Mempo Giardinelli - Luna caliente
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Salió del baño, cruzó el pasillo, volvió a espiar, no alcanzó a verla y se encerró nuevamente en su dormitorio. Se tiró sobre la cama, vestido, y se ordenó dormirse. Perdió noción del tiempo y al rato se desabotonó la camisa; dio vueltas sobre la colcha y cambió de posición un millón de veces. Le era imposible dejar de pensar en ella, de imaginarla desnuda. No sabía qué hacer, pero algo tenía que hacer. Fumó varios cigarrillos, muchos de ellos dejándolos a la mitad, y finalmente se puso de pie y miró su reloj. La una y media de la mañana. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó, debo dormir. Pero abrió la puerta y volvió a asomarse al pasillo.
El silencio era absoluto. De la puerta entreabierta de la habitación de Araceli ya no salía la luz; apenas el resplandor de la luna caliente que ingresaba por la ventana y llegaba, mortecina, al pasillo. Se sintió desconcertado; se reprochó su fantasía. Los chicos crecen, pero no tanto. Sí, lo había mirado mucho, deslumbrada, pero no por eso con la intención de seducirlo. Era muy chica para eso. Debía ser virgen obviamente, y toda la malicia de la situación estaba en su propia cabeza, en su podrida lujuria, se dijo. Pero también pensó se ha dormido, la yegüita seductora tuvo miedo y se durmió. Lo impresionó la rabia que sentía, pero en su estómago hubo algo de alivio. Cruzó hacia el baño, diciéndose que regresaría luego a dormirse, y en ese momento escuchó el sonido de la muchacha revolviéndose en la cama. Se dirigió hacia la puerta entreabierta y miró hacia adentro.
Araceli estaba con los ojos cerrados, de cara a la ventana y a la luna. Semidesnuda, sólo una brevísima tanga apretaba sus caderas delgadas. La sábana revuelta cubría una pierna y mostraba la otra, como si la tela fuese un difuminado falo que merodeaba su sexo. Con los brazos ovillados alrededor de sus pechos, parecía dormir sobre el antebrazo izquierdo. Ramiro se quedó quieto, en la puerta, contemplándola, azorado ante tanta belleza; respiraba por la boca, que se le resecó aún más, y enseguida reconoció la erección paulatina e irreversible, el temblor de todo su cuerpo.
Si dormía, ella se despertó fácilmente de un sueño intranquilo. Hizo un movimiento, sus pechitos se zafaron de la cobertura de sus brazos, y se acostó boca arriba. De pronto, miró hacia la puerta y lo vio; rápidamente se cubrió con la sábana, aunque su pierna derecha quedó destapada y reflejando el brillo lunar.
Estuvieron así, mirándose en silencio, durante unos segundos. Ramiro entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se recostó en ella, acezante, dándose cuenta de que su pecho se alzaba y luego bajaba, rítmica, aceleradamente. Temblaba. Pero sonrió, para tranquilizarla; o de tan nervioso. Ella lo miraba, tensa, en silencio. Él se acercó lentamente hacia la cama y se sentó, sin dejar de mirarla a los ojos, penetrante, como si supiera que ésa era una manera de dominar la situación. Estiró una mano y empezó a acariciarle el muslo, suavemente, casi sin tocarla; sintió el leve estremecimiento de Araceli y apretó su mano, como para hundirla en la carne. Se reacomodó sobre la cama, acercándose más a ella, conservando esa especie de sonrisa patética que era más bien una mueca, tironeada por ese súbito tic que le hacía palpitar la mejilla izquierda.
– Sólo quiero tocarte -susurró, con voz casi inaudible, reconociendo la pastosidad de su paladar-. Sos tan hermosa…
Y empezó a acariciarla con las dos manos, sin dejar de mirarla, ahora, a todo lo largo de su cuerpo, siguiendo con su vista el recorrido de sus manos, que subieron por las piernas, por las caderas, se juntaron sobre el vientre, treparon lenta, suavemente, por el tórax hasta cerrarse sobre los pechos. Ella temblaba.
Ramiro la miró nuevamente a los ojos:
– Qué divina que sos -le dijo, y fue entonces que advirtió en ella el terror, el miedo que la paralizaba. Estaba a punto de gritar: tenía la boca abierta y los ojos que parecían querer salírsele de la cara.
