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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Carlé no toleraba el ruido en su casa, bastante tengo con soportar a los alumnos en el liceo, decía. Sus hijos aprendieron a no llorar ni reír en su presencia, a moverse como sombras y hablar en susurros, y fue tanta la destreza que desarrollaron para pasar inadvertidos, que a veces la madre creía ver a través de ellos y se aterraba ante la posibilidad de que se volvieran transparentes. El maestro estaba convencido de que las leyes de la genética le habían jugado una mala pasada. Sus hijos resultaron un completo fracaso. Jochen era lento y torpe, pésimo estudiante, se dormía en clase, se orinaba en la cama, no servía para ninguno de los proyectos trazados para él. De Katharina prefería no hablar. La pequeña era imbécil. De una cosa estaba seguro: no había taras congénitas en su estirpe, de modo que él no era responsable de esa pobre enferma, quién sabe si era en realidad hija suya, no se debía meter las manos al fuego por la fidelidad de nadie y menos de la propia mujer; por fortuna Katharina había nacido con un agujero en el corazón y el médico pronosticó que no viviría mucho. Mejor así.

Ante el poco éxito obtenido con sus dos hijos, Lukas Carlé no se alegró con el tercer embarazo de su mujer, pero cuando nació un niño grande, rosado, de ojos grises muy abiertos y manos firmes, se sintió reconfortado. Tal vez ése era el vástago que había deseado siempre, un verdadero Carlé. Debía impedir que su madre lo echara a perder, nada tan peligroso como una mujer para corromper una buena semilla de varón. No lo vistas con ropa de lana, para que se acostumbre al frío y se haga fuerte, déjalo en la oscuridad, así no tendrá nunca miedo, no lo cargues en brazos, no importa que llore hasta ponerse morado, eso es bueno para desarrollar los pulmones, ordenaba, pero a espaldas del marido la madre arropaba a su niño, le daba doble ración de leche, lo arrullaba y le cantaba canciones de cuna. Este sistema de ponerle y quitarle la ropa, de golpearlo y mimarlo sin razón aparente, de encerrarlo en un armario oscuro y después consolarlo a besos, hubiera sumido a cualquier criatura en la demencia, pero Rolf Carlé tuvo suerte, pues no sólo nació con una fortaleza mental capaz de resistir lo que hubiera destrozado a otros, sino que se desató la Segunda Guerra Mundial y su padre se enroló en el Ejército, librándolo así de su presencia. La guerra fue el período más feliz de su infancia.

Mientras en América del Sur se acumulaban los embalsamados en la casa del Profesor Jones y copulaba un mordido de serpiente engendrando a una niña a quien su madre llamó Eva para darle deseos de vivir, en Europa la realidad tampoco era de tamaño natural. La guerra sumía al mundo en la confusión y el espanto. Cuando la chiquilla andaba sujeta a las faldas de su madre, al otro lado del Atlántico se firmaba la paz sobre un continente en ruinas. Entretanto a este lado del mar pocos perdían el sueño por esas violencias remotas. Bastante ocupados estaban con las violencias propias.

Al crecer, Rolf Carlé resultó observador, orgulloso y tenaz, con cierta inclinación romántica que lo abochornaba como un signo de debilidad. En esa época de exaltación guerrera, él jugaba con sus compañeros a las trincheras y a los aviones derribados, pero en secreto se conmovía con los brotes de cada primavera, las flores en el verano, el oro del otoño y la triste blancura del invierno. En cada estación salía a caminar por los bosques para recolectar hojas e insectos que estudiaba bajo una lupa. Arrancaba páginas a sus cuadernos para escribir versos, que luego ocultaba en los huecos de los árboles o bajo las piedras, con la ilusión inconfesable de que alguien los hallara. Jamás habló de eso con nadie.

El muchacho tenía diez años la tarde que lo llevaron a enterrar a los muertos. Ese día estaba contento, porque su hermano Jochen había atrapado una liebre y el olor del guiso cocinándose a fuego lento, adobado en vinagre y romero, ocupaba toda la casa. Hacía mucho tiempo que no sentía ese aroma de comida y el placer anticipado le producía tanta ansiedad, que sólo la severa educación recibida le impedía levantar la tapa y meter una cuchara en la olla. Ése era también el día de hornear. Le gustaba ver a su madre inclinada sobre la enorme mesa de la cocina, los brazos hundidos en la masa, moviéndose cadenciosa al ritmo de hacer pan. Sobaba los ingredientes formando unos rollos largos, los cortaba y de cada trozo obtenía un pan redondo. Antes, en los tiempos de la abundancia, separaba un poco de masa y le agregaba leche, huevos y canela para hacer bollos que guardaba en una lata, uno para cada hijo cada día de la semana. Ahora mezclaba la harina con afrecho y el resultado era oscuro y áspero, como pan de aserrín.

