«Estáis viendo al último soldado de un ejército vencido», dijo Toussaints Morton con la solemnidad de quien pronuncia una oración fúnebre. Lucrecia recordaba que hablándoles de dom Bernardo Ulhman Ramires y de su imperio fenecido se limpió ruidosamente la nariz con su gran pañuelo a cuadros y se le saltaron las lágrimas: lágrimas de verdad, dijo Lucrecia, lagrimones brillantes que se le deslizaban por la cara como gotas de mercurio. Mientras el Portugués dormía, vigilado por Daphne, Toussaints Morton les explicó qué era Burma y por qué ellos tenían la ocasión de hacerse ricos para siempre con sólo usar un poco de inteligencia y de astucia, «nada de fuerza bruta, Malcolm», advirtió, bastaría que tuvieran paciencia y que nunca dejaran solo al Portugués y que no faltaran en el frigorífico latas de cerveza, «toda la cerveza del mundo», dijo, extendiendo las manos, «qué pensaría el pobre dom Bernardo Ulhman Ramires si viera en lo que se ha convertido quien fue el mejor de sus soldados».
– Un ejército secreto -dijo Lucrecia-. Aquel tipo había perdido sus plantaciones de café y su palacio en el centro de un lago y casi todos sus cuadros y tuvo que huir de Angola tras la independencia. Volvió clandestinamente a Portugal y compró el almacén más grande de Lisboa para establecer allí la sede de su conspiración. Eso fue lo que el Portugués le había contado a Morton: que dom Bernardo vendió los pocos cuadros que le quedaban para comprar armas y contratar mercenarios, y que después de su muerte Burma se había ido disgregando, ya no quedaba casi nada más que el almacén, por eso él se había marchado de Lisboa, no porque tuviera miedo de la policía. Pero dijo algo más: que en el despacho de dom Bernardo había un calendario viejo y un cuadro muy pequeño que no debía valer nada cuando no fue vendido.
– Amigos míos. -Toussaints Morton se aseguró de que el Portugués seguía durmiendo en la habitación contigua-. ¿Creéis que un amateur del talento de dom Bernardo Ulhman Ramires colgaría en su despacho un cuadro sin valor? Yo, que lo conocí bien, lo niego. «Es un paisaje», dice ese animal, «se ve una montaña y un camino». ¡He temblado al oírlo! Con mucha discreción le he preguntado si se ve también una casa entre árboles, abajo, a la derecha. Yo ya sabía que iba a contestar que sí… Yo conozco ese cuadro, hace quince años, en Zurich, dom Bernardo me lo enseñó. Y ahora está colgado junto a un calendario, cogiendo polvo en ese almacén de Lisboa donde nadie lo mira. Lo pintó Paul Cézanne en mil novecientos seis. ¡Cézanne, Malcolm! ¿Te dice algo ese nombre? Pero es inútil, no sois capaces de imaginar cuánto dinero nos darán por él si lo encontramos…
– Pero no sabían dónde estaba Burma -dijo Lucrecia-. Sólo que era un almacén de café y de especias y que para bajar a los sótanos había que decir la palabra Burma, emborrachaban al Portugués y no se atrevían casi nunca a preguntarle directamente por miedo a que desconfiara, pero debieron impacientarse, supongo que Malcolm dijo algo que lo hizo sospechar, porque aquel día, en la cabaña, cuando se encerraron con él, yo oí que gritaba y lo vi salir guardándose algo en el bolsillo, un papel arrugado, pero iba cayéndose, entró al cuarto de baño y se quedó dentro mucho rato, al orinar hacía tanto ruido como un caballo… Toussaints lo llamó, muy nervioso, yo creo que temía que el Portugués hubiera tirado el plano al retrete. «Sal de ahí», le decía, «te daremos la mitad, tú solo no sabrías dónde venderlo». Entonces lo vi guardarse en el bolsillo aquel hilo de nilón, me miró y me dijo: «Lucrecia, querida, todos estamos muy hambrientos, ¿le ayudarás a Daphne a preparar el almuerzo?»
Biralbo se levantó para atizar el fuego. El libro seguía inclinado y abierto sobre la máquina de escribir. Pensó que aquel paisaje tenía la misma delicadeza inmutable que la mirada y la voz de Lucrecia: lo imaginó oculto en la penumbra, invisible para quienes pasaban junto a él y no lo veían, esperando inmóvil, con la lealtad de las estatuas, tan ajeno al tiempo como a la codicia y al crimen. Una palabra había bastado para conseguirlo: pero sólo pudo decirla quien lo merecía.
