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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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El viaje comenzó en canoa por los afluentes del río a través de un panorama demencial, luego a lomo de mula por mesetas abruptas donde por las noches se helaban los pensamientos y finalmente en camión por húmedas llanuras, bosques de plátanos salvajes y piñas enanas, caminos de arena y de sal, pero nada sorprendió a la niña, pues quien ha abierto los ojos en el territorio más alucinante del mundo pierde la capacidad de asombro. Durante ese largo trayecto lloró todas las lágrimas que guardaba en su organismo, sin dejar reserva para las tristezas posteriores. Una vez agotado el llanto cerró la boca, decidida a abrirla de ahí en adelante sólo para responder lo indispensable. Llegaron a la capital varios días después y los frailes condujeron a las aterrorizadas muchachas al convento de las Hermanitas de la Caridad, donde una monja abrió la puerta de hierro con una llave de carcelero y las guió a un patio amplio y umbroso, rodeado de corredores, en cuyo centro se alzaba una fuente de azulejos pintados donde bebían palomas, tordos y colibríes. Varias jóvenes de uniforme gris, sentadas en rueda a la sombra, cosían forros de colchones con agujas curvas o tejían canastos de mimbre.

– En la oración y el esfuerzo encontrarán alivio para sus pecados. No he venido a curar a los sanos, sino a cuidar a los enfermos. Más se alegra el pastor cuando encuentra la oveja descarriada, que ante todo su rebaño congregado. Palabra de Dios, alabado sea su Santo Nombre, amén, o algo por el estilo recitó la monja con las manos ocultas bajo los pliegues del hábito.

Consuelo no entendió el significado de aquella perorata ni le prestó atención, porque estaba extenuada y la sensación de encierro la abrumaba. Nunca había estado entre murallas y al mirar hacia arriba y ver el cielo reducido a un cuadrilátero, creyó que moriría asfixiada. Cuando la separaron de sus compañeras de viaje y la llevaron a la oficina de la Madre Superiora, no imaginó que la causa era su piel y sus ojos claros. Las Hermanitas no habían recibido en muchos años a una criatura como ella, sólo niñas de razas mezcladas provenientes de los barrios más pobres o indias traídas por los misioneros a viva fuerza.

– ¿Quiénes son tus padres?

– No sé.

– ¿Cuándo naciste?

– El año del cometa.

Ya entonces Consuelo suplía con giros poéticos lo que le faltaba en información. Desde que oyó mencionar por primera vez al cometa, decidió adoptarlo como fecha de nacimiento. Durante su infancia alguien le contó que en aquella oportunidad el mundo esperó el prodigio celeste con terror. Se suponía que surgiría como un dragón de fuego y que al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, su cola envolvería al planeta en gases venenosos y un calor de lava fundida acabaría con toda forma de vida. Algunas personas se suicidaron para no morir chamuscadas, otras prefirieron aturdirse en comilonas, borracheras y fornicaciones de última hora. Hasta el Benefactor se impresionó al ver el cielo tornarse verde y enterarse de que bajo la influencia del cometa el pelo de los mulatos se desrizaba y el de los chinos se encrespaba y mandó soltar a algunos opositores, presos desde hacía tanto tiempo, que para entonces ya habían olvidado la luz natural, aunque algunos conservaban intacto el germen de la rebelión y estaban dispuestos a legarlo a las generaciones futuras. A Consuelo la sedujo la idea de nacer en medio de tanto espanto, a pesar del rumor de que todos los recién nacidos de ese momento fueron horrorosos y siguieron siéndolo años después que el cometa se perdió de vista como una bola de hielo y polvo sideral.

– Lo primero será acabar con este rabo de Satanás, decidió la Madre Superiora, pesando a dos manos aquella trenza de cobre bruñido que colgaba a la espalda de la nueva interna. Dio orden de cortar la melena y lavarle la cabeza con una mezcla de lejía y Aureolina Onirem para liquidar los piojos y atenuar la insolencia del color, con lo cual se le cayó la mitad del pelo y el resto adquirió un tono arcilloso, más adecuado al temperamento y a los fines de la institución religiosa, que el manto flamígero original.

