se enamoró del lugar.

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