La mañana se inició con un revuelo en la calle, movimiento de las tropas de ocupación, voces de mando, pero nadie se sobresaltó demasiado, porque el miedo se les había gastado en el desconcierto de la derrota y no les quedaba mucho para emplearlo en presentimientos de mal agüero. Después del armisticio, los rusos se instalaron en la aldea. Los rumores de su brutalidad precedían a los soldados del Ejército Rojo y la población aterrorizada esperaba un baño de sangre. Son como bestias, decían, abren el vientre a las mujeres embarazadas y tiran los fetos a los perros, atraviesan a los viejos con sus bayonetas, a los hombres les introducen dinamita por el culo y los hacen volar en pedazos, violan, incendian, destruyen. Sin embargo no fue así. El alcalde buscó una explicación y concluyó que seguramente ellos habían sido afortunados, porque quienes ocuparon el pueblo no provenían de las zonas soviéticas más azotadas por la guerra y tenían por lo mismo menos rencores acumulados y menos venganzas pendientes. Entraron arrastrando pesados vehículos con sus pertrechos, al mando de un joven oficial de rostro asiático, requisaron todos los alimentos, echaron en sus morrales cuanto objeto de valor pudieron agarrar y fusilaron al azar a seis miembros de la comunidad acusados de colaborar con los alemanes. Armaron su campamento en las afueras y se quedaron tranquilos. Ese día los rusos reunieron a la gente llamando con altavoces y asomándose en las casas para arrear a los indecisos con amenazas. La madre colocó un chaleco a Katharina y se apresuró a salir antes de que entrara la tropa y le confiscara la liebre del almuerzo y el pan de la semana. Caminó con sus tres hijos, Jochen, Katharina y Rolf, rumbo a la plaza. La aldea había sobrevivido a esos años de guerra en mejores condiciones que otras, a pesar de la bomba que cayó sobre la escuela un domingo por la noche, convirtiéndola en escombros y desparramando astillas de pupitres y pizarrones por los alrededores. Parte del empedrado medieval ya no existía, porque las brigadas usaron los adoquines para hacer barricadas; en poder del enemigo se encontraban el reloj de la alcaldía, el órgano de la iglesia y la última cosecha de vinos, únicos tesoros del lugar; los edificios lucían las fachadas despintadas y algunos impactos de balas, pero el conjunto no había perdido el encanto adquirido en tantos siglos de existencia.

Los habitantes del pueblo se congregaron en la plaza, rodeados por los soldados enemigos, mientras el comandante soviético, con el uniforme en harapos, las botas rotas y una barba de varios días, recorría el grupo observando a cada uno. Nadie sostuvo su mirada, cabizbajos, encogidos, expectantes, sólo Katharina fijó sus ojos mansos en el militar y se metió un dedo en la nariz.

– ¿Es retardada mental? preguntó el oficial señalando a la niña

– Nació así, replicó la señora Carlé.

– Entonces no tiene caso llevarla. Déjela aquí.

– No puede quedarse sola, por favor, permítale ir con nosotros.

– Como quiera.

Bajo un sol tenue de primavera aguardaron más de dos horas de pie, apuntados por las armas, los viejos apoyándose en los más fuertes, los niños dormidos en el suelo, los más pequeños en brazos de sus padres, hasta que por fin dieron la orden de partir y echaron todos a andar detrás del jeep del comandante, vigilados por los soldados que los apuraban, en una fila lenta encabezada por el alcalde y el director de la escuela, únicas autoridades aún reconocidas en la catástrofe de los últimos tiempos. Caminaron en silencio, inquietos, volviéndose para mirar los techos de sus casas asomando entre las colinas, preguntándose cada uno hacia dónde los conducían, hasta que fue evidente que tomaban la dirección del campo de prisioneros y el alma se les encogió como un puño.

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