– ¿Tú lo formaste?
– No. Cuando yo llegué, tenían la infraestructura pero no había médico. Ningún profesional parecía dispuesto a venirse a este pueblo perdido. Convencí a un colega que atravesaba por una crisis personal en Santiago para que se viniera. El pueblo adquirió otro carácter ahora que tienen doctor. Y el policlínico es su orgullo, vienen de todos los pueblos vecinos a atenderse aquí.
– ¿Y cómo se te ocurrió formar el Albergue? -pregunta Floreana mientras comienzan a escalar la colina, a la salida del pueblo.
– Mi padre era un hombre muy rico y construyó un hotel en esta isla por puro capricho, antes de que estuviera de moda, cuando aún no existía en este país un concepto del turismo como negocio. Lo recibí de herencia a su muerte. Mis hermanos decidieron que yo era la única chiflada de la familia que podía sacarle algún provecho.
– El lugar es estupendo y tiene una vista privilegiada. Si lo hubieras destinado a un hotel común y corriente habrías ganado mucha plata.
– No es tan cierto. Tendría clientes sólo en verano. ¿A quién se le ocurriría pasar aquí el invierno? Pero la verdad es que ni el lucro ni la hotelería me interesaban.
Floreana constata el buen estado físico de Elena a través de la fluidez con que habla, a pesar del esfuerzo que significa subir la colina.
– ¿Cuándo te vino la idea del Albergue, entonces?
– Cuando detecté un nuevo mal: las mujeres ya no eran las mismas, pero no todos los resultados del cambio las beneficiaban.
– ¿O sea?
– O sea que, alcanzada su autonomía, se quedaron a medio camino entre el amor romántico y la desprotección.
– ¿Y eso es todo?
– No deja de ser. Los hombres se sienten amenazados por nuestra independencia, y esto da lugar al rechazo, a la impotencia… y así empieza un círculo vicioso bastante dramático.
– A este rechazo masculino siguen el desconcierto y el miedo femeninos; ¿es ésa la idea?
– Es que las mujeres viven esta lejanía como agresión, lo que a su vez produce más distancia en ellos. ¿Te das cuenta del resultado? Las mujeres se vuelcan más hacia adentro, se afirman en lo propio…
– Se quema la cara de la luna.
Elena la mira, interrogante.
– ¡Olvídalo! Es parte de la mitología del pueblo yagan.
– Bueno, el resultado es lisa y llanamente el desamor -dice Elena, categórica.
Se detiene y mira a su interlocutora con intensidad, como advirtiéndole que no bromea.
Floreana le cree. ¡Cómo no va a creerle, si lleva las marcas del desamor en sus propias espaldas!
– Me haces un diagnóstico, de acuerdo -prosigue tras unos momentos Floreana, reanudada la caminata-, pero lo que no me has respondido es qué te trajo hasta aquí.
– A ver… Todo comenzó cuando partió Fernandina. Abandoné el trabajo político y fui desarrollando a fondo mi profesión. Al trabajar con los problemas sicológicos y culturales de mis pacientes, fui descubriendo que para poder sanarlas, en este mundo tan complejo, no bastaba la actividad siquiátrica que yo podía ejercer en la ciudad; era necesario darle un carácter más sistemático al proceso de recuperación de las mujeres.
– ¡Menuda tarea! ¿Cómo se puede lograr?
– Mis objetivos son modestos. Algo se logra permitiéndoles «socializar» sus penurias, contarse sus dramas individuales, los que, créeme, siempre terminan siendo colectivos, y generando así una atmósfera de compañerismo.
– ¿A condición de estar a más de mil kilómetros de Santiago?
– Ironías aparte, sí. El silencio es vital, Floreana. Concebí un lugar lejos del mundanal ruido, donde las que necesitan recuperar la paz puedan hacerlo, para luego reinsertarse…
– ¡Qué difícil armar esta enorme empresa!
