Mempo Giardinelli - Luna caliente

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Luna caliente narra una historia de obsesión, de sexo y de crímenes situada en un contexto inusual como marco de novela negra: la Argentina de 1977, sometida a la dictadura militar, donde la lucha antisubversiva y la tortura están a la orden del día. Desde las primeras páginas, el autor nos sumerge de lleno en una atmósfera febril, con personajes dotados de una tremenda realidad y, a la par, de una dimensión casi teratológica, que se adentran por caminos de brutalidad y cinismo.

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Ramiro golpeó contra la tierra y fue detenido por un tacuruzal. Se levantó presuroso, antes que las hormigas pudieran repeler ese cuerpo extraño. De pie, y lamentándose del dolor en un codo, corrió para ver el coche, semihundido en el agua. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que, si bien no se había provocado el incendio que deseaba, el Ford había quedado con las ruedas hacia arriba. La cabina estaba bajo el agua; el médico moriría ahogado.

Todo salió bien, se dijo. Y se espeluznó de su propia certeza, de la repugnante serenidad de su comentario.

VIII

Eran las cinco y veinte de la mañana y aún no empezaba a amanecer. Habían pasado sólo minutos desde que corriera alejándose del puente, rumbo al sur, a la ciudad. Ya dos automóviles y un camión habían sobrepasado su línea -Ramiro se apartó de la carretera, al escuchar los ronquidos de los motores, escondiéndose entre unos arbustos- lo que indicaba que nadie se detenía en el puentecito roto. Las obras públicas en mal estado no sorprendían a nadie. De modo que pasaría un buen rato hasta que se descubriera el Ford semihundido.

Entonces, cuando calculó que había caminado lo suficiente, se dispuso a hacer dedo, sin dejar de caminar, ahora más calmado, aunque el cansancio empezaba a dificultarle la marcha.

Un minuto después, un enorme "Bedford" con acoplado, con patente de Santa Fe, se detuvo ante sus señas.

– ¿A dónde vas? -le preguntó el conductor desde la cabina; era un moreno que viajaba con el torso desnudo y asomaba un brazo que parecía un guinche portuario y tenía un tatuaje borroso, por la oscuridad, en el bíceps. Ramiro se dijo que ese tipo podía tutear a cualquiera, sin temor.

– Pa'onde le quede 'iéen, chamigo -respondió Ramiro, con acento aparaguayado, pero sin mirarlo a los ojos.

– Voy a Resistencia a descargar y después sigo a Corrientes.

– Tá ién, me bajo ái, n'el centro.

– Bueno, subite.

Ya en la cabina, en tono casual y mirando hacia afuera por la ventanilla, con su evidente tonada paraguaya dijo que se le había descompuesto su coche unos kilómetros antes, en un desvío de la carretera. Iba a agregar que había decidido caminar hasta que alguien lo llevara, que buscaría un mecánico y que luego seguiría a Santa Fe, cuando se dio cuenta de que el camionero era uno de esos tipos capaces de hacer gauchadas, pero hosco y solitario. Sólo movió la cabeza, como indicando que no le interesaban las explicaciones ni los problemas ajenos. El tipo quería pensar en sus cosas, y le importaba un pepino la historia que le pudiera contar. Ramiro se lo agradeció desde lo más profundo de su corazón, y se recostó en el asiento.

Recordó velozmente todo lo que había pasado esa noche y se preguntó si no era sueño, si no era algo que le estaba pasando a otro. Abrió los ojos, sobresaltado, y no: lo que veía era el paisaje chato del norte chaqueño, con sus palmeras dibujadas en la noche en la dirección del río Paraná; con su selva sucia, agrisada, a las veras del camino. Y ese calor inaguantable, persistente, que casi se podía tocar.

Espió al camionero, que manejaba muy concentrado, mordiendo un escarbadientes que parecía deshilachado y mirando fijamente el camino. No, no era un sueño. Volvió a cerrar los ojos y, escuchando el ronroneo del diesel, se relajó unos minutos.

Cuando el camión se detuvo ante el semáforo de las avenidas Ávalos y 25 de Mayo, Ramiro, dijo "gracia, mestrro, aquí me bajo" y abrió la puerta y saltó, tratando de ocultar su cara al camionero, quien por su lado sólo gruñó y dijo algo así como "chau, paragua", mención que a Ramiro le pareció hermosa de escuchar. Ese tipo no sería de cuidado. Venía con suerte.

Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debía caminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.

Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lo miraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizó cuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía sus ejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Por segundos, todo había salido bien.

Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiese pensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría jurado que no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.

IX

Cuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas de metal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se iba totalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciar el camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido. Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólo una madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.

Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor de cabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.

Afuera, su madre hablaba con alguien. "Sí, querida', decía, y parecía sorprendida y alegre. Debía ser alguna visita. Miró el reloj en su muñeca: las once y catorce. No había dormido mucho. "Qué casualidad -decía su madre- nunca se te ve por aquí." Y la voz parecía acercarse a su dormitorio. Ramiro se alertó, irguiéndose.

– Un minuto, queridita -la voz sonaba ahora muy fuerte-, esperate que voy a ver si está despierto.

Ramiro se zambulló en la almohada y cerró los ojos, justo en el momento en que ella entraba al dormitorio.

– Ramiro…

Él abrió un ojo, luego. el otro, fingiendo estar dormido.

– Querido, te busca Araceli.

– ¿Qué? -Ramiro saltó, horrorizado, casi gritando. -Sí, querido, Araceli, la hija del doctor Tennembaum, de Fontana, donde estuviste anoche.

SEGUNDA PARTE

¿Qué es la conciencia? ¡La he inventado yo!

¿En qué consiste el remordimiento?

¡Es una costumbre de la humanidad desde hace siete mil años!

¡Librémonos de esa preocupación y seremos dioses!

FEDOR DOSTOIEVSKI

Hermanos Karamazov

X

No era posible, y sin embargo… Carajo, otra vez no estaba soñando. Se quedó en la cama, mirando el techo, asombrado y reconociendo sentimientos contradictorios: lo aliviaba saberse menos asesino, pero a la vez sentía rabia por todo lo que había pasado, y que pudo no suceder si se hubiese dado cuenta… Pero, ¿qué era eso de sentirse menos asesino? ¿Qué era sino una comprobación ridícula?

Primero fue De Quincey, se dijo, y luego Dostoievski, los que señalaron que los humanos, en alarde de cinismo o de ociosidad, gozamos con el crimen. En algún lugar nuestro disfrutamos, admirativos, el horror de un asesinato. Podemos condenarlo, después, y seremos jueces implacables, pero en un primer momento el crimen nos deslumbra, nos impacta hasta la admiración.

No es posible ser "menos asesino" Así como si un solo ser te falta, todo está despoblado, así una muerte producida por mis manos es todas las muertes.

Ramiro se miró las manos, con las palmas abiertas. Luego las dio vuelta, lentamente, y las contempló del otro lado, venosas, velludas; le parecieron manos de un monstruo de novela gótica. Y sin embargo eran las mismas que habían sabido acariciar a Dorinne, no hacía mucho. Las sabía capaces de ternura; podían apasionarse ante la suavidad de la piel de algunas mujeres; podían tocar, calmosas, una flor y no se marchitaría. Alguna vez habían pellizcado dulcemente la mejilla de un niño. Otra vez habían tocado tejidos de hilo oaxaqueño, una seda de la India, el pedestal del David en Florencia, el pelaje duro y seco de un perro ovejero alemán.

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