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Marcela Serrano: El albergue de las mujeres tristes

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Marcela Serrano El albergue de las mujeres tristes

El albergue de las mujeres tristes: краткое содержание, описание и аннотация

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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El aura de Elena inunda ahora el dormitorio, y hacia ella se vuelve Floreana. ¡Cuántas veces se la mencionó su hermana Fernandina! No, no exageraba, un fuerte resplandor emana de ella. Sólo una vez la ha visto antes -no lo olvida-, hace tantos años: era un día oscuro, el aeropuerto, Fernandina partiendo al exilio aferrada al brazo del marido que nunca volvió, confundida entre la familia y los amigos que la despedían. Floreana retuvo en su mente esa figura que sus ojos percibieron como majestuosa. Ese momento coincidía con el adiós definitivo de Elena a su actividad política clandestina: la partida de su amiga Fernandina, con quien trabajaba, hizo estallar de una vez las contradicciones entre la mujer comprometida con su tiempo que Elena siempre fue -ayudando a los que estaban en problemas en un momento crucial de la historia del país-, y la que sentía, a fin de cuentas, que abusaban de su buena voluntad. Feroz combinación la de los pijes y los ultras, como le dijo Fernandina entonces. Es como si unos existieran gracias a los otros; éstos se aprovechan sistemáticamente de aquéllos, de sus sentimientos de culpa por venir de donde vienen, y al final los dejan botados.

Elena nunca fue una militante, le había explicado Fernandina a Floreana. Se convirtió solamente en una ayudista -como llamaban a quienes cooperaban con la causa de la resistencia sin realmente pertenecer a ella-, y lo hizo por su espontánea generosidad, por las ganas que tenía de servir y cambiar el mundo, como buena hija de los años sesenta.

Floreana no habría dejado la capital sin conocer la historia de este personaje que excitaba su curiosidad: la formación universitaria de Elena había coincidido con el comienzo de esos años -los benditos o malditos sesenta-, y muy pronto comenzó a sentir su alma partida en dos: por un lado su interés por la excelencia académico-profesional y por otro su vocación social. Estudiar medicina mitigó por un tiempo esta contradicción. Elena provenía de una familia adinerada y rangosa. No fue extraño, entonces, que se interesara por conocer ese otro mundo, el «Chile real». Para tomar contacto con la gente trabajó en el departamento de Acción Social de la Federación de Estudiantes. Pero como era una buena alumna, quiso completar su trayectoria académica con un doctorado en el extranjero, y al hacerlo en esa época, inevitablemente se desconectó de la militancia por la que sin duda habría optado de permanecer en su país. Al regresar a principios de los años setenta, se encontró con un Chile efervescente y políticamente polarizado. Cuando sobrevino el golpe de estado, quiso ayudar a sus amigos en desgracia: ella estaba «limpia», podía usar libremente sus infinitos recursos… entre otros, los familiares. En ese momento conoció a Fernandina. Trabajaron un tiempo juntas, y fue ésta quien, llegado un cierto punto, la reconvino: aquéllos a quienes ayudas te exponen, le dijo, no te dan cobertura, son deshonestos contigo al no informarte de los peligros que corres, se han aprovechado de tu buena fe. Elena terminó por cortar con la izquierda de la resistencia, pero al bajar esa cortina la acometió el vacío. Buscó entonces una salida individual para su propia vocación. Se había especializado en siquiatría y a través de su trabajo clínico en los consultorios populares pudo palpar la realidad de las más desamparadas. La comunicación fluía sin problemas entre ella y las mujeres que trataba, y se sorprendió al ver acrecentarse su sensibilidad en el contacto con las de su propio sexo. Según Fernandina, esa experiencia había constituido el turningpoint de Elena.

Ya está en el Albergue: el tiempo no se escurrirá y Floreana podrá observar a Elena con toda calma. Pasea su vista por el dormitorio y la detiene en una alfombra de lana blanca y gruesa; es típicamente chilota, se dice al recordar aquel mercado en Dalcahue donde había comprado otra idéntica para la primera casa que armó por su cuenta, al casarse. ¿Dónde estará hoy esa alfombra? Muchos años y muchas casas han transcurrido para semejante pregunta. Luego de deslizar suavemente sus manos por el mañío que uniforma los muebles, aspira profundamente el aire: tiene la certeza de habitar al fin en el cuarto que buscaba. Éste va a ser su cuarto propio durante los próximos tres meses.

