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Ana Shua: Como una buena madre

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Ana Shua Como una buena madre

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El Fin es el Principio

el Principio es el Fin.

Yo soy el servidor de la Serpiente.

Yo soy el servidor de Damballah.

Provocaba un efecto de sacudida escuchar esas palabras en boca de un señor vestido de una manera tan común. Al principio Gonzalo se extrañó de que el Barón Samedí no se vistiera de manera más llamativa para el espectáculo. Con lentejuelas o dorados o flecos. O pintándose el cuerpo. Después se fue dando cuenta de que así, de traje y corbata, asustaba más que si estuviera disfrazado.

Yo soy un Servidor de los Invisibles,

pero otros me sirven a mí.

Mis esclavos, mis zombies, los convoco:

con sus tambores, vengan aquí.

Dos hombres y una mujer aparecieron en el escenario trayendo dos tambores chicos y uno tan grande que había que empujarlo. Los hombres se movían lentamente. Había algo muy extraño en sus miradas negras y vacías. Los párpados estaban pintados de blanco y las pupilas eran enormes. Empezaron a tocar los tambores de manera difícil de entender, como si golpearan porque sí, sin ningún ritmo, como hacen los niños pequeños. Producían un ruido francamente molesto que los amplificadores hacían resonar por toda la cafetería.

Una camarera en patines les alcanzó cuatro vasos de agua con hielo.

– Si sabía no venía -dijo la mamá de Gonzalo tapándose los oídos-. Esto es peor que una discoteca. Ya estoy vieja para aguantar semejante volumen.

– No me gustan los ojos de esos tipos -dijo el señor Ramos-. Parecen drogados.

– Papá, pueden ser lentes de contacto -dijo Ximena.

Por encima del ruido se escuchaba la voz del animador:

Doy la bienvenida a los amigos brasileños

hermanos en Ogún y en Orixá,

hermanos en macumba y candomblé.

Una luz repentina iluminó una mesa donde, en efecto, se sentaba un grupo de brasileños que agradecieron en portugués.

Mientras tanto la familia Ramos le encargó a la camarera una pizza Margarita con doble queso, Seven Up para Gonzalo y su papá, Coca para Ximena y Coca Light para su madre. Trataban de hablar en voz baja para no molestar a los actores.

Doy la bienvenida a los amigos argentinos

hermanos en el pacto con Mandinga,

hermanos en Salamanca y lobizón.

Los Ramos se sobresaltaron un poco cuando el foco los señaló. El Barón Samedí no tenía cómo saber de dónde eran ellos. A menos que la camarera fuera latina y los hubiera reconocido por el acento, propuso Ximena. Papá Ramos prometió a los chicos explicarles después del show por qué el animador había dicho eso y qué era exactamente la Sala manca.

El Barón Samedí siguió saludando a los amigos suecos y a los amigos japoneses. Ximena le preguntó a su papá si Duvalier, el dictador de Haití durante tantos años, había sido como Videla. El papá pensó un poco y le dijo que no del todo, que se parecía más a Pinochet por los anteojos negros.

Entonces, obedeciendo una orden del Barón Samedí, los tres zombies se adelantaron y empezaron a hacer ciertas pruebas destinadas a demostrar que eran totalmente esclavos del Amo de los Cementerios. Y que estaban realmente muertos.

Los chicos conocían algunos trucos porque ya los habían visto en el circo o por la tele. Los zombies caminaron descalzos sobre carbones encendidos, se pincharon con agujas y se clavaron cuchillos sin que saliera sangre. Se aplicaron contra la lengua la brasa de un cigarrillo. Comieron cosas asquerosas, como pedazos de vidrio y un limón con cascara.

La mamá de Gonzalo estaba molesta, el espectáculo le parecía desagradable y se quería ir. Pero justo entonces (Gonzalo y Ximena se pusieron contentos) trajeron la pizza, bien dorada, perfumada, deliciosa.

A continuación el Barón Samedí empezó a tocar un ritmo violento, extraño (pero por lo menos esto sí era música y no solamente ruido), en el tambor grande, el de patas rojas y cara humana, al que llamó Tambor Mamá.