– Tranquila, tranquila…
– Yo… -moduló ella, apenas en un suspiro-. Voy a…
Y entonces él le tapó la boca con una mano, conteniendo el alarido. Forcejearon, mientras él le rogaba que no gritara, y se acostaba sobre ella, apretándola con su cuerpo, sin dejar de manosearla, besándole el cuello y susurrándole que se callara. Y enseguida, espantado pero enfebrecido por su apasionamiento, empezó a morderle los labios, para que ella no pudiera gritar. Hundió su lengua entre los dientes de Araceli, mientras con la mano derecha le recorría el sexo, bajo la bombacha, y se exaltaba todavía más al reconocer la mata de los pelos del pubis. Ella sacudió la cabeza, desesperada por zafarse de la boca de Ramiro, por volver a respirar, y entonces fue que él, enloquecido, frenético, le pegó un puñetazo que creyó suave pero que tuvo la contundencia suficiente para que ella se aplacara y rompiera a llorar, quedamente, aunque insistía "voy a gritar, voy a gritar"; pero no lo hacía, y Ramiro la dejó respirar y gemir y le bajó la bombacha y se abrió el pantalón. Y en el momento de penetrarla, ella soltó un aullido que él reprimió otra vez con su boca. Pero como Araceli gimoteaba ahora ruidosamente volvió a pegarle, más fuerte, y le tapó la cara con la almohada mientras se corría largamente, espasmódico, dentro de la muchacha que se resistía como un animalito, como una gaviota herida. Hasta que Ramiro, embrutecido, ahuyentando una voz que le decía que se había convertido en una bestia, destapó la cara de la muchacha sólo unos centímetros, para horrorizarse ante la mirada de ella, lacrimógena, fracturada, que lo veía con pavor, como a un monstruo. Entonces volvió a cubrirla y a pegar trompadas sordas sobre la almohada. Araceli se resistió un rato más. Para Ramiro no fue difícil contenerla, y poco a poco ella se fue aquietando, mientras él miraba por la ventana, impasible, sin comprender, y se decía y repetía que la luna estaba muy caliente, esa noche, en Fontana.
III
No supo cómo llegó hasta ahí, pero cuando se dio cuenta estaba junto al Ford, respirando todavía agitadamente. Abrió la puerta y se sentó frente al volante. Pero se notó todavía demasiado nervioso; no podía manejar. Estaba completamente confundido. Encendió un cigarrillo y vio la hora: las dos y veinticinco.
Chupó el humo con fruición una o dos veces. Se dijo que necesitaba un largo trago de algo fuerte; era indispensable que aclarara sus ideas. La primera de ellas era obvia: huir. Araceli había dejado de resistirse, como cayendo en un sueño aletargado, y él ya no recordaba nada. No se había quedado a comprobar la muerte; le aterraba sentirse, súbitamente, un asesino.
Pero huir no era todo. ¿A dónde iría? Al Paraguay, se dijo, en tres horas estaría en la frontera. Cruzaría y al día siguiente vería qué hacer, con más calma. Podría llamar a algunos amigos, explicarles… ¿Qué? ¿Qué podía explicar de esa espantosa noche, de su ominosa conducta? Mejor sería desaparecer; cambiar de nombre, de identidad, cruzar el Paraguay rumbo a Bolivia; o ir al Brasil, hundirse en la selva amazónica.
Estoy loco, se dijo. ¿Y si me entrego? Era la posibilidad más leal, claro. La más, paradójicamente, humana y acorde consigo mismo: enfrentar a la ley. Podía, debía, ir en ese mismo instante a buscar un abogado que lo acompañara a la policía. Lo meterían, preventivamente, en un celda en la que podría dormir. Dormir… eso era todo lo que quería hacer en ese momento. Olvidarse de su inconsciencia, de esa brutalidad que él desconocía en s mismo y que ahora le repugnaba recordar.
Pero no se entregaría, no, no podía aceptar la idea del repudio de la gente, de su familia, de sus amigos que sólo tres días antes, al regresar al Chaco después de ocho años, lo habían recibido con el antiguo cariño, con esa especie de admiración que produce, a los provincianos, el que un coterráneo haya recorrido el mundo. Él era un joven abogado egresado de una universidad francesa, doctor en jurisprudencia, especializado en Derecho Administrativo, que muy pronto iba a incorporarse a la Universidad del Nordeste como profesor. No concebía la idea de tener que mirar a su madre a la cara, sabiéndose un asesino. Y el escándalo social que se produciría, no, entregarse le resultaba intolerable.
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