– Sí -Elena suelta una risa divertida-. No fue fácil; tengo un punto de vista medio heterodoxo y no encontré apoyo institucional. Tampoco una socia dispuesta. Pero perseveré, eché mano a mis propios recursos, y contra viento y marea me vine.
– A fin de cuentas, Elena, ¿qué es el Albergue? ¿Una terapia, una casa de reposo, un hotel entretenido, un resort ecológico? ¿Puedes definírmelo?
– El Albergue es lo que tú quieras que sea.
Floreana guarda silencio un trecho, concentrada en el brillo de las piedras lavadas por la lluvia, semihundidas en la huella de barro.
– Y con ello -insiste-, ¿resolviste tus propias inquietudes?
– Sí. Logré lo que no pude hacer en los veinte años anteriores: ayudar realmente a personas de carne y hueso. He llegado a una profunda tranquilidad personal.
No cabe duda, basta mirarla, piensa Floreana.
– Los tiempos en Chile estaban muy revueltos entonces, y esperé a que eso acabara -sonríe Elena, maliciosa-. ¿Te imaginas la cara de los militares ante un grupo de mujeres refugiadas en un cerro de Chiloé?
– ¡Una facción lesbiana del Frente Patriótico!
Elena se ríe. Al llegar a la arboleda que anuncia la gran construcción central de alerce y sus cinco cabañas, da un cierre a sus ideas:
– Cuando en Chile comenzó la transición a la democracia, sentí que estábamos todos convocados a construir acercamientos, a hacer posible esa convivencia que antes no tuvimos. Pero como yo ya estaba lejos de la política, mi proyecto fue éste. Me vine con camas y petacas. La ciudad ya no me interesaba, mi alma buscaba desesperadamente lugares todavía humanos. Entonces abrí el Albergue.
Esa tarde, al caer la hora obligatoria de silencio, Floreana abre el último cajón de la cómoda y saca las fichas de su investigación. Las recorre hasta dar con la que busca.
«Cuenta la mitología que antiguamente, cuando mandaban las mujeres, los hombres estaban obligados a obedecer y a efectuar todos los trabajos, aun los menos agradables. Para mantener a los hombres en esta subordinación, las mujeres habían inventado unos juegos que transformaron en la ceremonia llamada Kloketen. Éstos consistían en que las mujeres se pintaban el cuerpo de formas diversas y a través de la pintura se convertían en espíritus. Por medio de apariciones de estos espíritus fingidos, atemorizaban a los hombres haciéndoles creer que tales espíritus descendían del cielo o salían del interior de la tierra.
»Sigue refiriendo la mitología que un día el Sol, en aquel entonces hombre inteligente y buen cazador, era marido de la Luna, la que ejercía gran influencia sobre las demás mujeres. Un día el Sol, al regresar de la caza, observó cómo dos mujeres se bañaban en el río, haciendo desaparecer del cuerpo la pintura con la cual se presentaban como espíritus.
»E1 Sol comunicó sus observaciones y sospechas a los demás hombres, quienes seguían observando a las mujeres sigilosamente; de este modo se descubrieron los engaños. Entonces los hombres, muy enojados y armados de un gran palo, asaltaron el rancho del Kloketen, matando a todas las mujeres. La luna, que era de gran poder, recibió también un fuerte golpe. Pero en seguida se estremeció el mundo entero y el cielo amenazaba romperse. Nadie se atrevía a darle un segundo golpe para terminar con ella. Al final, un hombre valiente la echó al fuego; mas la Luna logró huir hacia el cielo, llevándose en el rostro algunas quemaduras que todavía pueden verse.
»Muertas así las mujeres, con excepción de las creaturas pequeñas, los hombres estudiaron la manera de imitar y practicar los juegos que antes ellas ejecutaban. Se pintaron de la forma más variada y según las características del espíritu a quien querían representar. Engañaron a las mujeres de igual modo y las tuvieron bajo su dominación. Hoy, ellas contemplan desde lejos los movimientos y bailes de esos espíritus y el miedo las mantiene sujetas a la voluntad de sus maridos.»
Читать дальше