Ana Shua - Como una buena madre

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Tuve una vida como todos: yo a Dios le di las gracias tanto cuando me fue bien como cuando me fue mal. A mí no me gustaba el estudio de chico, me pegaron mucho para que estudiara, no estudié. Quería trabajar, trabajé. Entré en Marina, trabajé once años en la Armada Nacional. Yo fui civil, escalé muy rápido por mi capacidad de oficinista: dactilógrafo de setenta y seis palabras por minuto sin errores, en la Pitman daban el diploma con cuarenta y cinco. Pero un día… yo abría las ventanas y veía que el sol no era mío, el aire no era mío… Tenía esa rebeldía, ese deseo de ser independiente. Puse un almacén y me fundí. Me mató el barrio, la confianza, la libreta de hule: mañana te pago, a fin de mes te pago, llega el día y no te pago nada. Después empecé a hacer negocios de otra clase y me fui levantando. Cosas normales, de la vida.

La desgracia inesperada fue cuando me nació el primer hijo. El chiquito trajo doble luxación de cadera, con una deformación poco común, que no se arreglaba así nomás. Al menos en ese tiempo, ahora se hicieron muchos avances de la medicina. Había un médico que lo trataba desde bebé, un traumatólogo que era una eminencia, el doctor Bordaberre. El tipo había inventado un sistema de cuatro posturas que a los pibes los iban enyesando y tenían que estar tres meses en cada postura. ¿Sabe lo que sufría cada vez con el yesito nuevo hasta que se acostumbraba? Mi señora dormía toda la noche con el nene encima, le hacía de colchón. Pero a este pobrecito mío le sacaban el yeso y paf, en el momento mismo se volvían a zafar de lugar la cabeza de los fémur. El doctor Bordaberre llegó hasta donde pudo y dijo: hasta acá, más no se puede. Si lo llevan a Estados Unidos, a Europa, lo mismo es, no van a poder más que esto.

Pero mi señora no se quería conformar, vio cómo son las mujeres. En el fondo yo tampoco, qué le voy a echar la culpa a ella. Es triste hacerse a la idea de que un chico no camine. El Dani iba creciendo, siempre en su sillita de ruedas. Muy inteligente. Un día encontramos un médico que dijo que él lo operaba y lo sacaba andando: mentira. Después que lo operó quedó peor, ya poco sentado podía estar. De a ratos nomás aguantaba en la silla y se tenía que acostar. Empezó a sufrir de los pulmones. Congestión pulmonar, por la posición. Cada invierno no sabíamos si pasaba. Fue entonces que lo conocí al hombre que me cambió la vida, un gran mentalista, el Hermano Zelaya, el que unió mi vida al destino del Flaco.

Los humanos somos así: cuando te va bien, te crees que todo te lo conseguiste solo. Cuando te va mal, recién empezás a respetar la suerte, el destino.

El Hermano Zelaya era muy espiritual. Tenía poderes de verdad, controlaba a los ángeles. Es decir, él tenía control de un ángel importante que a la vez podía manejar a otros más chicos. Los ángeles son seres de cuidado, pero el Hermano Zelaya sabía cómo tratarlos. Y así íbamos pasando cada invierno, siempre con el corazón en la boca.

Yo lo veía al chico mío ahí acostado, cuanto mucho sentadito, y me agarraba una impotencia como no le puedo decir. Por suerte tenía esa gran pasión del boxeo, que me sacaba de la tristeza, me hacía pensar en otra cosa. El boxeo, no como ahora, era un espectáculo de multitudes. Ahora está todo suplido por la televisión.

Íbamos siempre al Luna Park con mi señora. Era como un rito la bajadita ésa, se veía la gente que venía de todos lados, parecíamos hormiguitas entrando al hormiguero. Primero paseábamos por Florida, calle de lujo. Mire que cambió toda esa zona. Después sacábamos entradas acá y entrábamos por el otro lado, se daba toda la vuelta al edificio y en el camino íbamos parando en los bares. Como le digo, un ritual.

Yo los vi a todos. A Pascual Pérez. Por supuesto quién no lo vio a Nicolino Locche, gran maestro. Eso sí, no fue parejo como el Flaco. Yo diría que Nicolino tuvo una obra maestra máxima, como un pintor, como un escritor escribe su obra cumbre, que fue la pelea del título. Y después, bueno, irregular por indolencia, Locche.

