Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Recogí esa trenza larga, me la enrollé al cuello y me acurruqué en un rincón con la cabeza entre las rodillas, sin lágrimas, porque no conocía aún la magnitud de mi pérdida. Así estuve horas, tal vez toda la noche, hasta que dos hombres entraron, envolvieron el cuerpo en la única cobija de la cama y se lo llevaron sin comentarios. Entonces un vacío inclemente ocupó todo el espacio a mi alrededor.

Después que partió el modesto carretón funerario, mi Madrina fue a buscarme. Tuvo que encender una cerilla para verme, porque el cuarto estaba en sombras, el bombillo de la lámpara se había quemado y el amanecer parecía detenido en el umbral de la puerta. Me encontró agazapada, un pequeño bulto en el suelo, y me llamó dos veces por mi nombre y apellido, para devolverme el sentido de la realidad, Eva Luna, Eva Luna. A la llama vacilante vi sus grandes pies dentro de las chancletas y el ruedo de su vestido de algodón, levanté los ojos y encontré su mirada húmeda. Me sonrió en el instante en que se extinguía el chispazo incierto del fósforo; después sentí que se inclinaba en la oscuridad, me cogía en sus gruesos brazos, me acomodaba en su regazo y empezaba a mecerme, arrullándome con un suave lamento africano para hacerme dormir.

– Si fueras hombre, irías a la escuela y después a estudiar para abogado y asegurar el pan de mi vejez. Los picapleitos son los que más ganan, saben enredar las cosas. A río revuelto, ganancia para ellos, decía mi Madrina.

Sostenía que es mejor ser varón porque hasta el más mísero tiene su propia mujer a quien mandar, y años más tarde llegué a la conclusión de que tal vez tenía razón, aunque todavía no logro imaginarme a mí misma dentro de un cuerpo masculino, con pelos en la cara, con la tentación de mandar y con algo incontrolable bajo el ombligo, que, para ser bien franca, no sabría muy bien donde colocar. A su manera, mi Madrina me tenía afecto y si no alcanzó a demostrármelo fue porque creyó necesario formarme en el rigor y porque perdió la razón temprano. En esos tiempos no era la ruina que hoy es; era una morena arrogante de senos generosos, cintura partida y caderas opulentas, como una mesa bajo las faldas. Cuando salía a la calle los hombres se volvían a su paso, le gritaban piropos groseros, intentaban darle pellizcones y ella no escabullía las nalgas, pero retribuía con un carterazo contundente, qué te has figurado negro insolente, y se reía para lucir su diente de oro. Se bañaba todas las noches de pie en una batea, echándose agua con una jarra y restregándose con un trapo jabonado, se cambiaba la blusa dos veces al día, se rociaba con agua de rosas, se lavaba el cabello con huevo y se cepillaba los dientes con sal para sacarles brillo. Tenía un olor fuerte y dulzón que toda el agua de rosas y el jabón no lograban mitigar, un olor que me gustaba mucho porque me recordaba la leche asada. A la hora del baño yo la ayudaba echándole agua por la espalda, extasiada ante ese cuerpo oscuro, de pezones morados, el pubis sombreado por un vello rizado, las nalgas mullidas como el sillón de cuero capitoné donde languidecía el Profesor Jones. Se acariciaba con el trapo y sonreía, orgullosa de la abundancia de sus carnes. Caminaba con gracia desafiante, muy erguida, al ritmo de una música secreta que llevaba por dentro. Todo lo demás en ella era tosco, hasta la risa y el llanto. Se enojaba sin pretexto y lanzaba manotazos al aire, palmadas al vuelo que si aterrizaban sobre mí tenían el efecto de un cañonazo. De ese modo, sin mala intención, me reventó un oído. A pesar de las momias, por las cuales jamás sintió la menor simpatía, sirvió como cocinera del doctor durante muchos años, ganando un sueldo miserable y gastándolo en su mayor parte en tabaco y ron. Se hizo cargo de mí porque había adquirido un deber, más sagrado que los lazos de sangre, quien descuida a un ahijado no tiene perdón, es peor que abandonar a un hijo, decía, mi obligación es criarte buena, limpia y trabajadora, porque de eso me pedirán cuentas el día del Juicio Final. Mi madre no creía en pecados congénitos y por lo tanto no había considerado necesario bautizarme, pero ella insistió con una tenacidad sin grietas. Está bien, si eso le da placer, comadre, haga lo que le dé la gana, pero no le cambie el nombre que escogí para ella, aceptó finalmente Consuelo. La mulata pasó tres meses sin fumar ni beber para ahorrar unas monedas y el día señalado me compró un vestido de organza color fresa, puso un lazo en los cuatro pelos miserables que coronaban mi cabeza, me roció con su agua de rosas y me llevó en brazos a la iglesia. Tengo una foto de mi bautizo, me veo como un alegre paquete de cumpleaños. Como no le quedaba dinero, cambió el servicio por un aseo completo del templo, desde barrer los pisos hasta limpiar los ornamentos con creta y pasar cera a los bancos de madera. Así es como fui bautizada con toda pompa y ceremonia, como niña rica.

