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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Meses después, cuando al Profesor Jones ya se le había afirmado la dentadura y comenzaba a recuperarse de las magulladuras morales, los estudiantes volvieron a alborotarse, esta vez con la complicidad de algunos oficiales jóvenes. El Ministro de la Guerra aplastó la subversión en siete horas y los que lograron salvarse partieron al exilio, donde permanecieron siete años, hasta la muerte del Amo de la Patria, quien se dio el lujo de morir tranquilamente en su cama y no colgado de los testículos en un farol de la plaza, como deseaban sus enemigos y temía el embajador norteamericano.

Con el fallecimiento del anciano caudillo y el fin de aquella larga dictadura, el Profesor Jones estuvo a punto de embarcarse de vuelta a Europa, convencido, como muchas otras personas, de que el país se hundiría irremisiblemente en el caos. Por su parte, los Ministros de Estado, aterrados ante la posibilidad de un alzamiento popular, se reunieron a toda prisa y alguien propuso llamar al doctor, pensando que si el cadáver del Cid Campeador atado a su corcel pudo dar batalla a los moros, no había razón para que el del Presidente Vitalicio no siguiera gobernando embalsamado en su sillón de tirano. El sabio se presentó acompañado por Consuelo, quien le llevaba el maletín y observaba impasible las casas de techos rojos, los tranvías, los hombres con sombrero de pajilla y zapatos de dos colores, la singular mezcla de lujo y desparramo del Palacio. Durante los meses de agonía se habían relajado las medidas de seguridad y en las horas que siguieron a la muerte reinaba la mayor confusión, nadie detuvo al visitante y a su empleada. Cruzaron pasillos y salones y entraron por último a la habitación donde yacía ese hombre poderoso -padre de un centenar de bastardos, dueño de la vida y la muerte de sus súbditos y poseedor de una fortuna inaudita- en camisón, con guantes de cabritilla y empapado de sus orines. Afuera temblaban los miembros de su séquito y algunas concubinas, mientras los ministros dudaban entre escapar al extranjero o quedarse a ver si la momia del Benefactor podía seguir dirigiendo los destinos de la patria. El Profesor Jones se detuvo junto al cadáver observándolo con interés de entomólogo.

– ¿Es cierto que usted puede conservar a los muertos, doctor? preguntó un hombre grueso con unos bigotes similares a los del dictador.

– Mmm…

– Entonces le aconsejo que no lo haga, porque ahora me toca gobernar a mí, que soy su hermano, del mismo cuño y de la misma sangre, lo amenazó el otro mostrando un trabuco formidable metido en su cinturón.

El Ministro de la Guerra apareció en ese instante y tomando al científico lo llevó aparte para hablarle a solas.

– No estará pensando embalsamarnos al Presidente…

– Mmmm…

– Más le vale no meterse en esto, porque ahora me toca mandar a mí, que tengo al Ejército en un puño.

Desconcertado, el Profesor salió del Palacio seguido por Consuelo. Nunca supo quién ni por qué lo llamó. Se fue mascullando que no había forma de entender a estos pueblos tropicales y lo mejor sería regresar a su querida ciudad de origen, donde funcionaban las leyes de la lógica y de la urbanidad y de donde jamás debió salir.

El Ministro de la Guerra se hizo cargo del gobierno sin saber exactamente lo que debía hacer, pues había estado siempre bajo la férula del Benefactor y no recordaba haber tomado una sola iniciativa en toda su carrera. Hubo momentos de incertidumbre, porque el pueblo se negó a creer que el Presidente Vitalicio estuviera en verdad muerto y pensó que el anciano expuesto en ese féretro de faraón era una superchería, otro de los trucos del brujo para atrapar a sus detractores. La gente se encerró en sus hogares, sin atreverse a asomar la nariz a la calle, hasta que la Guardia se metió en las casas para sacarlos a golpes y obligarlos a formar fila para rendir el postrer homenaje al Amo, quien ya comenzaba a heder entre las velas de cera virgen y los lirios enviados en aeroplano desde Florida. Al ver los magníficos funerales presididos por varios dignatarios de la Iglesia con sus ropajes de ceremonia mayor, el pueblo se convenció por fin de que al tirano le había fallado la inmortalidad y salió a celebrar. El país despertó de una larga siesta y en cuestión de horas se acabó la sensación de tristeza y de cansancio que parecía agobiarlo. La gente comenzó a soñar con una tímida libertad. Gritaron, bailaron, tiraron piedras, rompieron ventanas y hasta saquearon algunas mansiones de los favoritos del régimen y quemaron el largo “Packard” negro de inconfundible corneta, en que se paseaba el Benefactor sembrando miedo a su paso. Entonces el Ministro de la Guerra se sobrepuso al desconcierto, se sentó en el sillón presidencial, dio instrucciones de apaciguar los ánimos a tiros y en seguida se dirigió al pueblo por radio anunciando un nuevo orden. Poco a poco volvió la calma. Vaciaron las cárceles de los presos políticos para dejar espacio a otros que iban llegando y empezó un gobierno más progresista que prometió colocar a la nación en el siglo veinte, lo cual no era una idea disparatada, considerando que llevaba más de tres décadas de atraso. En aquel desierto político empezaron a emerger los primeros partidos, se organizó un Parlamento y hubo un renacer de ideas y proyectos.

