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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Conocí tan profundamente a mi madre, que puedo imaginar la ceremonia que sigue, aunque ella no me dio todos los detalles. No tenía pudores inútiles y siempre respondía a mis preguntas con la mayor claridad, pero cuando se refería a ese indio solía quedarse de pronto en silencio, perdida en sus buenos recuerdos. Se quitó la bata de algodón, la enagua y los calzones de lienzo y deshizo el rodete que llevaba enrollado en la nuca, como exigía su patrón. Su largo cabello le cayó sobre el cuerpo y así vestida, con su mejor atributo de belleza, se montó sobre el moribundo con gran suavidad, para no perturbar su agonía. No sabía muy bien cómo actuar, porque no tenía experiencia alguna en esos quehaceres, pero lo que le faltó en conocimiento lo pusieron el instinto y la buena voluntad. Bajo la piel oscura del hombre, los músculos se tensaron y ella tuvo la sensación de cabalgar sobre un animal grande y bravo. Susurrándole palabras recién inventadas y secándole el sudor con un paño, se deslizó hasta el sitio preciso y entonces se movió con discreción, como una esposa acostumbrada a hacer el amor con un marido anciano. Pronto él la volteó para abrazarla con la premura impuesta por la proximidad de la muerte, y la breve dicha de ambos alteró las sombras de los rincones. Así fui concebida, en el lecho de muerte de mi padre.

Sin embargo, el jardinero no murió, como esperaban el Profesor Jones y los franceses del serpentario, que querían su cuerpo para experimentos. Contra toda lógica, comenzó a mejorar, le bajó la calentura, se le normalizó la respiración y pidió de comer. Consuelo comprendió que sin proponérselo había descubierto un antídoto para las mordeduras venenosas y siguió administrándoselo con ternura y entusiasmo cuantas veces él lo solicitó, hasta que el paciente pudo ponerse de pie. Poco después el indio se despidió sin que ella intentara detenerlo. Se tomaron de las manos durante un minuto o dos, se besaron con cierta tristeza y luego ella se quitó la pepita de oro, cuya cuerda estaba ya gastada por el uso, y la colgó al cuello de su único amante, como un recuerdo de los galopes compartidos. Él se fue agradecido y casi sano. Mi madre dice que iba sonriendo.

Consuelo no manifestó ninguna emoción. Siguió trabajando como siempre, ignorando las náuseas, la pesadez de las piernas y los puntos de colores que le nublaban la vista, sin mencionar el extraordinario medicamento con que salvó al moribundo. No lo dijo, ni siquiera cuando empezó a crecerle la barriga, ni cuando la llamó el Profesor Jones para administrarle un purgante, convencido de que esa hinchazón se debía a un problema digestivo, ni tampoco lo dijo cuando a su debido tiempo dio a luz. Aguantó los dolores durante trece horas sin dejar de trabajar y cuando ya no pudo más, se encerró en su pieza dispuesta a vivir ese momento a plenitud, como el más importante de su vida. Cepilló su cabello, lo trenzó apretadamente y lo ató con una cinta nueva, se quitó la ropa y se lavó de pies a cabeza, luego puso una sábana limpia en el suelo y sobre ella se colocó en cuclillas, tal como había visto en un libro sobre costumbres de esquimales.

Cubierta de sudor, con un trapo en la boca para ahogar sus quejidos, pujó para traer al mundo a esa criatura porfiada que se aferraba a ella. Ya no era joven y no fue tarea fácil, pero la costumbre de fregar pisos a gatas, de acarrear peso por la escalera y de lavar ropa hasta la medianoche, le había dado firmes músculos con los cuales pudo finalmente parir. Primero vio surgir dos pies minúsculos que se movían apenas, como si intentaran dar el primer paso de un arduo camino. Respiró profundamente y con un último gemido sintió que algo se rompía en el centro de su cuerpo y una masa ajena se deslizaba entre sus muslos. Un tremendo alivio la conmovió hasta el alma. Allí estaba yo envuelta en una cuerda azul, que ella separó con cuidado de mi cuello, para ayudarme a vivir. En ese instante se abrió la puerta y entró la cocinera, quien al notar su ausencia adivinó lo que ocurría y acudió a socorrerla. La encontró desnuda conmigo recostada sobre su vientre, todavía unida a ella por un lazo palpitante.

– Mala cosa, es hembra, dijo la improvisada comadrona cuando hubo anudado y cortado el cordón umbilical y me tuvo en sus manos.

– Nació de pie, es signo de buena suerte, sonrió mi madre apenas pudo hablar.

– Parece fuerte y es gritona. Si usted quiere, puedo ser la madrina.