– Fue tan fácil… -dijo Lucrecia-. Fue como cruzar una calle o subir a un autobús. Llegué al almacén y estaba casi vacío, había hombres cargando muebles viejos y sacos de café en un camión. Entré y nadie me dijo nada, era como si no me vieran… Al fondo había uno de esos escritorios antiguos y un hombre con el pelo blanco que escribía en un libro de registro muy grande, como anotando las cosas que los otros se llevaban. Me quedé parada delante de él, me palpitaba el corazón y no sabía qué decirle. Se quitó las gafas para mirarme bien, las dejó sobre el libro y puso la pluma en el tintero, con mucho cuidado, para no manchar lo que había escrito. Llevaba un guardapolvo gris. Me preguntó qué quería, muy educadamente, como esos camareros viejos de los cafés, sonriéndome. Yo dije: «Burma», creí que no me había entendido, porque sonreía como si no pudiera verme bien. Pero movió la cabeza y me dijo, bajando mucho la voz: «Burma ya no existe. Dejó de existir mucho antes de que la policía llegara»… Volvió a ponerse las gafas, tomó la pluma y continuó escribiendo, aquellos hombres subían del sótano cargando sacos de café y cajas llenas de cosas extrañas, faroles de barco, cuerdas, objetos de cobre, como aparatos de navegación. Seguí a uno de ellos por un corredor y luego por unas escaleras metálicas. El cuadro estaba abajo, en un despacho muy pequeño. Había libros y papeles tirados por el suelo. Cerré la puerta y lo desclavé del marco. Lo guardé en una bolsa de plástico. Salí de allí como si no pisara el suelo. El hombre del pelo blanco ya no estaba en el escritorio. Vi la pluma, el libro abierto, las gafas. Uno de los que cargaban el camión me dijo algo, y los otros se echaron a reír, pero yo no los miré. Estuve dos días encerrada en la habitación de un hotel, mirando el cuadro, tocándolo con las yemas de los dedos, igual que se acaricia. No quería dejar de mirarlo nunca.
– ¿Lo vendiste en Lisboa?
– En Ginebra. Allí sabía adonde ir. Me lo compró uno de esos americanos de Texas que no hacen preguntas. Supongo que lo guardaría inmediatamente después en una caja fuerte. Pobre Cézanne.
– Pero yo podía haber perdido aquella carta -dijo Biralbo después de un largo silencio-. O haberla tirado cuando la leí.
– Tú sabes que entonces eso era imposible. Yo también lo sabía.
– Cogiste el plano aquella noche, en el hotel de la carretera, ¿verdad? Cuando yo salí a esconder el coche de Floro.
– Era un motel. ¿Recuerdas cómo se llamaba?
– Estaba muy perdido. Creo que no tenía ni nombre.
– Pero no saliste para esconder el coche. -Lucrecia se complacía en asediar la memoria de Biralbo-. Dijiste que ibas a comprar bocadillos.
– Oímos un motor. ¿No te acuerdas? Te pusiste pálida de miedo. Creías que Toussaints Morton nos había encontrado.
– Eras tú quien tenía miedo, y no de que nos encontrara Toussaints. Miedo de mí. En cuanto nos quedamos solos en la habitación me dijiste que bajáramos a tomar una copa. Pero había un frigorífico lleno de bebidas. Entonces se te ocurrió ir a buscar bocadillos. Estabas muerto de miedo. Se te notaba en los ojos, en los gestos que hacías.
– No era miedo. No era más que deseo.
– Te temblaban las manos cuando te tendiste a mi lado. Las manos y los labios. Habías apagado la luz.
– Pero si fuiste tú quien la apagó. Desde luego que temblaba. ¿No has sentido nunca que se te cortaba la respiración de desear tanto a alguien?
– Sí.
– No me digas a quién.
– A ti.
– Pero eso fue al principio. La primera noche que te fuiste conmigo. Entonces temblábamos los dos. Ni en la oscuridad nos atrevíamos a tocarnos. Pero no era por miedo. Era porque no creíamos merecer lo que nos estaba ocurriendo.
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