Ana Shua - Como una buena madre
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Pero el Barón les contestó que había una sola manera de probar con seguridad algo que ni siquiera la raya lisa y brillante del electrocardiograma podía garantizar. Lo que está muerto, se pudre.
Entonces se hizo más fuerte ese olor raro que habían sentido al principio, al entrar a la cafetería. Y un auténtico Muerto-Vivo apareció en escena. Usaba un short de baño para mostrar las partes de su cuerpo que parecían verdaderamente podridas. Le faltaban mechones de pelo y en ciertas zonas de su cuero cabelludo crecía una especie de moho verdoso.
El animador invitó a los espectadores a subir al escenario para inspeccionar bien de cerca al Muerto-Vivo, y muchos lo hicieron. Se acercaban con espejos, para ver si la respiración del Cuerpo Cadáver los empañaba y hasta apareció un médico con un estetoscopio. Volvían a sus lugares con risitas nerviosas y expresión de asco.
A la mamá el helado de vainilla se le derretía en el plato. En cambio los chicos se devoraban su banana split con muy buen apetito.
La función terminaba con un juicio, un auténtico juicio de la Sociedad de la Noche, la Sociedad de los Animales, la temible Bizango.
El Barón Samedí, transpirando mucho (parecía haber algún problema con los equipos de aire acondicionado), con el traje negro arrugado y la corbata torcida, empezó el nuevo conjuro.
Todos serán juzgados.
Sólo el Culpable
será castigado.
El Niño Inocente no será condenado.
Con ayuda de la muchachita poseída, que ahora parecía pacífica y normal, empezó a mezclar unos polvos y líquidos en vasos transparentes.
– Ahora -dijo el Barón-, que pase el Niño Inocente.
Y antes de que sus padres alcanzaran a protestar, había arrastrado a Gonzalo al escenario. Entre fórmulas mágicas y golpear de tambores, invitó al chico a probar de una copa con un líquido verde y espeso y después otra con un líquido rojo.
Gonzalo estaba tranquilo y divertido. Lo único que no le gustaba era que lo llamaran "Niño Inocente" y ya se imaginaba las burlas de Ximena. Ojalá no se lo contase a nadie.
Probó primero del líquido verde y frunció la cara. Era feísimo, muy amargo. Después tomó del líquido rojo, que estaba rico. Y anunció al público, en su argentinísimo inglés con ondulaciones de Oxford que hizo sentir orgullosos a sus padres:
– Este verde es horrible y este rojo está dulce, parece Coca sin gas o granadina. El Barón Samedí intervino. – La Sociedad Bizango puede ser Dulce como la miel o Amarga como el dolor. Pero sólo castiga al Culpable. El Niño Inocente que vuelva a su mesa. Ahora, que pase el Culpable.
Un hombre gordo, rojizo, borracho, evidentemente norteamericano, fue empujado hacia el escenario entre las risas histéricas de las mujeres que compartían su mesa. Era una caricatura del Culpable, una vil combinación de gula, avaricia, lujuria y corrupción. Un excelente actor, por sobre todas las cosas.
Probó el líquido verde y el rojo de las mismísimas copas que Gonzalo había dejado sobre la mesita y que nadie había tocado. Pero no alcanzó a decir qué gusto tenían. Inmediatamente comenzó la transformación.
Todo sucedía al mismo tiempo, de manera que era imposible darse cuenta de qué había sido lo primero, si los pelos creciéndole por todo el cuerpo, reemplazando la ropa, o la forma en que se le alargó y estiró la cara, formando un hocico mientras los ojos se separaban. El rabo largo iba asomando desde atrás, el pelo crecía y se hacía más espeso, los cuernos se alargaban en la frente, y el que había sido un hombre se ponía en cuatro patas (ya no tenía ni manos ni pies, sino pezuñas hendidas) y balaba como un chivo, como el chivo gordo en el que se había transformado.
Gonzalo había visto transformaciones como ésa en muchas películas; con el maquillaje y los efectos especiales ahora se podía hacer cualquier cosa. Pero era algo muy distinto ver a un hombre convertirse en chivo ahí mismo, delante de uno. Un silencio grande y asombrado rodeó los balidos desesperados del animal.
De golpe un hombre del público se puso de pie. También era negro y parecía brotar de su cuerpo un inmenso poder.
– Barón Samedí, Bokor, Sacerdote del Mal, te desafío -gritó-. Este hombre no era tuyo, no tenías derecho sobre él. Yo, Hungan, Sacerdote del Bien, te desafío.
– El Mal es el Bien, el Principio es el Fin -aulló el Barón Samedí, torturando los oídos del público gracias a los amplificadores.
– Si no sueltas a ese hombre, voy a encerrar tu Buen Alma en un frasco para toda la eternidad. ¡Te voy a convertir en un Cuerpo Cadáver!
Y nadie pudo entender bien lo que siguió porque ahora los rivales ya no hablaban inglés sino créole o francés, o algún idioma del África. Con las invocaciones a los dioses y las palabras mágicas, humos y nieblas de colores llenaron el local. Como todos lo esperaban, el chivo se transformó otra vez en hombre y volvió a la mesa, tambaleándose.
El telón cayó de golpe y el espectáculo se dio por terminado. Por supuesto, nadie estaba desilusionado; aunque por los comentarios que se escuchaban en la playa de estacionamiento, muchos pensaban que el show había sido demasiado violento para los niños, sobre todo por la mala idea de matar un cerdo en el escenario.
De vuelta en Santiago, Gonzalo habló más de Disneyworld que del espectáculo vudú, al que, sin embargo, recordaba siempre en sus pesadillas. Él y Ximena comentaban a veces entre ellos algunas de las cosas que habían visto y que no se atrevían a contarles a los demás porque parecían de veras increíbles.
Además (y esto sí que era un secreto), desde que había tomado el líquido verde y el líquido rojo, cada vez que se ponía de mal humor, el pie derecho de Gonzalo se transformaba en pezuña y le crecían muchos pelos largos y negros.
Porque ni siquiera un niño es del todo Inocente.
Los días de pesca
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo "nos" pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces/ por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande, ando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: "Por ahí es un mero, nomás". Sabía también reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas obscuras se llamaban "overos". A los gatuzos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
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