Las hijas de los señores paseaban al cuidado de los sacerdotes, en piraguas alumbradas como mazorcas de maíz blanco, y las familias de calidad, llevando comparsa de músicos y cantores, alternaban con las voces de los negociantes, diestros y avisados en el regatear.
El bullicio, empero, no turbaba la noche. Era un mercado flotante de gente dormida, que parecía comprar y vender soñando. El cacao, moneda vegetal, pasaba de mano a mano sin ruido, entre nudos de barcas y de hombres. Con las barcas de volatería llegaban el cantar de los cenzontles, el aspaviento de las chorchas, el parloteo de los pericos… Los pájaros costaban el precio que les daba el comprador, nunca menos de veinte granos, porque se mercaban para regalos de amor.
En las orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los enamorados y los vendedores de pájaros.
Los sacerdotes amanecieron vigilando el Volcán desde los grandes pinos. Oráculo de la paz y de la guerra, cubierto de nubes era anuncio de paz, de seguridad en el Lugar Florido, y despejado, anuncio de guerra, de invasión enemiga. De ayer a hoy se había cubierto de vellones por entero, sin que lo supieran los girasoles ni los colibríes.
Era la paz. Se darían fiestas. Los sacrificadores iban en el templo de un lado a otro, reparando trajes, aras y cuchillos de obsidiana. Ya sonaban los tambores, las flautas, los caracoles, los atabales, los tunes. Ya estaban adornados los sitiales con respaldo. Había flores, frutos, pájaros, colmenas, plumas, oro y piedras caras para recibir a los guerreros. De las orillas del lago se disparaban barcas que llevaban y traían gente de vestidos multicolores, gente con no sé qué de vegetal. Y las pausas espesaban la voz de los sacerdotes, cubiertos de mitras amarillas y alineados de lado a lado de las escaleras, como trenzas de oro, en el templo de Atit.
– ¡Nuestros corazones reposaron a la sombra de nuestras lanzas! -clamaban los sacerdotes…
– ¡Y se blanquearon las cavidades de los árboles, nuestras casas, con detritus de animales, águila y jaguar!…
– ¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí! -parecían decir los eminentes, barbados como dioses viejos, e imitarles las tribus olorosas a lago y a telar-. ¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí!…
– ¡Allí veo a mi hijo, allí, allí, en esa fila! -gritaban las madres, con los ojos, de tanto llorar, suaves como el agua.
– ¡Aquél -interrumpían las doncellas- es el dueño de nuestro olor! ¡Su máscara de puma y las plumas rojas de su corazón!
Y otro grupo, al paso:
– ¡Aquél es el dueño de nuestros días! ¡Su máscara de oro y sus plumas de sol!
Las madres encontraban a sus hijos entre los guerreros, porque conocían sus máscaras, y las doncellas, porque sus guardadores les anunciaban sus vestidos.
Y señalando al cacique:
– ¡Es él! ¿No veis su pecho rojo como la sangre y sus brazos verdes como la sangre vegetal? ¡Es sangre de árbol y sangre de animal! ¡Es ave y árbol! ¿No veis la luz en todos sus matices sobre su cuerpo de paloma? ¿No veis sus largas plumas en la cola? ¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él! ¡Es él!
Los guerreros desfilaban, según el color de sus plumas, en escuadrones de veinte, de cincuenta y de cien. A un escuadrón de veinte guerreros de vestidos y penachos rojos, seguían escuadrones de cuarenta de penachos y vestidos verdes y de cien guerreros de plumas amarillas. Luego los de las plumas de varios matices, recordando el guacamayo, que es el engañador. Un arco iris en cien pies…
– ¡Cuatro mujeres se aderezaron con casacas de algodón y flechas! ¡Ellas combatieron parecidas en todo a cuatro adolescentes! -se oía la voz de los sacerdotes a pesar de la muchedumbre, que, sin estar loca, como loca gritaba frente al templo de Atit, henchido de flores, racimos de frutas y mujeres que daban a sus senos color y punta de lanzas.
