Miguel Asturias - Leyendas de Guatemala

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Su primera obra, Leyendas de Guatemala (1930), es una coleccion de cuentos y leyendas mayas.
Leyendas de Guatemala (1930), crónica de prodigios fantásticos en la que las leyendas míticas del pueblo maya-quiché se funden con las tradiciones del pasado colonial guatemalteco y las ciudades indígenas de Tikal y Copán se aúnan con Santiago y Antigua, fundadas por los españoles. La batalla entre los espíritus de la tierra y los espíritus divinos es narrada por la prosa evocadora y exuberante del Premio Nobel de Literatura de 1967, colmada de imágenes deslumbrantes.

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¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores!

A los primeros disparos de los arcabuces, hechos desde las barcas, las tribus se desbandaron por las arroyadas, abandonando perlas, diamantes, esmeraldas, ópalos, rubíes, amargajitas, oro en tejuelos, oro en polvo, oro trabajado, ídolos, joyas, chalchihuitls, andas y doseles de plata, copas y vajillas de oro, cerbatanas recubiertas de una brisa de aljófar y pedrería cara, aguamaniles de cristal de roca, trajes, instrumentos y tercios cien y tercios mil de telas bordadas con rica labor de pluma; montaña de tesoros que los invasores contemplaban desde sus barcas deslumbrados, disputando entre ellos la mejor parte del botín. Y ya para saltar a tierra -¡sonaban los clarines!, ¡sonaban los tambores!- percibieron, de pronto, el resuello del Volcán. Aquel respirar lento del Abuelo del Agua les detuvo; pero, resueltos a todo, por segunda vez intentaron desembarcar a merced de un viento favorable y apoderarse del tesoro. Un chorro de fuego les barrió el camino. Escupida de sapo gigantesco. ¡Callaron los clarines! ¡Callaron los tambores! Sobre las aguas flotaban los tizones como rubíes y los rayos de sol como diamantes, y, chamuscados dentro de sus corazas, sin gobierno sus naves, flotaban a la deriva los de Pedro de Alvarado, viendo caer, petrificados de espanto, lívidos ante el insulto de los elementos, montañas sobre montañas, selvas sobre selvas, ríos y ríos en cascadas, rocas a puñados, llamas, cenizas, lava, arena, torrentes, todo lo que arrojaba el Volcán para formar otro volcán sobre el tesoro del Lugar Florido, abandonado por las tribus a sus pies, como un crepúsculo.

Leyenda de las tablillas que cantan

En las tejavanas de los templos de tiniebla y agua, alzados en zancos de pirámides, tejavanas de madera coloridas al final de escalinatas que caían como cascadas de cantos rodados; en los dinteles de las fortalezas ‘de muros de granizo petrificado; en los quicios de la casas de todos los días y todas las noches, construidas con troncos de árboles sobre colinas siempre verdes, amanecían con la luna nueva tablillas cubiertas de símbolos y signos pintados para el canto y el baile, y depositadas allí, antes del alba, anónimamente, por los Mascadores de Luna que llegaban de los bosques, sin dar la cara, sin dejar huellas, urgidos, cautelosos, arropados en ligero ripio de neblina.

Distribuidas las tablillas, poemas para cantar y bailar, que apenas eran fragmentos de la estera de palabras sin precio himnos a los dioses en los templos, cantos de guerra en las fortalezas, canciones floridas en las casas, los Mascadores de Luna se perdían entre la muchedumbre por los mercados, los juegos de pelota, las escuelas de tierra blanca, o se ocultaban en las afueras de la ciudad a comer luna helada, luna creciente, luna que de pronto no les cabía más en la boca ni en los ojos, por ser ya la primera noche de plenilunio.

Esa noche, desde uno de los templos de tiniebla y agua, tiniebla vegetal y agua de oro plenilunar, desde una de las fortalezas de granizo petrificado y torres de dientes rojiamarillos por el fulgor de los blandones de ocote, desde una de las casas construidas sobre colinas verdes, desgranaría la mazorca de maíz el himno sacro, salpicaría sangre de batalla la arenga guerrera, deshojaría flores de dicha el madrigal, en las voces de los que cantaban para coronar, con las tablillas escogidas, de maíz, sangre y amor aquella lunación poética.

Si la voz subía de uno de los templos alzados sobre zancos de pirámides, el Mascador de Luna, autor de la tablilla que cantaban, vestía de fiesta de maíz, se presentaba a los sacerdotes, astros de plumas asomados a las estructuras geométricas, y recibía de sus labios, entre pompas rituales, el nombre de consanguíneo de los Dioses, y de sus manos enguantadas en mazorcas de perlas, el collar de agua inmóvil, trenza de cristal de roca que ornaría su cuello de agujas refulgentes:

Si la voz subía de una de las fortalezas de granizo petrificado, el Mascador de Luna, autor del canto de guerra escogido para entonarlo en las atalayas aquella noche de luna grande, vestía luz de planeta joven, se presentaba a los guerreros, huracanes de plumas de quetzal, y recibía de sus labios, entre retumbar de atabales, el nombre de Flechador de Cantos de Guerra, y de sus manos teñidas de sangre de pitahaya, el dardo de la noche adamantina.

