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Isabel Allende: Eva Luna

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Isabel Allende Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso. Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Y en vez de hundirse bajo las cobijas como había hecho durante toda su vida, se levantó con el cerebro en blanco, se colocó los pantalones, la casaca, el gorro de lana y calzó sus botas de nieve. Terminó de vestirse con gestos precisos, luego salió, cruzó el corredor y trató de abrir la puerta de la sala, pero estaba con el cerrojo pasado. Con la misma lentitud y precisión empleada para colocar sus trampas o partir leña, levantó la pierna y de una patada certera hizo saltar los hierros. Rolf, en pijama y descalzo, había seguido a su hermano, y al abrirse la puerta vio a su madre totalmente desnuda, encaramada en unos absurdos botines rojos de tacón alto. Lukas Carlé les gritó furioso que se retiraran de inmediato, pero Jochen avanzó, pasó delante de la mesa, apartó a la mujer que intentó detenerlo y se aproximó con tal determinación, que el hombre retrocedió vacilante. El puño de Jochen dio en el rostro de su padre con la fuerza de un martillazo, lanzándolo por el aire sobre el aparador, que se desplomó con un estruendo de madera vuelta astillas y platos destrozados. Rolf observó el cuerpo inerte en el suelo, tragó aire, fue a su cuarto, cogió una manta y volvió para cubrir a su madre.

– Adiós, mamá, dijo Jochen desde la puerta de la calle, sin atreverse a mirarla.

– Adiós, hijo mío, murmuró ella, aliviada porque al menos uno de los suyos estaría a salvo.

Al día siguiente Rolf dobló las bastillas de los pantalones largos de su hermano y se los puso para llevar a su padre al hospital, donde le acomodaron la mandíbula en su sitio. Durante semanas no pudo hablar y hubo que alimentarlo con líquidos a través de una pipeta. Con la partida de su hijo mayor, la señora Carlé acabó de hundirse en el rencor y Rolf debió enfrentarse solo a ese hombre detestado y temido.

Katharina tenía la mirada de una ardilla y el alma libre de todo recuerdo. Era capaz de comer sola, avisar cuando necesitaba ir al excusado y correr a meterse bajo la mesa cuando llegaba su padre, pero eso fue todo lo que pudo aprender. Rolf buscaba pequeños tesoros para ofrecerle, un escarabajo, una piedra pulida, una nuez que abría con cuidado para extraer el fruto. Ella lo retribuía con una devoción total. Lo esperaba todo el día y al escuchar sus pasos y ver su rostro inclinado entre las patas de las sillas, emitía un murmullo de gaviota. Pasaba horas bajo la gran mesa, inmóvil, protegida por la tosca madera, hasta que su padre partía o se dormía y alguien la rescataba. Se acostumbró a vivir en su guarida, acechando las pisadas que se acercaban o alejaban. A veces no quería salir, aunque ya no hubiera peligro, entonces la madre le alcanzaba una escudilla y Rolf tomaba una cobija y se deslizaba bajo la mesa, para acurrucarse con ella a pasar la noche. A menudo, cuando Lukas Carlé se sentaba a comer, sus piernas tocaban a sus hijos bajo la mesa, mudos, quietos, tomados de la mano, aislados en ese refugio, donde los sonidos, los olores y las presencias ajenas llegaban amortiguados por la ilusión de hallarse bajo el agua. Tanta vida pasaron los hermanos allí, que Rolf Carlé guardó el recuerdo de la luz lechosa bajo el mantel y muchos años más tarde, al otro lado del mundo, despertó un día llorando bajo el mosquitero blanco donde dormía con la mujer que amaba.