En ese lugar Consuelo pasó tres años con frío en el cuerpo y en el alma, taimada y solitaria, sin creer que el sol escuálido del patio fuera el mismo que sancochaba la selva donde había dejado su hogar. Allí no entraba el alboroto profano ni la prosperidad nacional, iniciada cuando alguien cavó un pozo y en vez de agua saltó un chorro negro, espeso y fétido como porquería de dinosaurio. La patria estaba sentada en un mar de petróleo. Eso despabiló un poco la modorra de la dictadura, pues aumentó tanto la fortuna del tirano y sus familiares que algo rebasó para los demás. En las ciudades se vieron algunos adelantos y en los campos petroleros, el contacto con los fornidos capataces venidos del norte remeció las viejas tradiciones y una brisa de modernismo levantó las faldas de las mujeres, pero en el convento de las Hermanitas de la Caridad nada de eso importaba. La vida comenzaba a las cuatro de la madrugada con las primeras oraciones; el día transcurría en un orden inmutable y terminaba con las campanas de las seis, hora del acto de contrición para limpiar el espíritu y prepararse para la eventualidad de la muerte, ya que la noche podía ser un viaje sin retorno. Largos silencios, corredores de baldosas enceradas, olor a incienso y azucenas, susurro de plegarias, bancos de madera oscura, blancas paredes sin adornos. Dios era una presencia totalitaria. Aparte de las monjas y un par de sirvientes, en el vasto edificio de adobe y tejas vivían sólo dieciséis muchachas, la mayoría huérfanas o abandonadas, que aprendían a usar zapatos, comer con tenedor y dominar algunos oficios domésticos elementales, para que más tarde se emplearan en humildes labores de servicio, pues no se suponía que tuvieran capacidad para otra cosa. Su aspecto distinguía a Consuelo entre las demás y las monjas, convencidas de que aquello no era casual sino más bien un signo de buena voluntad divina, se esmeraron en cultivar su fe en la esperanza de que decidiera tomar los hábitos y servir a la Iglesia, pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra el rechazo instintivo de la chiquilla. Ella lo intentó con buena disposición pero nunca logró aceptar ese dios tiránico que le predicaban las religiosas, prefería una deidad más alegre, maternal y compasiva.

– Ésa es la Santísima Virgen María, le explicaron.

– ¿Ella es Dios?

– No, es la madre de Dios.

– Sí pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá?

– Calla, insensata, calla y reza. Pídele al Señor que te ilumine, le aconsejaban.

Consuelo se sentaba en la capilla a mirar el altar coronado por un Cristo de realismo aterrador y trataba de recitar el rosario pero muy pronto se perdía en aventuras interminables donde los recuerdos de la selva alternaban con los personajes de la Historia Sagrada, cada uno con su cargamento de pasiones, venganzas, martirios y milagros. Todo lo tragaba con avidez, las palabras rituales de la misa, los sermones de los domingos, las lecturas pías, los ruidos de la noche, el viento entre las columnas del corredor, la expresión bobalicona de los santos y anacoretas en sus nichos de la iglesia. Aprendió a permanecer quieta y guardó su desmesurado caudal de fábulas como un tesoro discreto hasta que yo le di la oportunidad de desatar ese torrente de palabras que llevaba consigo.

Tanto tiempo pasaba Consuelo inmóvil en la capilla, con las manos juntas y una placidez de rumiante, que se regó el rumor en el convento de que estaba bendita y tenía visiones celestiales; pero la Madre Superiora, una catalana práctica y menos inclinada a creer en milagros que las otras monjas de la congregación, se dio cuenta de que no se trataba de santidad, sino más bien de una distracción incurable. Como la muchacha tampoco demostraba entusiasmo alguno por coser colchones, fabricar hostias o tejer cestos, consideró terminada su formación y la colocó para servir en la casa de un médico extranjero, el Profesor Jones. La llevó de la mano hasta una mansión que se alzaba algo decrépita, pero aún espléndida en su arquitectura francesa, en los límites de la ciudad, al pie de un cerro que ahora las autoridades convirtieron en Parque Nacional. La primera impresión que tuvo Consuelo de aquel hombre la afectó tanto, que pasó meses sin perderle el miedo. Lo vio entrar a la sala con un delantal de carnicero y un extraño instrumento metálico en la mano, no las saludó, despachó a la monja con cuatro frases incomprensibles y a ella la mandó con un gruñido a la cocina sin dedicarle ni una mirada, demasiado ocupado con sus proyectos. Ella, en cambio, lo observó con detención, porque nunca había visto a un sujeto tan amenazante, pero no pudo dejar de advertir que era hermoso como una estampa de Jesús, todo de oro, con la misma barba rubia de príncipe y los ojos de un color imposible.

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