– No he pensado bautizarla, replicó Consuelo pero al ver que la otra se persignaba escandalizada no quiso ofenderla. Está bien, un poco de agua bendita no le puede hacer mal y quién sabe si hasta sea de algún provecho. Se llamará Eva para que tenga ganas de vivir.

– ¿Qué apellido?

– Ninguno, el apellido no es importante.

– Los humanos necesitan apellido. Sólo los perros pueden andar por allí con el puro nombre.

– Su padre pertenecía a la tribu de los hijos de la luna. Que sea Eva Luna, entonces. Pásemela por favor, comadre, para ver si está completa.

Sentada en el charco de su parto, con los huesos de lana y mojada de transpiración, Consuelo buscó en mi cuerpo una señal fatídica transmitida por el veneno, pero al no descubrir anormalidad alguna, suspiró tranquila.

No tengo colmillos ni escamas de ofidio, al menos ninguna visible. Las circunstancias algo extrañas de mi concepción tuvieron consecuencias más bien benéficas: me dieron una salud inalterable y esa rebeldía que tardó un poco en manifestarse, pero finalmente me salvó de la vida de humillaciones a la cual sin duda estaba destinada. De mi padre heredé la sangre firme, porque ese indio debió ser muy fuerte para resistir tantos días el veneno de la serpiente y en pleno estado de agonía darle gusto a una mujer. A mi madre le debo todo lo demás. A los cuatro años sufrí una de esas pestes que dejan el cuerpo marcado de cráteres, pero ella me sanó amarrándome las manos para que no me rascara, embetunándome con sebo de oveja y evitando que me expusiera a la luz natural durante ciento ochenta días. Aprovechó ese período para quitarme las amibas con infusión de calabaza y la lombriz solitaria con raíz de helecho y desde entonces quedé buena y sana. No tengo huellas en la piel, sólo algunas quemaduras de cigarrillo y espero llegar a vieja sin arrugas, porque el sebo tiene efecto perenne.

Mi madre era una persona silenciosa, capaz de disimularse entre los muebles, de perderse en el dibujo de la alfombra, de no hacer el menor alboroto, como si no existiera; sin embargo, en la intimidad de la habitación que compartíamos se transformaba. Comenzaba a hablar del pasado o a narrar sus cuentos y el cuarto se llenaba de luz, desaparecían los muros para dar paso a increíbles paisajes, palacios abarrotados de objetos nunca vistos, países lejanos inventados por ella o sacados de la biblioteca del patrón; colocaba a mis pies todos los tesoros de Oriente, la luna y más allá, me reducía al tamaño de una hormiga para sentir el universo desde la pequeñez, me ponía alas para verlo desde el firmamento, me daba una cola de pez para conocer el fondo del mar. Cuando ella contaba, el mundo se poblaba de personajes, algunos de los cuales llegaron a ser tan familiares, que todavía hoy, tantos años después, puedo describir sus ropas y el tono de sus voces. Preservó intactas sus memorias de infancia en la Misión de los curas, retenía las anécdotas oídas al pasar y lo aprendido en sus lecturas, elaboraba la sustancia de sus propios sueños y con esos materiales fabricó un mundo para mí. Las palabras son gratis, decía y se las apropiaba, todas eran suyas. Ella sembró en mi cabeza la idea de que la realidad no es sólo como se percibe en la superficie, también tiene una dimensión mágica y, si a uno se le antoja, es legítimo exagerarla y ponerle color para que el tránsito por esta vida no resulte tan aburrido. Los personajes convocados por ella en el encantamiento de sus cuentos son los únicos recuerdos nítidos que conservo de mis primeros años, lo demás pereció envuelto en una niebla donde se funden los sirvientes de la casa, el anciano sabio postrado en su sillón inglés con ruedas de bicicleta y el desfile de pacientes y cadáveres, a quienes el doctor atendía a pesar de su enfermedad. Al Profesor Jones le desconcertaban los niños, pero como era bastante distraído, cuando se topaba conmigo en algún recodo de la casa, apenas me veía. Yo le temía un poco, porque no sabía si el viejo había fabricado a los embalsamados o ellos lo habían engendrado a él, parecían de la misma estirpe de pergamino; pero su presencia no me afectaba, porque ambos existíamos en ámbitos diferentes. Yo circulaba en la cocina, en los patios, en los cuartos de servicio, en el jardín, y cuando acompañaba a mi madre por el resto de la mansión, lo hacía con mucho sigilo para que el Profesor me confundiera con una prolongación de la sombra de ella. La casa tenía tantos y tan diversos olores, que yo podía recorrerla con los ojos cerrados y adivinar dónde me encontraba; los aromas de comida, ropa, carbón, medicamentos, libros y humedad se unieron a los personajes de los cuentos enriqueciendo aquellos años.

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