– De no ser por mí, todavía estarías mora. Los inocentes que mueren sin sacramento se van al limbo y de ahí no salen más, me recordaba siempre mi Madrina. Otra en mi lugar te habría vendido. Es fácil colocar a las muchachas de ojos claros, dicen que los gringos las compran y se las llevan a su país, pero yo le hice una promesa a tu madre y si no la cumplo me voy a cocinar en las cacerolas del infierno.

Para ella los límites entre el bien y el mal eran muy precisos y estaba dispuesta a preservarme del vicio a fuerza de golpes, único método que conocía, porque así la habían educado. La idea de que el juego o la ternura fueran buenos para los niños es un descubrimiento moderno, a ella jamás se le pasó por la mente. Trató de enseñarme a trabajar apresurada, sin pérdida de tiempo en ensoñaciones, le molestaban el ánimo distraído y el paso lento, quería verme correr cuando recibía una orden. Tienes la cabeza llena de humo y las pantorrillas de arena, decía y me friccionaba las piernas con Emulsión de Scott un tónico baratísimo pero de gran prestigio, fabricado con aceite de hígado de bacalao, que según la propaganda era comparable a la piedra filosofal de la medicación reconstituyente.

El cerebro de la Madrina estaba algo trastocado a causa del ron. Creía en los santos católicos, en otros de origen africano y en varios más de su invención. En su cuarto había levantado un pequeño altar, donde se alineaban junto al agua bendita, los fetiches del vudú, la fotografía de su difunto padre y un busto que ella creía de San Cristóbal, pero después yo descubrí que era de Beethoven, aunque jamás la he sacado de su error, porque es el más milagroso de su altar. Hablaba todo el tiempo con sus deidades en un tono coloquial y altanero, pidiéndoles favores de poca monta, y más tarde, cuando se aficionó al teléfono, las llamaba al cielo, interpretando el zumbido del aparato como la respuesta en parábola de sus divinos interlocutores. De ese modo recibía instrucciones de la corte celestial, aun para los asuntos más triviales. Era devota de San Benito, un rubio guapo y parrandero a quien las mujeres no dejaban en paz, que se colocó en el humo del brasero para quedar chamuscado como un leño y sólo entonces pudo adorar a Dios y hacer sus prodigios tranquilo, sin esa cuelga de lujuriosas prendidas de su túnica. A él le rezaba para aliviar la borrachera. Era experta en tormentos y muertes horrorosas, conocía el fin de cuanto mártir y virgen figuraba en el santoral católico y estaba siempre lista para contármelo. Yo la escuchaba con morboso terror y cada vez solicitaba nuevos detalles. El suplicio de Santa Lucía era mi favorito, quería oírlo a cada rato con todos los pormenores: por qué Lucia rechazó al emperador enamorado de ella, cómo le arrancaron los ojos, si era cierto que esas pupilas lanzaron una mirada de luz desde la bandeja de plata donde reposaban como dos huevos solitarios, dejando ciego al emperador, mientras a ella le salían dos espléndidos ojos azules, mucho más bonitos que los originales.

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