Hacia la derecha de la arboleda, en cuyo interior parecen esconderse las cabañas, se levanta una pequeña construcción, aislada, a la que llaman «capilla». No se escucha ningún ruido humano. La hora de silencio es solemnemente respetada por las mujeres. Viendo que aún le queda tiempo, Floreana se dirige hasta ahí.
Entra y se sienta en un banco. Todo es de madera. En lugar de las inexistentes imágenes -ni Jesús, ni Buda, ni Krishna-, sólo troncos en los muros y en el cielo, y al centro, presidiendo los bancos, un entramado de varillas de canelo forma un dibujo, una escultura, un altar virtual que la naturaleza pura ofrenda a las huéspedes.
Debe haber estado pendiente Floreana de que estaba viva. Todo su silencio -¡bendita hora diaria!- se concentra en un detalle inmenso: no ha muerto. Ella no ha muerto. El movimiento de sus vísceras continúa, como la respiración a través de su apretada garganta: no duele el aire que del mismo aire penetra. Por lo tanto, está viva. Sigue pensando, aunque sus pensamientos no tengan ton ni son: está viva. Siguen frente a sus ojos las varillas de canelo: está viva. Y los troncos en el cielo: está viva. Sus dedos siguen apretándose unos a otros: está viva. Se levantará, caminará por la arboleda y si se cruza con el Curco, éste saltará como conejo: por lo tanto, el Curco y ella están vivos. Entrará a la cabaña y la controlada voz de Constanza romperá la ausencia de sonido: imposible no estar viva si oye a Constanza en su hablar. La lluvia, sí, también la lluvia romperá el silencio, y si ella aún escucha la lluvia y siente la lluvia, y se moja con la lluvia, quiere decir que no ha muerto.
Ella no ha muerto.
Aunque parezca romperse el firmamento y la lluvia dé paso a la tormenta y se aproxime la borrasca y crujan vidrios y puertas, no morirá. La lluvia insensible y despiadada y desnuda, la tormenta y el firmamento enfurecido, serán inofensivos. Porque la vida aún no la ha descartado.
En la capilla, Floreana piensa en la muerte.
Luego, al saberse viva, recuerda que el camino a casa está siempre abierto. Ésa es la esperanza, le dijo Dulce un día: la última llama. Pero Floreana se pregunta: la casa y la patria, ¿qué son, dónde están?
Palabras que retumban en la madera vacía.
Su archivo de historiadora es un delirio del tiempo detenido. Todo lo que quedó del pasado yace ahí, inmovilizado en su materialidad. Ella lo hará vivir: es una forma de controlarlo. En los documentos mismos nada puede pasar ni cambiar, pero ella los hará bailar a su ritmo. Su interés en la Patagonia, ¿no es, Floreana, una fascinación por esa marginalidad radical que implica la extinción, los mundos que se acaban? Es la forma más absoluta de desaparecer de la historia. («Allí, al abrigo de sus pobres chozas, me referían cómo y de dónde habían venido los primeros hombres a estas regiones; cómo se formó la inmensidad de los canales y la nieve eterna que cubre de blanco sus montañas. Me dejaron conocer los nombres de las aves y demás seres vivientes, refiriéndome la particularidad mitológica de cada una de ellos; finalmente me referían los destinos de su raza, su pasado y su presente, y el porvenir oscuro que los condena a una desaparición definitiva.»)
Mis muertos vivirán en mi recuerdo, pero, ¿qué pasa con un pueblo entero que desaparece de la geografía y, finalmente, de la historia? Sólo la memoria rescata a esos hombres y esas mujeres, allí vuelven a vivir. Consuelo que no les queda a los muertos propios, los que una amó, los que no perecieron colectivamente.
La memoria es más potente que el recuerdo.
La memoria quedará en los textos, el recuerdo no.
