Ana Shua - Como una buena madre
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• esa flaca histérica con esas mejor te conseguís una cama con barrotes hay que atarlas, violarlas te juro que después te están agradecidas.
• la de pollerita negra bien cortita cómo se la pasa estirándosela ahí sentada para que nadie deje de darse cuenta cómo se le ve la bombachita de encaje, cruza descruza las gambaroli se hace la vergonzosa.
• la que se acomoda el bretel fíjate con qué ojitos me mira así son todas las muy reputonas cuando están acompañadas juegan a mirarte el salame que tienen al lado ni se da cuenta.
• embarazadita mi negra quién habrá sido el que te midió el aceite mira que me pongo celoso, esa pancita me da vuelta.
• a ésa hay que pelarla como a una cebollita, hasta enagua debe tener de puro antigua, me encanta desabrochar botoncitos de a uno sin apuro metiendo la mano de a poquito.
• la dientuda bienuda ojos celestes de princesa imagínatelos mirándote desde abajo la trompita tan fina trabajando con la cosa haciéndole cosquillitas en la garganta.
• juna cómo se le mueven a cada paso a propósito no se puso corpiño me juego que abajo del jean no tiene nada fíjate cómo se le mete bien incrustada en la rayita.
• de vos me enamoraría, hermosa, carita de hada cuerpito de diosa no hay nada más lindo que coger enamorado, corazón.
Tras la cual conferencia consideré que había llegado, al fin, a través de los encantos del idioma, a los encantos de la cosa idiomada.
¡Ah multifacético Traidor! Allí fuimos, surcando la noche, en busca de hembra que apaciguara mi instinto nuevo, como reventada yema de primavera, así crecedor.
No juzgándome, el Informante, todavía apto para obtener por mi propia destreza los beneficios de mujer, me condujo al abordaje de una profesional idónea, abundante en eficiencia, que nos permitiría en una lección práctica compartir, profesor y alumno, los materiales de trabajo.
Entramos en noctivaga tienda. Allí, en elevado podio, exhibían gauchos su boleadora destreza, danzaban las figuras del tango, se despojaban de sus ropas hembras de toda edad y pelaje hasta quedar en su propia piel humana.
El Traidor me ordenó no interesarme en las mujeres aquellas que sobre el escenario perfeccionaban el rito. Porque ésas, me explicó, no estaban al alcance de nuestro peculio. ¿Y no se oponía, acaso, semejante información a su propia lección básica general sobre los intercambiables encantos de toda hembra? ¿Es que las había, entonces, enérgicamente más caras?
Y he aquí a nuestro Informante regateando (arte no menos complejo que el del amor) los servicios de una hembra dispuesta a iniciarme en el viaje de despegue, de la aceleración y el estallido.
Y he aquí que ya estamos los tres en cierta vivienda que pertenece a la mujer, bella mujer que musita las tres palabras de la magia y la alegría, las tres palabras que desde entonces vinculadas, ligadas están en mí con el amor: es otro precio, musita la muy bella cuando le pide el Informante que se quite el corpiño que sostiene sus rotundos globulados senos, es otro precio, cuando le solicita que active el trabajo de sus dedos en nuestras erógenas bolsas de semillas, es otro precio cuando pide su lengua para frotarse didácticamente con la mía, es otro precio, murmura, musita, seductoramente insinuando, murmullando, es otro precio, si se la invita a que jadee, es otro precio si se la convida a cumplir con su función de actriz hábil en el simulacro del placer, es otro precio sopla su aliento tibio en mi pabellón auricular si exijo el privilegio de introducir en mi boca esa glándula que por un sistema de bomba de succión alimenta a los humanos en su origen, es otro precio si queremos que varíe su rígida postura boca arriba por otras más flexibles, aptas para reducir la amplitud de ese pasaje excesivamente transitado, es otro precio si le proponemos inmiscuirnos en la otra entrada, la secreta, la del diablo, la de los niños y los locos, es otro precio.
Y hete aquí que llegué así al fin, esperada pero sorpresivamente, al violento, descentrador, puntual éxtasis, estallido final: nuevo para nosotros-yo, desmesurante. Y sin embargo.