El día que sepultaron al abogado, su momia favorita, el Profesor Jones sufrió un ataque de rabia que culminó en un derrame cerebral. Por solicitud de las autoridades, que no deseaban cargar con muertos visibles del régimen anterior, los familiares del célebre mártir de la tiranía hicieron un funeral grandioso, a pesar de la impresión generalizada de estar enterrándolo vivo, porque aún se mantenía en buen estado. Jones intentó por todos los medios impedir que su obra de arte fuera a parar a un mausoleo, pero todo fue inútil. Se plantó con los brazos abiertos en la puerta del cementerio, tratando de impedir que pasara la carroza negra que transportaba el féretro de caoba con remaches de plata, pero el cochero siguió adelante y si el doctor no se aparta lo aplasta sin el menor respeto. Cuando cerraron el nicho, el embalsamador cayó fulminado por la indignación, medio cuerpo yerto y la otra mitad con convulsiones. Con ese sepelio desapareció tras una lápida de mármol el testimonio más contundente de que la fórmula del sabio era capaz de burlar a la descomposición por tiempo indefinido.

Ésos fueron los únicos sucesos relevantes de los años que Consuelo sirvió en la casa del Profesor Jones. Para ella la diferencia entre dictadura y democracia, fueron sus salidas de vez en cuando al biógrafo para ver las películas de Carlos Gardel, antes prohibidas para señoritas, y el hecho de que a partir del ataque de rabia, su patrón se convirtió en un inválido a quien debía atender como a una criatura. Sus rutinas cambiaron poco, hasta ese día de julio cuando al jardinero lo mordió una víbora. Era un indio alto, fuerte, de facciones suaves, pero expresión hermética y taciturna, con quien ella no había cruzado más de diez frases, a pesar de que solía ayudarla con los cadáveres, los cancerosos y los idiotas. Cogía a los pacientes como si fueran plumas, se los echaba al hombro y trepaba a grandes trancos la escalera del laboratorio, sin dar muestras de curiosidad.

– Al jardinero lo mordió una surucucú, anunció Consuelo al Profesor Jones.

– Cuando se muera me lo traes, ordenó el científico con su boca torcida, aprontándose para hacer una momia indígena en posición de podar los malabares y colocarla como decoración en el jardín. Para entonces ya estaba bastante anciano y comenzaba a tener delirios de artista, soñaba con representar todos los oficios, formando así su propio museo de estatuas humanas.

Por primera vez en su silenciosa existencia, Consuelo desobedeció una orden y tomó una iniciativa. Con ayuda de la cocinera arrastró al indio a su habitación del último patio y lo acostó en su jergón, decidida a salvarlo, porque le pareció una lástima verlo convertido en adorno para satisfacer un capricho del patrón y también porque en algunas ocasiones, ella había sentido una inexplicable inquietud al ver las manos de ese hombre, grandes, morenas, fuertes, atendiendo las plantas con singular delicadeza. Le limpió la herida con agua y jabón, le hizo dos cortes profundos con el cuchillo de picar pollos y durante un buen rato estuvo chupándole la sangre envenenada y escupiéndola en un recipiente. Entre buche y buche se enjuagaba la boca con vinagre, para no morirse ella también. Enseguida lo envolvió en paños empapados en trementina, lo purgó con infusiones de hierbas, le aplicó telarañas en la herida y permitió que la cocinera encendiera velas a los santos, aunque ella misma no tenía fe en ese recurso. Cuando el enfermo empezó a orinar rojo, sustrajo el Sándalo Sol del gabinete del Profesor, remedio infalible para los flujos de las vías urinarias, pero a pesar de todo su esmero, la pierna comenzó a descomponerse y el hombre a agonizar lúcido y callado, sin quejarse ni una sola vez. Consuelo notó que, haciendo caso omiso del pánico ante la muerte, la asfixia y el dolor, el jardinero respondía con entusiasmo cuando ella le frotaba el cuerpo o le aplicaba cataplasmas. Esa inesperada erección consiguió conmover su corazón de virgen madura y cuando él la tomó de un brazo y la miró suplicante, ella comprendió que había llegado el momento de justificar su nombre y consolarlo de tanta desgracia. Además sacó la cuenta de que en sus treinta y tantos años de existencia no había conocido el placer y no lo buscó, convencida de que era un asunto reservado a los protagonistas del cine. Resolvió darse ese gusto y de paso ofrecérselo también al enfermo, a ver si partía más contento al otro mundo.

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