Ana Shua - Como una buena madre

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El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.

A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era "robado". Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche les salía bastante sangre.

Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

"Me ahogo", me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. "Hicimos todo lo que pudimos", me dijo mamá llorando. "Fue una embolia. Los pulmones".

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.

Forastero en el sur

Cuando nuestros cuerpos humanos han llegado a cierta edad se insinúa (sutilmente se ordena) que aquellos de entre nosotros capaces de comunicarse con fluidez con los habitantes de este planeta que se llama a sí mismo la Tierra, aquellos capaces, repito, reitero (sinonimizo, neologizo: de mi dominio lenguaraz me jacto), deberían intentar relacionarse con hembras humanas.

Aunque luzca con aparente comodidad esta envoltura física, no soy ella sino que en ella estoy, mi cuerpo como una vestidura: nada de mí (creo y espero) es humano (quiero y deseo), salvo el jactarse: temo. Recibí la insinuación de aparearme, sutil orden, con lamentable angustia: he aquí que las hembras humanas provocaban en mí riesgoso, desobediente desagrado.

Quizás, razoné, nosotros-yo (ay del razonar con este primitivo equipo de células pensantes, puentes axón-dendrita tan angostos para la anchura total de un pensamiento), quizás una muestra verbal de aquello que un varón humano encuentra atractivo en una hembra podría volverlas más atrayentes para mí, por el envolverlas en esto que de los humanos amo tanto, el orgásmico goce del idioma.

Solicité entonces la ayuda de uno de ellos, un Traidor-Informante que había colaborado otras veces conmigo: en su oficio de taxista, me había hecho conocer la ciudad en todos los recovecos de su habla Y en nuestros viajes de lengua (conozco juegos: digo aquí lengua únicamente por idioma) ya me había mostrado su interés general, heteróclito y confuso por toda hembra.

Para iniciar mi aprendizaje optó el Informante por recortar campo tan vasto. Nos limitamos, entonces, en la primera lección, a las glándulas mamarias.

Observamos una mujer al azar, mujer que vestía blusa o camisa sin apreciable escote pero (hízome notar el Traidor) resultaba esa prenda algo pequeña. Por lo que arrugas, o naturales alforzas, marcaban el presionar de sus glándulas contra la tela, rayos de un sol cuyo centro fuera el pezón. No joven, no bella mujer: pero para qué le vas a mirar la cara, insistió el Traidor. Como si fuera a rasgarse, la tela, como si fuera a reventar, rotos los hilos de su trama por el impulso de esas glándulas enérgicas, afirmativas.

Pero eso fue fácil: desafiante, me pidió el Traidor (en jactanciosa exhibición de verba) que eligiera hembra no por completo marchita a la que considerara yo de difícil elogio.

Elegí un ejemplar anodino, hembra insignificante más que fea, mujer de zapatos viejos y falda a media pierna, encaminándose, por su edad avanzada, hacia su propio personal crepúsculo.

Ésas, me dijo el traidor, al final resultan las más putas.

¡Oh Traidor! ¡Oh efectista simpleza de tu lengua! Tetas flojas, abundó mi Informante, me juego las bolas que estrías no les faltan. Como bolsitas vacías, abundó aun, pezón peligrosamente acercándose al ombligo y sin embargo. Y sin embargo, ya ves, particular placer puede obtenerse de semejantes agotadas glándulas, elásticas, adaptables, capaces de rodear, hábilmente manipuladas, en circular abrazo el instrumento masculino.

Las hay glándulas tímidas, me explicó el Traidor, que sólo florecen en la obscuridad, al roce insistente del pezón, las hay tan pequeñas que protuberan apenas de la tabla lisa que domina-marca el esternón, y si con las de tamaño desbordante tiéntase el hombre de hundir en ellas su cara, balancear en las palmas su gran peso, goce es de las medianas el poder ser aprehendidas íntegras en la mano, dedos rodeándolas todas como frutos cuyas madurez se tienta, y las pequeñas producen, al sabedor, el peculiar goce de tantear su relieve, como un ciego su leve Braille.

Y aún a mayor abundamiento, se explayó en la existencia de glándulas mamarias que son llevadas con bamboleante porte por su dueña, que son valiosamente escondidas de modo que la decepción de una triste figura se atenúa por la gloria de su hallazgo, que se mantienen altas y elegantes, apuntando, como ojos bizcos, a izquierda y a derecha sus pezones, que son particular orgullo de su dueña por las areolas grandes y violáceas.

He de sobrevolar la Segunda Lección en todo semejante a la Primera. Dedicada a enfatizar, calificar, clasificar la zona donde la columna que a todo humano vértebra, finaliza para dar paso a dos sectores gemelos, musculares, con depósitos de lípidos incluidos: buena grupa, lindas ancas, desbroza el Traidor, embelleciendo con su palabra creadora aun los menos tensos ejemplares.

He de sobrevolar del mismo modo la Tercera Lección, cuyo tema fue la belleza intrínseca, intrincada de toda pierna femenina.

Sobrevuelo aún la sabia descripción de otras parciales partes, hasta aterrizar en el campo de la Última Lección Teórica, el de la hembra humana considerada como unidad psicofísica total.

Escuché así las siguientes alabanzas que literalmente, oralmente, con precisión transcribo, sin opiniones ni variantes.

• cómo se mueve esa yegua así se debe mover en la cama.

• juna los aires que se da esa potranca se cree que lo sabe todo sabes cómo yo le enseñaría.

• ternerita pobrecita con esa pinta de boludita ya la tendría toda bien adentro y todavía estaría poniendo carita de no darse cuenta.

• una señora, con ese traje, ni un pendejo fuera de lugar debe tener, maquillaje impecable bien señora son las mejores cuando se desatan, eso sí, hay que saber ponerlas locas.

• una profesional de las que cobran en el fondo más difíciles que ninguna, en el peor de los casos apuradas, berretas, en el fondo para un macho en serio, un flor de desafío.

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