Y sin embargo no nuevo: recordable. Puesto que mi memoria racial tenía registro de un terremoto comparable. Una comparable sensación de golpear la pista en brutal aterrizaje. Como si hubiera entregado parte de mi esencia vital, sometido ahora por esta languidez, esta vaga sensación de placer en el agotamiento, esta profunda indefensión.
Indefensión. Sólo un grupo de seres reconozco en la galaxia capaces de provocar la indefensión total por el placer. De ellos huimos, de la raza que nos expulsó de nuestro planeta, de nuestra galaxia, de esos seres fatales que nos obligaron a refugiarnos en esta extraña Tierra, de ellos huimos, de nuestros temibles compañeros de mundo. De su arma huimos, esa arma imantada que buscábamos con desesperación, que desesperados nos hundía. Así, transmutados en humanos varones, llegamos a la Tierra. ¡Y allí nos esperaban! ¡Uno de la Raza Fatal era quien (ella-bella) estaba frente a mí!
Sí, es cierto, los seguimos, explicaba la Hembra. No podíamos permitir que se alejaran de nosotros: los necesitábamos para sobrevivir. A lo largo de transmutaciones, dimensiones y planetas los seguimos, los buscamos. (Y el Traidor de los Traidores mudamente abría los brazos, suspiraba). He aquí que ustedes, sobre la Tierra, son o creen ser los hombres. Nosotros, los enemigos, la Raza Fatal, somos las hembras humanas, las mujeres.
No todos entre nosotros, entre ustedes, lo recuerdan, pero alcanzan los vagos harapos de la memoria para perpetuar esta violencia, para perversamente amarnos. Los que olvidaron, los que se creen a sí mismos aborígenes, nativos, verdaderamente humanos, ellos lo llaman así: la Guerra de los Sexos.
La Guerra, sí, el Enemigo. Y sin embargo noso-tros-yo la amaba, a ella-bella: acopié todo el calor de mi sangre mamífera en una mirada y, enviándosela, la acompañé con las palabras de amor, las que maes-tra-ella me había enseñado.
Es otro precio , le dije dulcemente.
La revancha
¿Usted sabe hasta dónde llegaban los hematomas? Hasta las vértebras prácticamente de la víctima. En la segunda autopsia faltaba una parte del cuello y lo mismo se veían todavía las huellas de los dedos: el pulgar, el índice, el mayor. Extraordinario. Ésa era la fuerza del Flaco. No tenía el músculo tradicional, abultado, del boxeador norteamericano. De la punta de la uña hasta el hombro, todo derecho como una barra de hierro.
Yo leí lo que salió en su momento en los diarios, en las revistas. Después escuché el juicio por la radio, como todo el país, pero distinto, porque a mí me tocaba en lo personal. El abogado de la familia de ella salió hablando del placer del estrangulador, le cito palabras textuales, que siente cómo se escurre entre sus manos la vida de la víctima. Dos cosas tengo que objetar: primero, al decir "entre sus manos" habló de más, porque fue con una sola, la derecha. Segundo, ¿qué placer? Veinte a treinta segundos hasta que la víctima pierde la conciencia. Placer cortito, y en esos treinta segundos el hombre pierde todo, mata a la mujer, deja huérfano al hijo, destruye todo lo que consiguió en tantos años, toda la gloria de campeón, todo. Entonces la gente se pregunta, cómo puede ser, cómo puede ser.
Pero yo no me pregunto nada porque lo sé con certeza, porque ahí se da mi intervención personal en forma directa, ésa es mi revancha. Es historia larga, si tiene paciencia se la cuento.
Yo me empecé a interesar en el boxeo de pibe. Éramos vecinos de un campeón de la Armada Na cional. Mi padre, que era militar, me hizo un lugar con dos palos de escoba enganchados en la pared y la bolsa esa tipo marinera que tenían los militares para su equipo. La rellenó de arena mezclada con aserrín y me enseñó el abecé del boxeo. Nunca peleé. Pero fue una de las pasiones de mi vida. Como el fútbol.
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