Pero, dónde encontrar el mando nacido de copales hablantes, de palabras que pegan las cosas…

Debe llevarlo, mandatario de arcoiris, el Mascador de Luna que oyó cantar su tablilla en una de las casas de todos los días y todas las noches, construidas sobre colinas verdes. Allí, entre frutas de carne dulce, azote de chupamieles, humo de barrer sueños, cacaos sanguinarios, pájaros en jaulas y polvo de tabaco, Señor del Espejo que Cambia, y le entregarían Eminentes de Cabelleras de Colas de Alacrán, asida de las alas nerviosas, una paloma de plumón de espuma.

Lunaciones de los meses sin lluvia. Poesía pintada para cantar y bailar. Cada lunación abarcaba desde el jeme de gracia de la luna tierna, hasta la primera noche de la luna grande, más grande en el espejo de un lago inmóvil y profundo, en el doble plenilunio de cielo y agua que repetían con las lenguas de sus ecos, los nombres de los Mascadores de Luna, cuyos poemas cantados aderezaban el silencio de la noche divina.

Medianoche plenilunar. Las tablillas que no se cantaban servían para encender el fuego de los murciélagos, fuego que convertía en ceniza fugaz los poemas rechazados por visibles invisibles agoreros reunidos en un baño de leche blanca, y, mientras consumíanse maderas, pinturas, jeroglíficos, entre llamas de colores y oros de miniaturistas, los Mascadores de Luna que no habían conseguido en esa lunación poética, la faz de Consanguíneos de los Dioses, la faz de Flechadores de Cantos de Guerra, la faz de Señores del Espejo que Cambia, internábanse en los bosques a componer nuevos cantos, y a pintar nuevas tablillas con sangre sonora de pájaros gorjeantes, cascabeles de burbujas de agua, resinas, mágicas, tierras de colores ypolvo de piedras imantadoras pensamientos con música, usoabusando del amarillo-maíz en sus himnos religiosos, del rojo-sangre era sus canciones guerreras, del verde-tierra y el azul-cielo en sus cantares amorosos, entre el cielo y la tierra el amor cabía entero, y no volvían a las ciudades ceremoniales, sino pasado el interludio, con poemas recién pintados, fragmentos frescos de la estera de palabras sin precio, más larga que la vida de todos los hombres, de todos los pueblos, tejida con la lengua de las pequeñas gentes y las grandes tribus, las sedentarias y las trashumantes que cantaban misteriosamente con los pies de sus poetas de plantas tatuadas de signos astrológicos. Detrás de las tribus que se iban obedeciendo la lógica de los astros, los pies de sus poetas dejaban la cauda de su poesía estampada en el polvo del camino.

Y hasta siete veces podían los Mascadores de Luna tomar parte en aquellos lunarios poéticos. Hasta siete veces, porque si siete veces crecía la uña plateada de la noche, si siete veces los árboles alunados se quemaban parpadeando, no hojas, sólo párpados de oro, el firmamento también se quemaba parpadeando, si siete veces botaba la noche su pelo de pimienta negra, si siete veces le dolían las olas como muelas al carinchada del mar, sin que aquellos posesos, enloquecidos lunáticos oyeran entonar sus canciones, caía sobre ellos el peor de los castigos, el ridículo y la burla: se les tomaba prisioneros, vencidos en la guerra poética, y se les sacrificaba en medio de danzas grotescas, extrayéndoles del pecho una tablilla de chocolate en forma de corazón.

Utuquel, Mascador de Luna, lluvia de pelo verde, máscara muerta de esponja de luciérnagas, participaba por última vez en el certamen de las tablillas que cantan. Seis novilunios seguidos bajó Utuquel de sus montañas de bálsamos y tamarindos trayendo envoltorios de hojas frescas que empapaban de rocío sus cantos escritos con punta de espina de sacrificio, sin conseguir que los Murciélagos del Baño de Leche Blanca, como llamaban a los visibles invisibles agoreros del jurado, le otorgaran el collar de agua inmóvil, el dardo de la noche adamantina o la paloma de plumón de espuma, bien que el verdadero premio, el más ambicionado por los Mascadores de Luna, fuera oír que coronaban con sus cantos sacros, épicos y líricos, maíz, sangre y amor, la primera noche de plenilunio.

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