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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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El único patrón que habría de tener Consuelo en su vida pasó años perfeccionando un sistema para conservar a los muertos, cuyo secreto se llevó finalmente a la tumba, para alivio de la humanidad. También trabajaba en una cura para el cáncer, pues observó que esta enfermedad es poco frecuente en las zonas infectadas de paludismo y dedujo naturalmente que podía mejorar a las víctimas de ese mal exponiéndolas a las picaduras de los mosquitos de los pantanos. Con la misma lógica, experimentaba dando golpes en la cabeza a los tontos de nacimiento o de vocación, porque leyó en la Gaceta del Galeno que debido a un traumatismo cerebral, una persona se transformó en genio. Era un antisocialista decidido. Calculó que si se repartieran las riquezas del mundo, a cada habitante del planeta le correspondería menos de treinta y cinco centavos, por lo tanto las revoluciones eran inútiles. Lucía un aspecto saludable y fuerte, sufría de constante mal humor y poseía los conocimientos de un sabio y las mañas de un sacristán. Su fórmula para embalsamar era de una sencillez admirable, como lo son casi todos los grandes inventos. Nada de sustraer las vísceras, vaciar el cráneo, zambullir el cuerpo en formol y rellenarlo con brea y estopa, para al final dejarlo arrugado como una ciruela y mirando estupefacto con ojos de vidrio pintado. Simplemente extraía la sangre del cadáver aún fresco y la remplazaba por un líquido que lo conservaba como en vida. La piel, aunque pálida y fría, no se deterioraba, el cabello permanecía firme y en algunos casos hasta las uñas se quedaban en sus sitios y continuaban creciendo. Tal vez el único inconveniente era cierto olor acre y penetrante, pero con el tiempo los familiares se acostumbraban. En esa época pocos pacientes se prestaban voluntariamente a las picaduras de insectos curativos o los garrotazos para aumentar la inteligencia, pero su prestigio de embalsamador había cruzado el océano y con frecuencia llegaban a visitarlo científicos europeos o comerciantes norteamericanos ávidos de arrebatarle su fórmula. Siempre se iban con las manos vacías. El caso más célebre -que regó su fama por el mundo- fue el de un conocido abogado de la ciudad, quien tuvo en vida inclinaciones liberales y el Benefactor lo mandó matar a la salida del estreno de la zarzuela de La Paloma en el Teatro Municipal. Al Profesor Jones le llevaron el cuerpo aún caliente, con tantos agujeros de balas que no se podían contar, pero con la cara intacta. Aunque consideraba a la víctima su enemigo ideológico, pues él mismo era partidario de los regímenes autoritarios y desconfiaba de la democracia, que le resultaba vulgar y demasiado parecida al socialismo, se dio a la tarea de preservar el cuerpo, con tan buen resultado, que la familia sentó al muerto en la biblioteca, vestido con su mejor traje y sosteniendo una pluma en la mano derecha. Así lo defendieron de la polilla y del polvo durante varias décadas, como un recordatorio de la brutalidad del dictador, quien no se atrevió a intervenir, porque una cosa es querellarse con los vivos y otra muy distinta arremeter contra los difuntos.

Una vez que Consuelo logró superar el susto inicial y comprendió que el delantal de matarife y el olor a tumba de su patrón eran detalles ínfimos, porque en verdad se trataba de una persona fácil de sobrellevar, vulnerable y hasta simpática en algunas ocasiones se sintió a sus anchas en esa casa, que le pareció el paraíso en comparación con el convento. Allí nadie se levantaba de madrugada para rezar el rosario por el bien de la humanidad, ni era necesario ponerse de rodillas sobre un puñado de guisantes para pagar con sufrimiento propio las culpas ajenas. Como en el antiguo edificio de las Hermanitas de la Caridad, en esa mansión también circulaban discretos fantasmas, cuya presencia todos percibían menos el Profesor Jones, que se empeñaba en negarlos porque carecían de fundamento científico. Aunque estaba a cargo de las tareas más duras, la muchacha encontraba tiempo para sus ensoñaciones, sin que nadie la molestara interpretando sus silencios como virtudes milagrosas. Era fuerte, nunca se quejaba y obedecía sin preguntar, tal como le habían enseñado las monjas. Aparte de acarrear la basura, lavar y planchar la ropa, limpiar las letrinas, recibir diariamente el hielo para las neveras, que traían a lomo de burro preservado en sal gruesa, ayudaba al Profesor Jones a preparar la fórmula en grandes frascos de farmacia, cuidaba los cuerpos, les quitaba el polvo y la rémora de las articulaciones, los vestía, los peinaba y les coloreaba las mejillas con carmín. El sabio se sentía a gusto con su sirvienta. Hasta que ella llegó a su lado, trabajaba solo, en el más estricto secreto, pero con el tiempo se acostumbró a la presencia de Consuelo y le permitió ayudarlo en su laboratorio, pues supuso que esa mujer callada no representaba peligro alguno. Seguro de tenerla siempre cerca cuando la necesitaba, se quitaba la chaqueta y el sombrero y sin mirar hacia atrás los dejaba caer para que ella los cogiera al vuelo antes que tocaran el suelo, y como nunca le falló, acabó por tenerle una confianza ciega. Fue así como aparte del inventor, Consuelo llegó a ser la única persona en posesión de la fórmula maravillosa, pero ese conocimiento no le sirvió de nada, pues la idea de traicionar a su patrón y comerciar con su secreto jamás pasó por su mente. Detestaba manipular cadáveres y no comprendía el propósito de embalsamarlos. Si eso fuera útil, la naturaleza lo habría previsto y no permitiría que los muertos se pudrieran, pensaba ella. Sin embargo, al final de su vida encontró una explicación a ese antiguo afán de la humanidad por preservar a sus difuntos, porque descubrió que teniendo sus cuerpos al alcance de la mano, es más fácil recordarlos.