En el Luna Park, en la época en que el Flaco empieza a ser fondista, se hacía cada pelea. Hubo una Saldaño-Cachazú que había veintidós mil y pico de personas y yo la vi arriba de los hombros de otro y otro arriba de los hombros míos, así como le digo, como venga. En ese fervor de la multitud uno se olvida de todo. Eran grandes peleas entre semi-ídolos, tipos que tenían su hinchada.

En cambio al Flaco Escopeta que le decían, le costaba mucho meterse en el público del Luna. No tenía la entrada que tenían otros en ese momento. Había boxeadores muy taquilleros, a lo mejor sin grandes condiciones, aporreadores ¿vio?, esos que como máxima virtud tienen lo de tirar golpes y descuidan un poco la defensa, se dejan pegar, nomás que ellos dan más fuerte. Abel Cachazú, Jorge Saldaño, Oscar Bonavena. Y había muchos otros. El Flaco era distinto, sabía pegar sin dejarse.

Tal vez uno de los motivos por los que más le costó entrar en la gente es que era calculador el Flaco. Él decía: yo no mido al rival, yo no sé ni quién es, yo lo tomo como alguien que me viene a sacar la plata del bolsillo. Ése era el sentimiento que tenía él para el contrario. Ahora, arriba del ring, cuando el Flaco lo miraba, daban ganas de irse. Él tuvo una mirada para mí muy parecida a la de Federico Thompson que vino y peleó con Gatica acá, notable boxeador, absolutamente notable, hoy algo así no existe.

El Flaco era frío. No era un tipo de sacar tanto las manos, de dar tanto espectáculo, se cuidaba, él sabía que no tenía aire para regalar: por los problemas que tuvo en la infancia tenía una capacidad pulmonar muy limitada. No le faltaba nada ni le sobraba tampoco. A lo mejor por eso que me hacía acordar al Dani, yo me empecé a fijar en él antes que otros.

Con el Hermano Zelaya conversábamos a veces de boxeo. Sabía. Él sabía de todo, de las cosas de este mundo y también del otro. Años después, cuando se estaba por morir, me tranquilizaba mostrándome a los ángeles que le rodeaban la cama, yo no los veía porque no tenía esos poderes. La cosa es que se acercaba la fecha de la pelea del Flaco con Benvenutti cuando el Hermano Zelaya me preguntó si a mí me interesaba ayudarlo. Al Flaco, digo. Era un buen momento esos días para mí. Noviembre. Un mes tranqui para los males pulmonares. El chiquito había pasado un invierno bravo y pasó entero. Después vino la primavera que al principio tiene lo suyo, el cambio de clima siempre trae mucha peste, bronquitis y cosas. También pasó entero. Ya teníamos la nena, que vino sanita. Cosas buenas de la vida. Con uno impedido y la beba, mi mujer ya no podía casi nunca venir conmigo al Luna, pero estábamos bien, contentos.

Entonces, como le digo, fue que el Hermano Zelaya me ofreció esta posibilidad: mucha gente, me dijo, con sus oraciones, con su fe, hace que gane, póngale, su equipo de fútbol. Y si usted está de acuerdo, hacemos un trabajo para ayudarlo al Flaco contra Benvenutti. Los trabajos eran caros, pero valían la pena. El Hermano Zelaya no se quedaba casi con plata, también tenía que invertir en las materias primas para los trabajos, algunas eran caras porque había ceras importadas, esencias especiales, reliquias tan verdaderas que no se pueden comprar por ninguna plata sino que los dueños las alquilan. Yo andaba forrado porque me había salido bien una venta grande de papel. Era negocio juntar papel en ese momento, vio que en este país hay que estar atento a lo que se da. En una casa vieja de la calle Bilbao que la usaba como depósito, llegué a juntar como siete mil kilos de papel. Se los vendí a una fábrica de papel higiénico y me hice con buena plata.

La pelea de Benvenutti, en lo previo, a todos los argentinos nos pareció una aventura casi descabellada. El Hermano Zelaya tenía razón: era una de esas situaciones en que hace falta trabajar a la suerte, hacerla actuar de un lado. Benvenutti era un gran campeón, Italia tuvo uno solo como él. Qué sé yo, se le puede comparar Primo Camera, en la época de Firpo. Pero en la época contemporánea no hubo otro.

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