Una mujer muy joven apareció en el escenario, bailando una danza que fue aumentando en velocidad, empujada por el ritmo del tambor, hasta hacerse frenética. La jovencita, que al principio cantaba una frase repetida muchas veces, de golpe echó la cabeza hacia atrás. La expresión de su cara cambió. Le corría saliva espumosa por el costado de la boca torcida, y sus gestos se volvieron salvajes.

El Barón Samedí explicó que estaba poseída por Ogún de los Hierros, el Espíritu de la Guerra y los Metales, el General Sangrante. La poseída empezó a hacer demostraciones de su fuerza anormal. Era muy raro ver a una muchachita tan delgada levantando con una sola mano una mesa de la cafetería, y después alzando a uno de los japoneses (que se reía como loco, de pura vergüenza) con silla y todo.

– ¿Cómo será el truco? -quiso saber Gonzalo.

– Está todo preparado -dijo la mamá-. La silla ésa estará atada al techo con hilos invisibles o algo así.

El número siguiente fue inesperado y horrible. Mientras los tambores, tocados por los zombies, rompían todas las leyes de la música y los tímpanos de los espectadores, el Barón Samedí volvió al escenario trayendo un cerdo negro con las patas atadas y lo degolló en público.

El animal se retorcía y gritaba mientras la sangre se juntaba en un recipiente de metal. Los suecos se levantaron y se fueron. El resto del público murmuraba. Las caras mostraban escándalo y fascinación. Muchos empezaron a ponerse de pie. Era inverosímil que eso estuviera sucediendo en territorio de los Estados Unidos. Se hablaba de denuncias, de juicios.

El Barón Samedí pidió un voluntario para iniciarlo según el rito vudú. Una de las mujeres brasileñas pasó al frente y el Barón le mojó los labios con la sangre del cerdo.

Los padres de Gonzalo y Ximena también querían irse pero Ximena los convenció: ¿acaso no se mataban cerdos a montones, todos los días, para comerlos hechos costillitas?

Entretanto la camarera en patines retiró los platos y tomó los nuevos pedidos. Trataron de hablarle en español, pero ella fingió que no entendía. Como postre papá Ramos pidió una leche malteada y la mamá un pastel de manzana a la moda, o sea con helado de vainilla encima. Los chicos decidieron compartir una banana split.

Una mujer zombie entró al escenario con movimientos torpes, trayendo a un bebé que lloraba a gritos. Lo mantenía alzado por encima de su cabeza, con los brazos estirados.

– Si eso es un chiquito de verdad no me quedo ni un segundo más -dijo la mamá.

Pero resultó ser un muñeco y el llanto era una grabación. Bañaron al falso bebé en sangre de cerdo negro y la brasileña del público empezó a bailar alrededor moviéndose con mucha gracia. No se sabía si ella también estaba poseída o se hacía la poseída nomás.

Los ayudantes retiraron el cadáver del cerdo del escenario. Los zombies volvieron a adelantarse. A un costado, pegado al micrófono, en un susurro que gracias al buen equipo de sonido se escuchaba como un grito, el Barón Samedí seguía hablando.

– Estos hombres ya no son hombres, pero tampoco son verdaderos zombies.

Parecía un mago que se decide a explicar uno de sus trucos, mostrando cómo lo que parece magia no es más que rapidez con los dedos.

– Estos hombres fueron castigados por la Socie dad de la Noche. Porque la Noche es de los Invisibles y no de los Hombres. Estos hombres recibieron los Polvos Mágicos y parecían muertos y como muertos fueron enterrados. Y como zombies fueron desenterrados y se los obligó a comer la Pasta del Olvido y ahora son mis esclavos. ¡Nadie teme a los zombies! ¡Todos temen ser transformados!

Mientras hablaba, los falsos muertos bailaban un número de top dance, con los brazos colgando, las caras sin expresión y muy desacompasados.

Después el Barón Samedí anunció que ahora sí les haría conocer a un verdadero Muerto-Vivo. Preguntó a los espectadores cómo se puede comprobar que una persona esté muerta de verdad. Gonzalo levantó la mano y dijo que se puede comprobar porque no se sienten los latidos del corazón. De otras mesas hablaron de la respiración y de la actividad cerebral.

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