2

– ¿Dónde está nuestra nueva conviviente?

La puerta de la habitación se abre y Floreana, aún adormilada sobre su cama, mira confundida. Reconoce aquella figura que tanto ha apreciado sobre las tablas y en las pantallas de televisión: una silueta elástica, muy joven, vestida enteramente de negro, el pelo color naranja cortado casi al rape. La miran dos ojos enormes, negros también, y oye una voz áspera que parece no hacer concesiones.

– Hola, yo soy Toña -se acerca a saludar a Floreana y le besa la mejilla-. ¿Ya hablaste con Elena? ¿Lo tienes todo claro?

– Sí -el sueño todavía flota vaporoso alrededor de su conciencia-, estuve en su oficina.

– Bueno, si tienes alguna duda -dice Toña-, aquí estamos nosotras para aclarártela. ¡Angelita, ven! -se vuelve hacia alguien que Floreana no ve-. ¡No seas tímida, si ya se despertó!

– ¿Podemos entrar? -pregunta con recato otra mujer, asomándose a la puerta. Su rostro, a contraluz, no se distingue bien.

– Mejor me levanto y nos tomamos un café -sugiere Floreana, incorporándose.

Se alisa el pelo y la ropa, se calza las botas forradas en lana de las que no piensa desprenderse en toda su estadía y camina hacia la sala de estar. La mujer de la puerta ya ha tomado la tetera para hervir el agua.

– Siéntate -le dice Toña a Floreana-, por hoy te atenderemos nosotras. Ella es Angelita Bascuñán. No se conocen, ¿verdad? Nuestras piezas están aquí -las apunta con el dedo-, al frente tuyo, y compartimos baño. Angelita es para mí el equivalente de Constanza para ti, y las dos son… ¡insoportablemente glamorosas! -suelta una risa breve.

Caída del cielo. Ésa y no otra es la sensación de Floreana al mirar a Angelita: sus reflejos dorados asoman como si ella misma fuese una hojuela de maíz. Obscena tanta belleza, piensa. A pesar de su aire distinguido, Angelita lleva la más común de las vestimentas: jeans y un suéter azul de cuello subido, lo apropiado para el clima duro del sur. Tiene ojos verdes que recuerdan los de un gato y sus manos se ven suaves, sin asomo de sequedad o aspereza alguna. Se acerca a besarla, con una dulzura casi opuesta a la actitud de Toña.

– Vas a ser feliz aquí, Floreana -le dice-. Muy feliz.

– Si es que se puede ser feliz en alguna parte -dispara Toña con ese dejo de cinismo al que Floreana pronto se acostumbraría.

Angelita saca del mueble de cocina el tarro de Nescafé, un azucarero pintado con flores azul pálido y tres tazas de la misma loza floreada. En un momento todo está dispuesto. Con razón se llama Angelita, piensa Floreana, nadie con esta hermosura podría llamarse Ángela a secas.

– De Toña ya lo sé todo -se dirige a ella con curiosidad-, o al menos lo que todo el mundo sabe. ¿A qué te dedicas tú?

– Técnicamente, soy dueña de casa -Angelita lo dice con cierta ironía, mientras vierte el agua en las tazas con cuidado y levanta la vista-. Y tú, Floreana, ¿qué haces cuando no estás triste? -esto último lo pregunta con humor, para alivio de la recién llegada que aún no sabe cómo se lo toman las mujeres del Albergue.

– Soy historiadora. Me dedico a la investigación.

– ¿Y qué haces después con tus investigaciones? -pregunta Toña.

– Las publico y terminan siendo libros que nadie lee, salvo algunos especialistas tan locos como yo.

Toña se ríe y hace unas exageradas muecas de espanto con sus labios pintados de ciruela.

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