Y la patria. En latín, la tierra de los padres. ¿Dónde está el origen, dónde la pertenencia? No te engañes, Floreana, la historia para ti no es más que una necesidad, una forma aparentemente digna de buscar arraigo, de aplacar tu infinito terror a su opuesto, el desarraigo. Si estudias la dimensión temporal de los problemas del hombre es porque el tema del tiempo es para ti vitalmente significativo, por tu miedo a su volatilidad, a lo perecedero. Pobre Floreana, tan profunda tu angustia frente al no pertenecer. Sólo te queda rescatar. Eso es tu profesión: rescatar lo vivo de los muertos.
No, Dulce, no conozco bien el camino a casa.
No debo confundir este mar con el de Ciudad del Cabo, se repite Floreana. No es su deseo desamar estas aguas frías, azules y australes. Fija los ojos hasta que no queda en ellos ni una gota de humedad. Entonces atraviesa la arboleda y se dirige a la casa grande. Al inscribirse esa mañana en el diario mural de la entrada para ayudar con el almuerzo, le agradó la idea de participar en el trabajo doméstico, no sólo porque las dos chiquillas del pueblo no dan abasto sino porque hacer cosas mínimas le viene bien. Nada grandioso, nada que sea tan fuerte que carezca de lenguaje. Floreana ha llegado al momento paralizador de enfrentarse con sensaciones tan intensas que no es posible, a su juicio, modularlas. El dolor no tiene lenguaje, el cáncer tampoco lo tiene, la injusticia no lo tiene. La representación nunca podría ser suficientemente pura; falsearía las imágenes con sólo pretender describirlas.
Camina rápido para tomar su puesto en la cocina. Pelar papas no requiere palabras. Eso, además de la poética monacal que el Albergue le sugiere, la calma. Confía en que llegará el día en que las aguas de Ciudad del Cabo, frente al mar de Chiloé, sean sólo una coincidencia a lo lejos. Pero no se engaña, sabe que el mar no lo es todo y que deberá aprender a vivir con otros fantasmas, multiplicadamente innombrables.
Acercándose a la casa, detiene su atención en esas hortensias purpúreas, lilas, moradas, celestes, azules, escarlatas… tantas hortensias descansan con su voluptuosa pigmentación contra la madera. ¡Los lirios del campo!, recuerda Floreana… ¿dónde, dónde está la voluntad de Dios?
– Elena piensa que todo ser humano extirpado de sus raíces tiende a reproducir, donde lo pongas, su hábitat anterior -afirma Toña, bebiendo un sorbo del insípido Nescafé-. Por eso combina los espacios comunes con el gueto: la distribución de las cabañas no es casual.
– Eso es una idea tuya -replica Angelita-. Primero, no le viene al carácter de Elena, y segundo, ella no puede saber quién va a llegar a cada espacio que se desocupa.
– Puede ser… Pero yo he observado la onda de cada cabaña, he establecido categorías y les he puesto nombre.
– A ver, dale -pide Floreana de buen humor, mientras apoya sus botas forradas de lana sobre una silla, tratando de no mancharla con el barro adherido a las suelas.
– En la primera cabaña -Toña estira su cuerpo elástico al hablar- están las esotéricas, que son evidentes y no requieren mayor explicación; vuelan entre las hierbas y la astrología y siempre se muestran cálidas. En la segunda, las «proletas»…
– ¿Las proletas? -Angelita, con el cepillo de pelo en una mano, las mira desconcertada.
– Las proletarias, mujer… Las pobres del mundo. Olguita, Cherrie, Maritza, Aurora. ¿Qué tienen ellas cuatro en común? La pobreza, pues, Angelita, ubícate… En la tercera están las intelectuales, todas súper profesionales, densas y un poco insoportables… de esa cabaña hay que arrancar lejos. La cuarta somos nosotras, las vip.
– Yo no creo ser una very important person… -objeta Floreana.
– No seas tan literal -se impacienta Toña-. No significa que todas se ajusten en un cien por ciento a la nomenclatura, hablo de la línea general. Además, tu hermana es diputada y tú ya has publicado dos libros.
– Si es por eso, la que sobra aquí soy yo, nunca he hecho nada importante -se queja Angelita mientras con una traba ordena su hermoso pelo en una larga y dorada cola de caballo que agita coquetamente-. Las vip son Constanza y Toña, y nosotras dos pasamos coladas…
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