3

Una noche de Navidad, cuando yo tenía unos seis años, mi madre se tragó un hueso de pollo. El Profesor, siempre ensimismado en la insaciable codicia de poseer más conocimientos, no se daba tiempo para esa fiesta y ninguna otra, pero cada año los empleados de la casa celebraban la Nochebuena. En la cocina armaban un Nacimiento con toscas figuras de arcilla, cantaban villancicos y todos me hacían algún regalo. Con varios días de anticipación preparaban un guiso criollo que fue inventado por los esclavos de antaño. En la época de la Colonia las familias pudientes se reunían el 24 de diciembre alrededor de una gran mesa. Las sobras del banquete de los amos iban a las escudillas de los sirvientes, quienes picaban todo, lo envolvían con masa de maíz y hojas de plátano y lo hervían en grandes calderos, con tan delicioso resultado, que la receta perduró a través de los siglos y aún se repite todos los años, a pesar de que ya nadie dispone de los restos de la cena de los ricos y hay que cocinar cada ingrediente por separado, en una faena agotadora. En el último patio de la casa los empleados del Profesor Jones criaban gallinas, pavos y un cerdo, que durante todo el año engordaban para esa única ocasión de francachela y comilona. Una semana antes comenzaban a meterle nueces y tragos de ron por el gaznate a las aves y a obligar al cerdo a beber litros de leche con azúcar morena y especies, para que sus carnes estuvieran tiernas en el momento de cocinarse.

Mientras las mujeres ahumaban las hojas y preparaban las ollas y los braseros, los hombres mataban a los animales en una orgía de sangre, plumas y chillidos del puerco, hasta que todos quedaban borrachos de licor y muerte, hartos de probar trozos de carne, beber el caldo concentrado de todos esos manjares hervidos y cantar hasta desgañitarse alabanzas al Niño Jesús con ritmo festivo, mientras en otra ala de la mansión el Profesor vivía un día igual a los demás, sin darse ni cuenta que estábamos en Navidad. El hueso fatídico pasó disimulado en la masa y mi madre no lo sintió hasta que se le clavó en la garganta. Al cabo de unas horas empezó a escupir sangre y tres días más tarde se apagó sin aspavientos, tal como había vivido. Yo estaba a su lado y no he olvidado ese momento, porque a partir de entonces he tenido que afinar mucho la percepción para que ella no se me pierda entre las sombras inapelables donde van a parar los espíritus difusos.

Para no asustarme, se murió sin miedo. Tal vez la astilla de pollo le desgarró algo fundamental y se desangró por dentro, no lo sé. Cuando comprendió que se le iba la vida, se encerró conmigo en nuestro cuarto del patio, para estar juntas hasta el final. Lentamente, para no apresurar la muerte, se lavó con agua y jabón para desprenderse del olor a almizcle que comenzaba a molestarla, peinó su larga trenza, se vistió con una enagua blanca que había cosido en las horas de la siesta y se acostó en el mismo jergón donde me concibió con un indio envenenado. Aunque no entendí en ese momento el significado de aquella ceremonia, la observé con tanta atención, que aún recuerdo cada uno de sus gestos.

– La muerte no existe, hija. La gente sólo se muere cuando la olvidan, me explicó mi madre poco antes de partir. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.

– Me acordaré de ti, le prometí.

– Ahora, anda a llamar a tu Madrina.

Fui a buscar a la cocinera, esa mulata grande que me ayudó a nacer y a su debido tiempo me llevó a la pila del bautismo.

– Cuídeme a la muchachita, comadre. A usted se la encargo, le pidió mi madre limpiándose discretamente el hilo de sangre que le corría por el mentón. Luego me tomó de la mano y con los ojos me fue diciendo cuánto me quería, hasta que la mirada se le tornó de niebla y la vida se le desprendió sin ruido. Por unos instantes pareció que algo translúcido flotaba en el aire inmóvil del cuarto, alumbrándolo con un resplandor azul y perfumándolo con un soplo de almizcle, pero en seguida todo volvió a ser cotidiano, el aire sólo aire, la luz otra vez amarilla, el olor de nuevo simple olor de todos los días. Tomé su cara entre mis manos y se la moví llamándola mamá, mamá, abismada de ese silencio nuevo que se había instalado entre las dos.

– Todo el mundo se muere, no es nada tan importante, dijo mi Madrina cortándole el cabello de tres tijeretazos, con la idea de venderlo más tarde en una tienda de pelucas.

Vamos a sacarla de aquí antes de que el patrón la descubra y me haga llevarla al laboratorio.

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