El cacique recibió en el vaso pintado de los baños a los mensajeros de los hombres de Castilán, que enviaba el Pedro de Alvarado, con muy buenas palabras, y los hizo ejecutar en el acto. Después vestido de plumas rojas el pecho y verdes los brazos, llevando manto de finísimos bordados de pelo de ala tornasol, con la cabeza descubierta y los pies desnudos en sandalias de oro, salió a la fiesta entre los Eminentes, los Consejeros y los Sacerdotes: Veíase en su hombro una herida simulada con tierra roja y lucía tantas sortijas en los dedos que cada una de sus manos remedaba un girasol.
Los guerreros bailaban en la plaza asaeteando a los prisioneros de guerra, adornados y atados a la faz de los árboles.
Al paso del cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.
El sol asaeteaba a la ciudad, disparando sus flechas desde el arco del lago…
Los pájaros asaeteaban el lago, disparando sus flechas desde el arco del bosque…
Los guerreros asaeteaban a las víctimas, cuidando de no herirlas de muerte para prolongar la fiesta y su agonía.
El cacique tendió el arco y la flecha azul contra el más joven de los prisioneros, para burlarlo, para adorarlo. Los guerreros en seguida lo atravesaron con sus flechas, desde lejos, desde cerca, bailando al compás de los atabales.
De improviso, un vigilante interrumpió la fiesta. ¡Cundió la alarma! El ímpetu y la fuerza con que el Volcán rasgaba las nubes anunciaban un poderoso ejército en marcha sobre la ciudad. El cráter aparecía más y más limpio. El crepúsculo dejaba en las peñas de la costa lejana un poco de algo que moría sin estruendo, como las masas blancas, hace un instante inmóviles y ahora presas de agitación en el derrumbamiento. Lumbreras apagadas en las calles… Gemidos de palomas bajo los grandes pinos… ¡El Volcán despejado era la guerra!…
– ¡Te alimenté pobremente de mi casa y mi recolección de miel; yo habría querido conquistar la ciudad, que nos hubiera hecho ricos! -clamaban los sacerdotes vigilantes desde la fortaleza, con las manos ilustradas extendidas hacia el Volcán, exento en la tiniebla mágica del lago, en tanto los guerreros se ataviaban y decían:
– ¡Que los hombres blancos se confundan viendo nuestras armas! ¡Que no falte en nuestras manos la pluma tornasol, que es flecha, flor y tormenta primaveral! ¡Que nuestras lanzas hieran sin herir!
Los hombres blancos avanzaban; pero apenas se veían en la neblina. ¿Eran fantasmas o seres vivos? No se oían sus tambores, no sus clarines, no sus pasos, que arrebataba el silencio de la tierra. Avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores.
En los maizales se entabló la lucha. Los del Lugar Florido pelearon buen rato, y derrotados, replegáronse a la ciudad, defendida por una muralla de nubes que giraba como los anillos de Saturno.
Los hombres blancos avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores. Apenas se veían en la neblina sus espadas, sus corazas, sus lanzas, sus caballos. Avanzaban sobre la ciudad como la tormenta, barajando nubarrones, sin indagar peligros, avasalladores, férreos, inatacables, entre centellas que encendían en sus manos fuegos efímeros de efímeras luciérnagas; mientras, parte de las tribus se aprestaba a la defensa y parte huía por el lago con el tesoro del Lugar Florido a la falda del Volcán, despejado en la remota orilla, trasladándolo en barcas que los invasores, perdidos en diamantino mar de nubes, columbraban a lo lejos como explosiones de piedras preciosas.
No hubo tiempo de quemar los caminos. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Como anillo de nebulosas se fragmentó la muralla de la ciudad en las lanzas de los hombres blancos, que, improvisando embarcaciones con troncos de árboles, precipitáronse de la población abandonada a donde las tribus enterraban el tesoro. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Ardía el sol en los cacaguatales. Las islas temblaban en las aguas conmovidas, como manos de brujos extendidas hacia el Volcán.
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