© 1992
Dijo entonces a Scheherazada: “Hermana, por Alá sobre ti, cuéntanos una historia que haga pasar la noche…”
(De Las mil y una noches)
Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre. Nací en el último cuarto de una casa sombría y crecí entre muebles antiguos, libros en latín y momias humanas, pero eso no logró hacerme melancólica, porque vine al mundo con un soplo de selva en la memoria. Mi padre, un indio de ojos amarillos, provenía del lugar donde se juntan cien ríos, olía a bosque y nunca miraba al cielo de frente, porque se había criado bajo la cúpula de los árboles y la luz le parecía indecente. Consuelo, mi madre, pasó la infancia en una región encantada, donde por siglos los aventureros han buscado la ciudad de oro puro que vieron los conquistadores cuando se asomaron a los abismos de su propia ambición. Quedó marcada por el paisaje y de algún modo se las arregló para traspasarme esa huella.
Los misioneros recogieron a Consuelo cuando todavía no aprendía a caminar, era sólo una cachorra desnuda y cubierta de barro y excremento, que entró arrastrándose por el puente del embarcadero como un diminuto Jonás vomitado por alguna ballena de agua dulce. Al bañarla comprobaron sin lugar a dudas que era niña, lo cual les creó cierta confusión, pero ya estaba allí y no era cosa de lanzarla al río, de modo que le pusieron un pañal para tapar sus vergüenzas, le echaron unas gotas de limón en los ojos para curar la infección que le impedía abrirlos y la bautizaron con el primer nombre femenino que les pasó por la mente. Procedieron a educarla sin buscar explicaciones sobre su origen y sin muchos aspavientos, seguros de que si la Divina Providencia la había conservado con vida hasta que ellos la encontraron, también velaría por su integridad física y espiritual, o en el peor de los casos se la llevaría al cielo junto a otros inocentes. Consuelo creció sin lugar fijo en la estricta jerarquía de la Misión. No era exactamente una sirvienta, no tenía el mismo rango que los indios de la escuela y cuando preguntó cuál de los curas era su papá, recibió un bofetón por insolente. Me contó que había sido abandonada en un bote a la deriva por un navegante holandés, pero seguro ésa es una leyenda que inventó con posterioridad para librarse del asedio de mis preguntas. Creo que en realidad nada sabía de sus progenitores ni de la forma como apareció en aquel lugar.
La Misión era un pequeño oasis en medio de una vegetación voluptuosa, que crece enredada en sí misma desde la orilla del agua hasta las bases de monumentales torres geológicas, elevadas hacia el firmamento como errores de Dios. Allí el tiempo se ha torcido y las distancias engañan al ojo humano, induciendo al viajero a caminar en círculos. El aire húmedo y espeso, a veces huele a flores, a hierbas, a sudor de hombres y alientos de animales. El calor es oprimente, no corre una brisa de alivio, se caldean las piedras y la sangre en las venas. Al atardecer el cielo se llena de mosquitos fosforescentes, cuyas picaduras provocan inacabables pesadillas, y por las noches se escuchan con nitidez los murmullos de las aves, los gritos de los monos y el estruendo lejano de las cascadas, que nacen de los montes a mucha altura y revientan abajo con un fragor de guerra. El modesto edificio, de paja y barro, con una torre de palos cruzados y una campana para llamar a misa, se equilibraba como todas las chozas, sobre pilotes enterrados en el fango de un río de aguas opalescentes cuyos límites se pierden en la reverberación de la luz. Las viviendas parecían flotar a la deriva entre canoas silenciosas, basura, cadáveres de perros y ratas, inexplicables flores blancas.
