Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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La fe de mi pobre Madrina era inconmovible y ninguna desgracia posterior pudo abatirla. Hace poco, cuando vino por aquí el Papa, conseguí autorización para sacarla del sanatorio, porque habría sido una lástima que se perdiera al Pontífice con su hábito blanco y su cruz de oro, predicando sus convicciones indemostrables, en perfecto español o en dialecto de indios, según fuera la ocasión. Al verlo avanzar en su acuario de vidrio blindado por las calles recién pintadas, entre flores, vítores, banderines y guardaespaldas, mi Madrina, ya muy anciana, cayó de rodillas, persuadida de que el Profeta Elías andaba en viaje de turismo. Temí que la muchedumbre la aplastara y quise llevármela de allí, pero ella no se movió hasta que le compré un pelo del Papa como reliquia. En esos días mucha gente se volvió buena, algunos prometieron perdonar las deudas y no mencionar la lucha de clases o los anticonceptivos para no dar motivos de tristeza al Santo Padre, pero la verdad es que yo no me entusiasmé con el insigne visitante, porque no guardaba buenos recuerdos de la religión. Un domingo de mi niñez la Madrina me llevó a la parroquia y me arrodilló en una cabina de madera con cortinas, yo tenía los dedos torpes y no podía cruzarlos como me había enseñado. A través de una rejilla me llegó un aliento fuerte, dime tus pecados, me ordenó y al punto se me olvidaron todos los que había inventado, no supe qué responder, apurada traté de pensar en alguno, aunque fuera venial, pero ni el más insignificante acudió a mi mente.

– ¿Te tocas el cuerpo con las manos?

– Sí…

– ¿A menudo, hija?

– Todos los días.

– ¡Todos los días! ¿Cuántas veces?

– No llevo la cuenta… muchas veces…

– ¡Ésa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!

– No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?

– ¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?

– No, no… murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.

– Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.

– No puedo, padre, contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.

– ¡Cómo que no puedes! rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.

Salí corriendo, pero la Madrina me cogió al vuelo y me retuvo por una oreja mientras hablaba con el cura sobre la conveniencia de ponerme a trabajar, antes que se me torciera aún más el carácter y se me acabara de ofuscar el alma.

Después de la muerte de mi madre, llegó la hora del Profesor Jones. Murió de vejez, desilusionado del mundo y de su propia sabiduría, pero juraría que murió en paz. Ante la imposibilidad de embalsamarse a sí mismo y permanecer dignamente entre sus muebles ingleses y sus libros, dejó instrucciones en el testamento para que sus restos fueran enviados a su distante ciudad natal, porque no deseaba terminar en el cementerio local, cubierto de polvo ajeno, bajo un sol inclemente y en promiscuidad con vaya uno a saber qué clase de gentuza, como decía. Agonizó bajo el ventilador de su dormitorio, cocinado en el sudor de la parálisis, sin más compañía que el religioso de la Biblia y yo. Perdí las últimas briznas del miedo que él me inspiraba cuando comprendí que no podía moverse sin ayuda y cuando le cambió la voz de trueno por un inacabable jadeo de moribundo.

En esa casa cerrada al mundo, donde la muerte había instalado sus cuarteles desde que el doctor inició sus experimentos, yo vagaba sin vigilancia. La disciplina de los empleados se relajó apenas el Profesor no pudo salir de su habitación para amonestarlos desde su silla de ruedas y agobiarlos con órdenes contradictorias. Vi cómo en cada salida se llevaban los cubiertos de plata, las alfombras, los cuadros y hasta los frascos de cristal donde el sabio guardaba sus fórmulas. Ya nadie servía la mesa del patrón con manteles almidonados y reluciente vajilla, nadie encendía las lámparas de lágrimas ni le alcanzaba su pipa. Mi Madrina dejó de preocuparse de la cocina y salía del paso con plátanos asados, arroz y pescado frito en todas las comidas. Los demás abandonaron sus labores de aseo y la mugre y la humedad avanzaron por las paredes y los suelos de madera. El jardín no había sido atendido desde el accidente con la surucucú varios años atrás y como resultado de tanta desidia una vegetación agresiva estaba a punto de devorar la casa e invadir la acera. Los sirvientes dormían siesta, salían a pasear a todas horas, bebían demasiado ron y pasaban el día con una radio encendida donde atronaban los boleros, las cumbias y las rancheras. El infeliz Profesor que en sus tiempos de salud no toleraba más que sus discos de música clásica, sufría lo indecible con la bullaranga y en vano se colgaba de la campanilla para llamar a sus empleados, nadie acudía. Mi Madrina sólo subía a su pieza cuando estaba dormido para rociarlo con agua bendita sustraída de la iglesia porque le parecía una maldad muy grande dejarlo morir sin sacramentos, como un pordiosero.

La mañana en que una de las mucamas abrió la puerta al pastor protestante vestida sólo con sostén y calzón porque arreciaba el calor, sospeché que el relajo había alcanzado su cima y ya no había razón para mantenerme a prudente distancia del amo. Desde ese momento empecé a visitarlo con frecuencia, al principio atisbando desde el umbral y poco a poco invadiendo la habitación, hasta terminar jugando sobre su cama. Pasaba horas junto al anciano tratando de comunicarme con él, hasta que logré entender sus murmullos de hemipléjico extranjero. Cuando yo estaba a su lado, el Profesor parecía olvidar por algunos momentos la humillación de su agonía y los tormentos de la inmovilidad. Yo sacaba los libros de los anaqueles sagrados y los sostenía delante de él, para que pudiera leerlos. Algunos estaban escritos en latín, pero me los traducía, aparentemente encantado de tenerme como alumna y lamentando en voz alta no haberse dado cuenta antes de que yo vivía en su casa. Tal vez nunca había tocado a un niño y descubrió demasiado tarde que tenía vocación de abuelo.

– ¿De dónde salió esta criatura? preguntaba masticando el aire. ¿Será mi hija, mi nieta o una alucinación de mi cerebro enfermo? Es morena, pero tiene los ojos parecidos a los míos… Ven aquí, chiquilla, para mirarte de cerca.

Él no podía relacionarme con Consuelo, aunque recordaba bien a la mujer que lo sirvió durante más de veinte años y que en una ocasión se inflara como un zepelín, una fuerte indigestión. A menudo me hablaba de ella, seguro de que sus últimos momentos habrían sido diferentes si la hubiera tenido junto a su cama. Ella no lo habría traicionado, decía.

Yo le introducía motas de algodón en las orejas para que no enloqueciera con las canciones y novelas de la radio, lo lavaba y le ponía toallas dobladas bajo el cuerpo, para evitar que empapara de orines el colchón, le ventilaba la habitación y le daba en la boca una papilla de bebé. Ese viejito de barba de plata era mi muñeco. Un día le escuché decirle al pastor que yo era más importante para él que todos los logros científicos obtenidos hasta entonces. Le dije algunas mentiras: que tenía una familia numerosa esperándolo en su tierra, que era abuelo de varios nietos y que poseía un jardín lleno de flores. En la biblioteca había un puma embalsamado, uno de los primeros experimentos del sabio con el líquido prodigioso. Lo arrastré hasta su habitación, se lo eché a los pies de la cama y le anuncié que era su perro regalón, ¿acaso no se acordaba de él? La pobre bestia estaba triste.

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