Transcurrieron muchos años sin sobresaltos para Consuelo. No percibía las novedades a su alrededor, porque del claustro de las monjas pasó al de la casa del Profesor Jones. Allí había una radio para enterarse de las noticias, pero rara vez se encendía, sólo se escuchaban los discos de ópera que el patrón ponía en su flamante vitrola. Tampoco llegaban periódicos, sólo revistas científicas, porque el sabio era indiferente a los hechos que ocurrían en el país o en el mundo, mucho más interesado en los conocimientos abstractos, los registros de la historia o los pronósticos de un futuro hipotético, que en las emergencias vulgares del presente. La casa era un inmenso laberinto de libros. A lo largo de la paredes se acumulaban los volúmenes desde el suelo hasta el techo, oscuros, olorosos a empastes de cuero, suaves al tacto, crujientes, con sus títulos y sus cantos de oro, sus hojas translúcidas, sus delicadas tipografías. Todas las obras del pensamiento universal se hallaban en esos anaqueles, colocadas sin orden aparente, aunque el Profesor recordaba con exactitud la ubicación de cada una. Las obras de Shakespeare descansaban junto a El Capital, las máximas de Confucio se codeaban con la Vida de las focas, los mapas de antiguos navegantes yacían junto a novelas góticas y poesía de la India. Consuelo pasaba varias horas al día limpiando los libros. Cuando terminaba con el último estante había que comenzar otra vez por el primero, pero eso era lo mejor de su trabajo. Los tomaba con delicadeza, les sacudía el polvo acariciándolos y daba vueltas a las páginas para sumergirse unos minutos en el mundo privado de cada uno. Aprendió a conocerlos y ubicarlos en las repisas. Nunca se atrevió a pedirlos prestados, de modo que los sacaba a hurtadillas, los llevaba a su cuarto, los leía por las noches y al día siguiente los colocaba en sus sitios.

Consuelo no supo de muchos trastornos, catástrofes o progresos de su época, pero se enteró en detalle de los disturbios estudiantiles en el país, porque ocurrieron cuando el Profesor Jones transitaba por el centro de la ciudad y por poco lo matan los guardias a caballo. Le tocó a ella ponerle emplastos en los moretones y alimentarlo con sopa y cerveza en biberón, hasta que se le afirmaron los dientes sueltos. El doctor había salido a comprar algunos productos indispensables para sus experimentos, sin recordar para nada que estaban en Carnaval, una fiesta licenciosa que cada año dejaba un saldo de heridos y muertos, aunque en esa ocasión las riñas de borrachos pasaron desapercibidas ante el impacto de otros hechos que remecieron a las conciencias adormiladas. Jones iba cruzando la calle cuando estalló el barullo. En realidad, los problemas comenzaron dos días antes, cuando los universitarios eligieron una reina de belleza mediante la primera votación democrática del país. Después de coronarla y pronunciar discursos floridos, en los cuales a algunos se les soltó la lengua y hablaron de libertad y soberanía, los jóvenes decidieron desfilar. Nunca se había visto nada semejante, la policía tardó cuarenta y ocho horas en reaccionar y lo hizo justamente en el momento en que el Profesor Jones salía de una botica con sus frascos y papelillos. Vio avanzar al galope a los guardias, con sus machetes en ristre y no se desvió del camino ni apuró el paso, porque iba distraído pensando en alguna de sus fórmulas químicas y todo ese ruido le pareció de muy mal gusto. Recuperó el conocimiento en una angarilla rumbo al hospital de indigentes y logró balbucear que cambiaran de ruta y lo condujeran a su casa, sujetándose los dientes con la mano para evitar que rodaran por la calle. Mientras él se recuperaba hundido en sus almohadas, la policía apresó a los cabecillas de la revuelta y los metió en una mazmorra, pero no fueron apaleados, porque entre ellos había algunos hijos de las familias más conspicuas. Su detención produjo una oleada de solidaridad y al día siguiente se presentaron decenas de muchachos en las cárceles y cuarteles a ofrecerse como presos voluntarios. Los encerraron a medida que llegaban, pero pocos días después hubo que liberarlos, porque ya no había espacio en las celdas para tantos niños y el clamor de las madres comenzaba a perturbar la digestión del Benefactor.

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