Era fácil distinguir a Consuelo aun desde lejos, con su largo pelo rojo como un ramalazo de fuego en el verde eterno de esa naturaleza. Sus compañeros de juego eran unos indiecitos de vientres protuberantes, un loro atrevido que recitaba el Padrenuestro intercalado de palabrotas y un mono atado con una cadena a la pata de una mesa, al que ella soltaba de vez en cuando para que fuera a buscar novia al bosque, pero siempre regresaba a rascarse las pulgas en el mismo sitio. En esa época ya andaban por aquellos lados los protestantes repartiendo biblias, predicando contra el Vaticano y cargando bajo el sol y la lluvia sus pianos en carretones, para hacer cantar a los conversos en actos públicos. Esta competencia exigía de los sacerdotes católicos toda su dedicación, de modo que se ocupaban poco de Consuelo y ella sobrevivió curtida por el sol, mal alimentada con yuca y pescado, infestada de parásitos, picada de mosquitos, libre como un pájaro. Aparte de ayudar en las tareas domésticas, asistir a los servicios religiosos y a algunas clases de lectura, aritmética y catecismo, no tenía otras obligaciones, vagaba husmeando la flora y persiguiendo a la fauna, con la mente plena de imágenes, de olores, colores y sabores, de cuentos traídos de la frontera y mitos arrastrados por el río.
Tenía doce años cuando conoció al hombre de las gallinas, un portugués tostado por la intemperie, duro y seco por fuera, lleno de risa por dentro. Sus aves merodeaban devorando todo objeto reluciente encontrado a su paso, para que más tarde su amo les abriera el buche de un navajazo y cosechara algunos granos de oro, insuficientes para enriquecerlo, pero bastantes para alimentar sus ilusiones. Una mañana, el portugués divisó a esa niña de piel blanca con un incendio en la cabeza, la falda recogida y las piernas sumergidas en el pantano y creyó padecer otro ataque de fiebre intermitente. Lanzó un silbido de sorpresa, que sonó como la orden de poner en marcha a un caballo. El llamado cruzó el espacio, ella levantó la cara, sus miradas se encontraron y ambos sonrieron del mismo modo. Desde ese día se juntaban con frecuencia, él para contemplarla deslumbrado y ella para aprender a cantar canciones de Portugal.
– Vamos a cosechar oro, dijo un día el hombre.
Se internaron en el bosque hasta perder de vista la campana de la Misión, adentrándose en la espesura por senderos que sólo él percibía. Todo el día buscaron a las gallinas, llamándolas con cacareos de gallo y atrapándolas al vuelo cuando las vislumbraban a través del follaje. Mientras ella las sujetaba entre las rodillas, él las abría con un corte preciso y metía los dedos para sacar las pepitas. Las que no murieron fueron cosidas con aguja e hilo para que continuaran sirviendo a su dueño, colocaron a las demás en un saco para venderlas en la aldea o usarlas de carnada y con las plumas hicieron una hoguera, porque traían mala suerte y contagiaban el moquillo. Al atardecer, Consuelo regresó con el pelo revuelto contenta y manchada de sangre. Se despidió de su amigo, trepó por la escala colgante desde el bote hasta la terraza y su nariz dio con las cuatro sandalias inmundas de dos frailes de Extremadura, que la aguardaban con los brazos cruzados sobre el pecho y una terrible expresión de repudio.
– Ya es tiempo de que partas a la ciudad, le dijeron.
Nada ganó con suplicar. Tampoco la autorizaron para cargar con el mono o el loro, dos compañeros inapropiados para la nueva vida que la esperaba. Se la llevaron junto a cinco muchachas indígenas, todas amarradas por los tobillos para impedirles saltar de la piragua y desaparecer en el río. El portugués se despidió de Consuelo sin tocarla, con una larga mirada, dejándole de recuerdo un trozo de oro en forma de muela, atravesado por una cuerda. Ella lo usaría colgado al cuello durante casi toda su vida, hasta que encontró a quien dárselo en prenda de amor. Él la vio por última vez, vestida con su delantal de percal desteñido y un sombrero de paja metido hasta las orejas, descalza y triste, diciéndole adiós con la mano.
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