La ventana y ella se llenaban de cielo…
– ¡Niña, Dios sabe a sus manos cuando comulgo! -murmuró el del gabán, alargando sobre las brasas de sus ojos la parrilla de sus pestañas.
La novicia retiró las manos de las hostias al oír la blasfemia ¡No, no era un sueño! Luego palpose los brazos, los hombros, el cuello, la cara, la trenza… Detuvo la respiración un momento, largo como un siglo al sentirse trenza. ¡No, no era un sueño, bajo el manojo tibio de su pelo revivía dándose cuenta de sus adornos de mujer, acompañada en sus bodas diabólicas del hombre-adormidera y de una candela encendida en el extremo de la habitación, oblonga como ataúd! ¡La luz sostenía la imposible realidad del enamorado, que alargaba los brazos como un Cristo que en un viático se hubiese vuelto murciélago, y era su propia carne! Cerró los ojos para huir, envuelta en su ceguera, de aquella visión de infierno, del hombre que con sólo ser hombre la acariciaba hasta donde ella era mujer -¡La más abominable de las concupiscencias!-; pero todo fue bajar sus redondos párpados pálidos como levantarse de sus zapatos, empapada en llanto, la monja paralítica, y más corriendo los abrió… Rasgó la sombra, abrió los ojos, salióse de sus adentros hondos con las pupilas sin quietud, como ratones en la trampa, caótica, sorda, desemblantadas las mejillas -alfileteros de lágrimas-, sacudiéndose entre el estertor de una agonía ajena que llevaba en los pies y el chorro de carbón vivo de su trenza retorcida en invisible llama que llevaba a la espalda…
Y no supo más de ella. Entre un cadáver y un hombre, con su sollozo de embrujada indesatable en la lengua, que sentía ponzoñosa, como su corazón, medio loca, regando las hostias, arrebatóse en busca de sus tijeras, y al encontrarlas se cortó la trenza y, libre de su hechizo, huyó en busca del refugio seguro de la madre superiora, sin sentir más sobre sus pies los de la monja…
* * *
Pero, al caer su trenza, ya no era trenza: se movía, ondulaba sobre el colchoncito de las hostias regadas en el piso.
El hombre-adormidera buscó hacia la luz. En las pestañas temblábanle las lágrimas como las últimas llamitas en el carbón de la cerilla que se apaga. Resbalaba por el haz del muro con el resuello sepultado, sin mover las sombras, sin hacer ruido, anhelando llegar a la llama que creía su salvación. Pronto su paso mesurado se deshizo en fuga espantosa. El reptil sin cabeza dejaba la hojarasca sagrada de las hostias y enfilaba hacia él. Reptó bajo sus pies como la sangre negra de un animal muerto, y de pronto, cuando iba a tomar la luz, saltó con cascabeles de agua que fluye libre y ligera a enroscarse como látigo en la candela, que hizo llorar hasta consumirse, por el alma del que con ella se apagaba para siempre. Y así llego a la eternidad el hombre-adormidera, por quien lloran los cactus lágrimas blancas todavía.
El demonio había pasado como un soplo por la trenza que, al extinguirse la llama de la vela, cayó en piso inerte.
Y a la medianoche, convertido en un animal largo -dos veces un carnero por luna llena, del tamaño de un sauce llorón por la luna nueva-, con cascos de cabro, orejas de conejo y cara de murciélago, el hombre-adormidera arrastró al infierno la trenza negra de la novicia que con el tiempo sería madre Elvira de San Francisco -así nace el cadejo-, mientras ella soñaba entre sonrisas de ángeles, arrodillada en su celda, con la azucena y el cordero místico.
Ronda por Casa-Mata la Tatuaba…
El Maestro Almendro tiene la barba rosada, fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos tocaron creyéndoles de oro, tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan todo, el vocabulario de la obsidiana -piedra que habla- y leer los jeroglíficos de las constelaciones.
Es el árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, como si lo hubieran llevado los fantasmas. El árbol que anda… El árbol que cuenta los años de cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.
Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos. Cuatro eran los caminos y se marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad: Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.
– ¡Caminín! ¡Caminito!… -dijo al Camino Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no la oyó. Quería que le dieran el alma del Maestro, que cura de sueños. Las palomas y los niños padecen de ese mal.
– ¡Caminín! ¡Caminito!… -dijo al Camino Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó. Quería distraerlo para que olvidara el alma del Maestro. Los corazones, como los ladrones, no devuelven las cosas olvidadas.
– ¡Caminín! ¡Caminito!… -dijo al Camino Verde un emparrado verde, pero el Camino Verde no lo oyó. Quería que con el alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno hablo en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma del Maestro al mercader de joyas sin precio.
Era la hora de los gatos blancos. Iban de un lado a otro. ¡Admiración de los rosales! Las nubes parecían ropas en los tendederos del cielo.
Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma vegetal de un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor de almendro, y encaminóse a la ciudad.
Llegó al valle después de una jornada, en el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volvían los rebaños, conversando a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas, extrañados, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
En la ciudad se dirigió a Poniente. Hombres y mujeres rodeaban las pilas públicas. El agua sonaba a besos al ir llenando los cántaros. Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. La guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.
Sin perder tiempo se acerco al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
El Maestro aumentó la oferta. Los mercaderes se niegan hasta llenar su tanto. Le daría esmeraldas, grandes como maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, marihuana para su tabaco…
El Mercader se negó.
¡Le daría piedras preciosas para construir, a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento!
El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además ¿a que seguir hablando?, ese pedacito de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.
Y todo fue inútil, inútil que el Maestro ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar el alma. Los mercaderes no tienen corazón.
Una hebra de humo de tabaco separaba la realidad del sueño, los gatos negros de los gatos blancos y al Mercader del extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la puerta. El polvo tiene maldición.
Читать дальше